Hace 18 años mi hija mayor tenía tres y daba problemas a la
hora de dormir. Para bajarle la pila hice lo que algunos padres: leerle cuentos
adecuados a su edad. Descubrí que con tal de no sucumbir al sueño mi pequeña
admitía de buen grado la lectura de tantas historias como yo quisiera
compartirle, así que a veces éramos capaces de atravesar un libro entero en una
sola sesión de cuentos. Ese descubrimiento me llevó a otro: si la niña se
negaba radicalmente a dormir, le enseñé a leer poco antes de los cuatro años.
Así, entre leer y escribir se fueron esas horas de la noche en las que no es
temprano ni tarde para un pequeño, digamos que entre las ocho y las diez.
Más o menos a sus cinco años, ya con mi hija entrenada en las
palabras, ocurrió otra casualidad. Yo escribía en mi computadora de escritorio,
de esas que tenían un monitor parecido a un tanque de guerra, y mi hija
merodeaba por allí. Cierta vez la senté en mi regazo, abrí un archivo nuevo de
Word, y como ya reconocía las letras, la dejé escribir un cuento. Operó
entonces un milagro: ella comenzó a escribir, letra por letra, con gran
lentitud, “La tortuguita nadadora”, su primer relato. Eran apenas tres
renglones, pero ya estaban allí la creación de un personaje, de una trama y de
un desenlace. Fue entonces cuando pensé en una idea y la puse en práctica: dado
que el teclado qwerty (que a
mediados del siglo XIX inventara Christopher
L. Sholes) tiene las letras ordenadas de acuerdo a una lógica digital algo
complicada para los niños, le dije a mi hija que me dictara sus cuentos, y así
lo hicimos. Ella dejaba fluir la imaginación, inventaba sin pensar dos veces
sus historias, y yo escribía sin retocar ninguna peripecia. Si ella me decía,
textual, que un osito caminaba por la plaza del Eco, yo escribía exactamente
que un osito caminaba por la plaza del Eco. El chiste era no lastimar su
imaginación, dejar que cada hecho fuera el que ella proponía, sin
intermediación de mi lógica de adulto. Realicé pues un trabajo de mero
secretario, de amanuense. Lo que sigue fue que a los seis años hice una
sencilla edición de su primer libro (Corazón
de nuez y otros relatos, 2003) y hasta llegamos a presentarlo con público,
brindis y toda la cosa.
Al final de aquel libro tomé la precaución de añadir un
epílogo explicativo donde conté el proceso mediante el cual mi hija creó sus
ficciones. También lo hice para aclarar lo obvio: que mi hija no era una niña
genio, sino una pequeña como cualquier otra con la única ventaja de que su
padre la alentó a escribir en absoluta libertad. Eso me llevó a reflexionar en
otro asunto: durante muchos años, y aún hoy, los libros para niños son
fundamentalmente escritos por adultos que articulan textos llenos de
diminutivos, duendes y abundantes misterios. ¿Pero qué pasa si un libro para
niños es escrito por un niño? ¿Funcionará igual? ¿Pero qué pasa si un libro
para niños es escrito por un niño? ¿Funcionará igual? ¿Pueden los niños ser
atrapados con una ficción construida por un semejante de su edad? Creo que todo
esto es posible, y pese a que los niños no tienen las destrezas de un escritor
profesional, tienen algo mejor: el candor, la mirada fresca y una bienvenida
indiferencia a la lógica de las ideas que se nos afianza en la edad adulta.
Si un niño dice que un osito camina por la plaza del Eco o va
al estadio Corona para ver al Santos, todos debemos aceptar lo que hace el
osito, cómo no. Para eso es niño, para que su imaginación vuele y se expanda,
para que sus personajes hagan lo que les venga en gana. Esto, de paso, nos
permite ver, desde otro punto, cuáles son los intereses del niño, cómo percibe
su realidad, de qué manera ha introyectado la realidad que lo rodea.