Tengo varios amigos que han pasado sosegadamente, sin trauma,
del papel a la tableta de lectura. Me cuentan maravillas que de cualquier
manera intuyo debido a que no estoy tan lejos de ese mundo: los libros cuestan
menos, no tienes que esperar a que lleguen sino que los descargas de inmediato,
no acumulan polvo, no son agobiantes en las mudanzas, puedes tener bibliotecas
enteras a merced tanto de libros con derechos como de piratas, puedes leer en
la noche sin necesidad de lámpara, son portátiles al grado de que puedes cargar
con una biblioteca entera a la playa o al picnic. Pues sí, los libros digitales
tienen todas esas ventajas y quizá otras menos evidentes, pero sigo prefiriendo
los de papel.
No soy, sin embargo, retrógrado, es decir, no veo mal que los
conversos disfruten libros electrónicos y presuman sus bondades. Me parece, al
contrario, maravilloso que así sea, pues un apasionado de esos soportes al
final de cuentas hace lo importante: lee. Hago lo mismo que ellos, debo
aclarar, pero básicamente cuando se trata de periódicos y revistas. Todos los
días leo artículos, columnas, reseñas, crónicas, ensayos y demás en pantallas
chicas y grandes, pero el material escrito que me toca más profundamente habita
libros en soporte tradicional. Esto significa que no me veo leyendo una novela,
cuentos o poemas en dispositivos luminosos, sino en papel, casi sólo en papel.
En los años que cubren de 1993 (cuando compré y usé mi
primera computadora) al presente no me he dejado persuadir por el libro
literario electrónico. Supongo que para mí llegó tarde, que cuando comenzó la
lectura digital yo ya estaba hechizado por las letras de tinta. En estos días
descubrí una explicación que me ayuda a responder(me). La da Gonzalo Celorio
(Ciudad de México, 1948) en su libro De
la carrera de la edad (FCE, 2018, p. 167), tomo I que compila sus textos de
carácter, sobre todo, ensayístico. Dice el autor de Amor propio: “… desde entonces [desde la niñez, cuando comenzó a
sentir el deseo de que fueran suyos los libros que leía], sin padecer las
obsesiones del bibliófilo que se afana en encontrar tal o cual edición de una
determinada obra y en ocasiones llega a olvidarse del contenido por el gusto
que le provoca el continente, he adquirido el vicio de los libros. El deseo de
posesión puede ser mayor aun que el interés específico que la obra me despierte
o que la posibilidad real de su lectura. Precisamente por eso se trata de un
vicio y no de una virtud”.
Sí, es un vicio, y miren si no: hace pocos días me mudé de
departamento y a medio trance, mientras guardaba y trasladaba libros, con
lumbalgia y otros malestares atañederos al esfuerzo y a la edad, los maldije.
Luego, ya acomodados en su vistoso espacio nuevo, celebré tenerlos a la mano y
poder leerlos, releerlos, saber que en silencio me acompañan.