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sábado, enero 07, 2023

Ejercicios para la memoria

 











Entre los buenos libros que alcancé a visitar el año pasado está Mentideros de la memoria (Tusquets, México, 2022, 262 pp.), de Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948). No es común que las dedicatorias, como paratextos por lo regular prescindibles, ofrezcan más información que un nombre o una lista de nombres cercanos a las querencias del autor, pero curiosamente en este caso nos informa que el libro fue escrito durante el periodo de confinamiento debido a la pandemia, periodo que hoy, creo, sentimos que no ocurrió hace dos años, sino mucho más lejos. Así de rápido se van los meses, los años, como también se puede sentir en un libro cuyo tema es el recuerdo personal, en este caso el de Celorio.

Escritor y funcionario público de la cultura, Celorio es también, en la actualidad, director de la Academia Mexicana de la Lengua. Menciono estas facetas profesionales porque en Mentideros… trae al presente experiencias vividas en función de sus actividades, de modo que en estas páginas observamos las apreciaciones de Celorio en torno a personalidades del arte con las que se cruzó como escritor y funcionario.

Se podría decir que este nuevo libro de Celorio es, en su bibliografía, el más relajado y amable. No avanza cronológicamente, pues no es una memoria en sentido estricto, sino una sucesión de recortes en los que narra situaciones que por la importancia de los personajes o el valor de las anécdotas pueden ser gratos para el lector.

Son veinte piezas las que componen Mentideros... Los personajes más salientes son Arreola, Cortázar, Eliseo Diego, Dulce María Loynaz, Bryce Echenique, Monterroso, Fuentes, García Márquez, Sergio Galindo, Luis Rius y Umberto Eco. De todos, Celorio nos comparte uno o varios momentos en los que tuvo la suerte, o la obligación por motivos laborales, de ver algo con ellos. Hay una hebra siempre jalada en cada apartado: la del humor, un humor que, claro está, no se desborda pero siempre está presente y es expresado con prosa pulcra, elegante. Se puede afirmar, incluso, que el fleco del humor está presente en el título mismo, pues aunque la palabra "mentidero" es definida como "Lugar donde se reúne la gente para conversar", no deja de parecer, vista a partir de su mera sonoridad, "conjunto de mentiras", como si el autor hubiera querido dejar, en esta memoria, una rendija por donde fuera viable el paso de la ficción si de antemano aceptamos que uno de los fueros del recuerdo es su inventiva.

Gracias a estas páginas vislumbramos además una época, más o menos la que va de 1960 a 1990. Debido a su trabajo como funcionario en la UNAM, en el FCE y en la AML, Celorio tuvo la oportunidad de participar, incluso como organizador, en actividades culturales cuyos entresijos, nunca ajenos a la polémica, conoció de primera mano. Así el caso de la FIL y el premio Juan Rulfo a Bryce Echenique, quien fue acusado de plagio y desató una tormenta que Celorio vio de (muy) cerca. O, también, su paso por la dirección del Fondo y la redacción del discurso que Vicente Fox leyó en Valladolid, España, sólo para cagarla al decir, frente a todo el mundo hispánico, Jorge Luis “Borgues”.

Una de las mejores piezas es, sin duda, la última, en la que asombrosamente, por su responsabilidad en la UNAM, Celorio se convirtió en guía de Umberto Eco. Porque así fue: aunque parezca increíble, el autor de El nombre de la rosa estuvo en la capital de nuestro país, dio una conferencia en la Universidad y todo terminó en un paseo con cena y tragos por el centro histórico cuyo remate no podría ser otro, muy italiano al menos por el topónimo: la Plaza Garibaldi.


miércoles, diciembre 29, 2021

Cajita 2021

 










Esta es la última entrega de Ruta Norte en 2021, un año que, como todos, tuvo sus peculiaridades. La principal: que poco a poco, no sin incertidumbre, fuimos saliendo del confinamiento marcado por la pandemia declarada en marzo de 2020. En lo personal, volví a la oficina de la universidad en mayo de este año, y aunque por momentos sentí que la sobrecarga de chamba me rebasaba, todo fue saliendo en medio de las precauciones todavía necesarias para cuidarnos de contagios.

