Quizá nadie sabe más de erratas, de lo que fastidian y de lo
que duelen, que quienes tenemos la suerte o no sé si la desgracia de editar
libros, revistas y/o periódicos. Pero no sólo nosotros, claro. Los autores las
cometen y las resienten cuando no las cometen, y los lectores las subrayan como
para clavar más hondo el puyazo en la piel del editor. Por eso digo que este
oficio tiene su lado lindo: hacer las cajas, escoger la tipografía, determinar
si el arranque de los textos se acicalará con una bella capitular, ver en qué sitio
queda bien algún renglón en versalitas... Eso, la parte del diseño general, es
una chamba por lo común grata y hoy, gracias a los programas de computadora,
algo mecanizada luego de decidir los parámetros de cada cosa.
Lo difícil no es eso, sino leer y releer el contenido no sólo
para pescar las erratas del autor, que por lo general vienen porque vienen en
el original, sino para que el texto avance en la tesitura que le corresponde,
sea poética, narrativa o de prosa expositiva, sea sobria o lúdica, sea
conservadora o experimental. Entonces, sea cual sea el caso, leer y releer —y
en ese trance corregir en acuerdo con el autor, si se puede— es el oficio real
de quien edita, y no sólo pasar un documento de Word a otro programa sin
detenerse a pensar en las sutilezas de la escritura.
Pese a los cuidados extremos, sin embargo, las erratas siguen
floreciendo. La tecnología moderna ha logrado, creo, aplacar su funesta
aparición, pero no las ha vencido. Antes, cuando las publicaciones se componían
a mano, de manera artesanal, sin electrónica, con tipos móviles, las erratas
podían multiplicarse a grados escalofriantes, todo dependía muchas veces de que
el cajista tuviera sueño o fuera muy desenfadado para que cualquier párrafo
viera aparecer, de la nada, pifias de todos los colores.
Neruda opina al respecto en un textito titulado “Erratas y
erratones” (del libro Para nacer he
nacido, Seix Barral, Barcelona, 1978). Comenta allí que la narrativa puede
padecer erratas sin desmoronarse, y confía en que el contexto ayuda a subsanar
cualquier error. La poesía, al contrario, es una arquitectura tan delicada que
cualquier cambio puede echar abajo el edificio de lo escrito. Comenta el caso
de su próximo libro (próximo hasta el momento de escribir “Erratas y
erratones”); dice que al revisar las galeras encontró que, gracias a los
duendes de la zancadilla tipográfica, donde decía “el agua verde del idioma” le
cambiaron a “el agua verde del idiota”. Espantoso. Luego narra una anécdota
ocurrida a su amigo Manuel Altolaguirre, poeta y editor. Cuenta que tras editar
un poemario, Altolaguirre se vio con el autor, a quien le aseguró que el libro
no contenía errores, “Pero al abrir el elegantísimo impreso, se descubrió que
allí donde el versista había escrito: ‘Yo siento un fuego atroz que me devora’,
el impresor había colocado su erratón: ‘Yo siento un fuego atrás que me
devora”.
Las erratas son invencibles. Lo bueno es que a veces hacen de
lo trágico algo cómico. Viéndolo bien, no es poco logro.