miércoles, octubre 10, 2018

Bibliovicioso














Tengo varios amigos que han pasado sosegadamente, sin trauma, del papel a la tableta de lectura. Me cuentan maravillas que de cualquier manera intuyo debido a que no estoy tan lejos de ese mundo: los libros cuestan menos, no tienes que esperar a que lleguen sino que los descargas de inmediato, no acumulan polvo, no son agobiantes en las mudanzas, puedes tener bibliotecas enteras a merced tanto de libros con derechos como de piratas, puedes leer en la noche sin necesidad de lámpara, son portátiles al grado de que puedes cargar con una biblioteca entera a la playa o al picnic. Pues sí, los libros digitales tienen todas esas ventajas y quizá otras menos evidentes, pero sigo prefiriendo los de papel.
No soy, sin embargo, retrógrado, es decir, no veo mal que los conversos disfruten libros electrónicos y presuman sus bondades. Me parece, al contrario, maravilloso que así sea, pues un apasionado de esos soportes al final de cuentas hace lo importante: lee. Hago lo mismo que ellos, debo aclarar, pero básicamente cuando se trata de periódicos y revistas. Todos los días leo artículos, columnas, reseñas, crónicas, ensayos y demás en pantallas chicas y grandes, pero el material escrito que me toca más profundamente habita libros en soporte tradicional. Esto significa que no me veo leyendo una novela, cuentos o poemas en dispositivos luminosos, sino en papel, casi sólo en papel.
En los años que cubren de 1993 (cuando compré y usé mi primera computadora) al presente no me he dejado persuadir por el libro literario electrónico. Supongo que para mí llegó tarde, que cuando comenzó la lectura digital yo ya estaba hechizado por las letras de tinta. En estos días descubrí una explicación que me ayuda a responder(me). La da Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948) en su libro De la carrera de la edad (FCE, 2018, p. 167), tomo I que compila sus textos de carácter, sobre todo, ensayístico. Dice el autor de Amor propio: “… desde entonces [desde la niñez, cuando comenzó a sentir el deseo de que fueran suyos los libros que leía], sin padecer las obsesiones del bibliófilo que se afana en encontrar tal o cual edición de una determinada obra y en ocasiones llega a olvidarse del contenido por el gusto que le provoca el continente, he adquirido el vicio de los libros. El deseo de posesión puede ser mayor aun que el interés específico que la obra me despierte o que la posibilidad real de su lectura. Precisamente por eso se trata de un vicio y no de una virtud”.
Sí, es un vicio, y miren si no: hace pocos días me mudé de departamento y a medio trance, mientras guardaba y trasladaba libros, con lumbalgia y otros malestares atañederos al esfuerzo y a la edad, los maldije. Luego, ya acomodados en su vistoso espacio nuevo, celebré tenerlos a la mano y poder leerlos, releerlos, saber que en silencio me acompañan.