Lo mejor de mi trabajo estuvo, como es habitual, en los libros. Creo que edité ocho, algunos de los cuales serán presentados en los primeros meses del año venidero. Todo lo comunicaré por este medio conforme se vaya dando. Ahora bien, no fue poco lo que tuve la fortuna de leer, y aunque no todo pude comentarlo/compartirlo, sigo en la idea de que leer es una de las posibilidades más productivas del ocio, acaso la mejor.

Además, este año viví una novedad un tanto casual: en enero comencé con la novela Dejen todo en mis manos, del uruguayo Mario Levrero, que aquí reseñé. La manía de aislar los libros que voy leyendo para ver luego si escribo sobre ellos me llevó a acumular en dos meses un puñado de ocho o nueve títulos. Dado que mi biblioteca estaba en trance de reorganización y todo era caos, decidí aislar en una cajita los ya leídos. Fue grande mi sorpresa al ver que para abril o para mayo, como cantaron los hermanos Carreón, la cajita estaba casi llena, así que la cambié por otra un poco más grande. A diferencia de otros años, esto me permite saber hoy lo que leí en el año. No es tampoco la gran cosa, pero me da gusto que las pequeñas y grandes miserias de la vida no me hayan alejado del placer mayor que es la lectura.

¿Lo mejor? Sí, hay dos o tres libros que sin duda me alegraron más que otros. El libro ya mencionado de Levrero, la biografía Hernán Cortés. La espada, de Christian Duverger; la autobiografía Adiós, poeta, de Jorge Edwards; Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag; Y retiemble en sus centros la tierra, de Gonzalo Celorio, entre otros.

Es buen recurso el de la cajita, creo, porque nos permite mirar unida la lectura de un año completo. Les deseo pues una cajita llena para el 2022 y todas las venturas adicionales que en el mundo hay.


miércoles, abril 14, 2021

Una travesía etílica












No sin malestar he recorrido la inmovilidad o la casi inmovilidad de estos meses de enclaustramiento forzado. La idea de salir sin más miedo que el convencional, es decir, al accidente o al robo, ha sido pospuesta y todavía, con o sin provocación mediante, muy frecuentemente se aviva mi antojo de viajar aunque sea cerca, de perdida a Parras o a Durango. Por eso el senderismo de estos meses, y por eso tantos documentales de viajes y viajeros en YouTube: de alguna forma hay que saciar el hambre de caminar, ver y comer, que en esto radica para mí la esencia de los viajes.

De un viaje antojable trata precisamente la novela Y retiemble en sus centros la tierra (Tusquets, 1999), de Gonzalo Celorio (México, 1948). Digo antojable porque muchas veces he estado en el lugar que es escenario de su libro y podría volver allí cuantas veces fuera necesario porque es un sitio que me atrae; me refiero, o se refiere Celorio, más bien, al centro histórico de la Ciudad de México, al ombligo de nuestra leviatánica capital.

Ensayista, profesor universitario, funcionario cultural y académico de la lengua, Celorio ha escrito una historia, tal vez la mejor, sobre la actualidad —hasta el cierre del siglo XX— del centro histórico que es, como sabemos, un emblema de nuestro país, pues allí se condensó lo indígena y lo español que nos configuraría como nación, el mestizaje que es posible suponer en la simétrica presencia del Templo Mayor y la Catedral Metropolitana.

El protagonista de la historia es Juan Manuel Barrientos, profesor universitario con notables credenciales y un prestigio bien ganado como académico. Especialista en literatura y arquitectura novohispanas, Barrientos acuerda con sus alumnos más cercanos, luego de una sabrosa bacanal de fin de cursos, prolongar el encuentro al día siguiente con un paseo por el centro histórico en el que se cumplirá un itinerario muy interesante, diría que envidiable: recorrer cantinas del sector, beber una copa en cada una, y en los traslados a pie explicar con detalle las características de los inmuebles que en el camino hay, como el de la Catedral. Lo malo del caso, por lo menos en el grueso de la historia que sentimos severamente realista aunque al final afantasme los hechos, es que el doctor Barrientos acude a la cita y no llega nadie. Crudo por la borrachera de la noche anterior, se resigna y a mediodía comienza, solitario, el periplo por la maqueta del centro histórico y los rasgos estilísticos de sus edificaciones, y de paso no se niega, obvio, a la ingesta de tragos que satisfacen una de sus más grandes pasiones: el alcohol.

