sábado, octubre 06, 2018

Una muerte bien colocada




















En una de mis muchísimas incursiones a la lucha libre me tocó ser testigo de un acontecimiento que juzgo, sin exagerar, surrealista, y eso que el surrealismo es ingrediente sine qua non de ese espectáculo: en la pelea estelar, una de relevos australianos, el anunciador presentó a Pedro Infante, y de los vestidores salió un tipo con vistoso atuendo de charro que mediante play back “cantaba” la jocosa ranchera “Yo soy quien soy” (“y no me parezco a naiden”). Conforme caminaba por el pasillo hacia el ring, pude certificar que el Pedro Infante apócrifo en efecto le daba un aire al Pedro Infante fílmico, de suerte que aquello casi me rebasó en términos de asombro. Poco después, el clon del ídolo de Guamúchil subió al cuadrilátero y se despojó del atavío charro para quedar en malla de luchador, y ya sin sombrero dejó ver incluso las entradas en la frente con las cuales daba más el gatazo al personaje imitado.
Al sentir el alboroto del público, pensé otra vez en lo afortunado que fue nuestro Pedrito al morir joven, en la cima de su fama. Gracias al accidente aéreo en Yucatán, conservamos en la memoria su aspecto joven, de Adonis vernáculo. Si hubiera vivido y llegado a la vejez, no sólo no se hubiera dado “el efecto Pedro Infante” que inmortaliza de golpe a “los famosos” desaparecidos prematuramente como Gardel, Lennon, Selena, Sal Sánchez y muchos más, sino que acaso lo recordaríamos nada más en pleno ejercicio de su decrepitud. Morir joven no es, a veces, tan terrible, pues la leyenda espera y trae a cuestas una idealización que casi santifica.
Toda esta bisutería vine a pensar cuando hace unos días tomé El concepto de ficción (Planeta, 1997), del gran Juan José Saer. Fue, hasta donde sé, uno de sus pocos libros de ensayos, y en él incluye el titulado “Roberto Arlt” que arranca: “Para los griegos, morir joven era un acto de desmesura. Si comparamos la retirada brusca de Arlt con la persistencia borgiana, que se disemina en banalidades, advertiremos tal vez que, en ciertos casos, una muerte bien colocada puede llegar a tener, como él decía, la eficacia de un cross a la mandíbula”. Arlt murió a los 42, y en ese corto tramo de vida dejó una obra que para muchos es indispensable por su exploración del mal, de la incertidumbre, del flanco sombrío y turbulento del animal humano.
No hay regla en esto, claro, pero creo que la franja creativa más importante del escritor anda entre los 35 y los 45 años, poco más o menos. Hay casos de precocidad inusitada, o de impetuosa producción en la vejez, pero en general los mejores frutos cuajan, como digo, en un cierto periodo de la vida. Dante publicó el “Infierno” de la Divina… a los 39; Cervantes, la primera parte del Quijote a los 47; Flaubert, Madame Bovary a los 36; Cortázar, Rayuela a los 49; Rulfo, Pedro Páramo a los 37; García Márquez, Cien años de soledad a los 39. Para un artista que ha dado sus productos más ricos en esos lapsos aproximados, sufrir “una muerte bien colocada” quizá no sea tan mala noticia. El efecto Pedro Infante puede darse y durar incólume durante décadas.