En una de mis muchísimas incursiones a la lucha libre me tocó
ser testigo de un acontecimiento que juzgo, sin exagerar, surrealista, y eso
que el surrealismo es ingrediente sine
qua non de ese espectáculo: en la pelea estelar, una de relevos
australianos, el anunciador presentó a Pedro Infante, y de los vestidores salió
un tipo con vistoso atuendo de charro que mediante play back “cantaba” la jocosa ranchera “Yo soy quien soy” (“y no me
parezco a naiden”). Conforme caminaba por el pasillo hacia el ring, pude certificar
que el Pedro Infante apócrifo en efecto le daba un aire al Pedro Infante
fílmico, de suerte que aquello casi me rebasó en términos de asombro. Poco
después, el clon del ídolo de Guamúchil subió al cuadrilátero y se despojó del
atavío charro para quedar en malla de luchador, y ya sin sombrero dejó ver
incluso las entradas en la frente con las cuales daba más el gatazo al personaje
imitado.
Al sentir el alboroto del público, pensé otra vez en lo
afortunado que fue nuestro Pedrito al morir joven, en la cima de su fama.
Gracias al accidente aéreo en Yucatán, conservamos en la memoria su aspecto
joven, de Adonis vernáculo. Si hubiera vivido y llegado a la vejez, no sólo no
se hubiera dado “el efecto Pedro Infante” que inmortaliza de golpe a “los
famosos” desaparecidos prematuramente como Gardel, Lennon, Selena, Sal Sánchez
y muchos más, sino que acaso lo recordaríamos nada más en pleno ejercicio de su
decrepitud. Morir joven no es, a veces, tan terrible, pues la leyenda espera y
trae a cuestas una idealización que casi santifica.
Toda esta bisutería vine a pensar cuando hace unos días tomé El concepto de ficción (Planeta, 1997),
del gran Juan José Saer. Fue, hasta donde sé, uno de sus pocos libros de
ensayos, y en él incluye el titulado “Roberto Arlt” que arranca: “Para los
griegos, morir joven era un acto de desmesura. Si comparamos la retirada brusca
de Arlt con la persistencia borgiana, que se disemina en banalidades,
advertiremos tal vez que, en ciertos casos, una muerte bien colocada puede
llegar a tener, como él decía, la eficacia de un cross a la mandíbula”. Arlt
murió a los 42, y en ese corto tramo de vida dejó una obra que para muchos es
indispensable por su exploración del mal, de la incertidumbre, del flanco
sombrío y turbulento del animal humano.
No hay regla en esto, claro, pero creo que la franja creativa
más importante del escritor anda entre los 35 y los 45 años, poco más o menos.
Hay casos de precocidad inusitada, o de impetuosa producción en la vejez, pero
en general los mejores frutos cuajan, como digo, en un cierto periodo de la
vida. Dante publicó el “Infierno” de la Divina…
a los 39; Cervantes, la primera parte del Quijote
a los 47; Flaubert, Madame Bovary a
los 36; Cortázar, Rayuela a los 49;
Rulfo, Pedro Páramo a los 37; García
Márquez, Cien años de soledad a los
39. Para un artista que ha dado sus productos más ricos en esos lapsos aproximados, sufrir
“una muerte bien colocada” quizá no sea tan mala noticia. El efecto Pedro
Infante puede darse y durar incólume durante décadas.