El relato avanza en dos perspectivas: en tercera persona y en segunda, que pespuntean para ilustrarnos con minucia sobre arquitectura e historia y para envolvernos, sobre todo en segunda persona, con el relato biográfico de Barrientos.

No parece ser su propósito, pero es una novela con asordinado sentido del humor y escrita con un español de muy bien templado pulso. La vida de Barrientos es, como casi cualquier vida, accidentada, azarosa. Cuando alcanza su estabilidad como académico, no deja de sentir los latigazos de la frustración. Es él un académico competente, de gustos refinados, pero con sentido de lo callejero, pues de allí procede. A medida que avanza en el recorrido, aumenta su embriaguez y su descenso al bajo mundo hasta que amerdiza (o sea, “aterriza” sobre la mierda) en un lupanar de la más pinchurrienta índole y en el que su cultura sólo sirve para dos cosas.

Y retiemble en su centros la tierra es un paseo por el centro histórico que vale la pena emprender en la vida real. El entorno del zócalo jamás dejará de ser fascinante, como es posible advertir en las antedichas páginas de Gonzalo Celorio. 

miércoles, octubre 10, 2018

Bibliovicioso














Tengo varios amigos que han pasado sosegadamente, sin trauma, del papel a la tableta de lectura. Me cuentan maravillas que de cualquier manera intuyo debido a que no estoy tan lejos de ese mundo: los libros cuestan menos, no tienes que esperar a que lleguen sino que los descargas de inmediato, no acumulan polvo, no son agobiantes en las mudanzas, puedes tener bibliotecas enteras a merced tanto de libros con derechos como de piratas, puedes leer en la noche sin necesidad de lámpara, son portátiles al grado de que puedes cargar con una biblioteca entera a la playa o al picnic. Pues sí, los libros digitales tienen todas esas ventajas y quizá otras menos evidentes, pero sigo prefiriendo los de papel.
No soy, sin embargo, retrógrado, es decir, no veo mal que los conversos disfruten libros electrónicos y presuman sus bondades. Me parece, al contrario, maravilloso que así sea, pues un apasionado de esos soportes al final de cuentas hace lo importante: lee. Hago lo mismo que ellos, debo aclarar, pero básicamente cuando se trata de periódicos y revistas. Todos los días leo artículos, columnas, reseñas, crónicas, ensayos y demás en pantallas chicas y grandes, pero el material escrito que me toca más profundamente habita libros en soporte tradicional. Esto significa que no me veo leyendo una novela, cuentos o poemas en dispositivos luminosos, sino en papel, casi sólo en papel.
En los años que cubren de 1993 (cuando compré y usé mi primera computadora) al presente no me he dejado persuadir por el libro literario electrónico. Supongo que para mí llegó tarde, que cuando comenzó la lectura digital yo ya estaba hechizado por las letras de tinta. En estos días descubrí una explicación que me ayuda a responder(me). La da Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948) en su libro De la carrera de la edad (FCE, 2018, p. 167), tomo I que compila sus textos de carácter, sobre todo, ensayístico. Dice el autor de Amor propio: “… desde entonces [desde la niñez, cuando comenzó a sentir el deseo de que fueran suyos los libros que leía], sin padecer las obsesiones del bibliófilo que se afana en encontrar tal o cual edición de una determinada obra y en ocasiones llega a olvidarse del contenido por el gusto que le provoca el continente, he adquirido el vicio de los libros. El deseo de posesión puede ser mayor aun que el interés específico que la obra me despierte o que la posibilidad real de su lectura. Precisamente por eso se trata de un vicio y no de una virtud”.
Sí, es un vicio, y miren si no: hace pocos días me mudé de departamento y a medio trance, mientras guardaba y trasladaba libros, con lumbalgia y otros malestares atañederos al esfuerzo y a la edad, los maldije. Luego, ya acomodados en su vistoso espacio nuevo, celebré tenerlos a la mano y poder leerlos, releerlos, saber que en silencio me acompañan.