En
Historia personal del “boom” (1972),
José Donoso (Santiago de Chile, 1924-1996) se refiere a los escritores
latinoamericanos que durante los sesenta y parte de los setenta se encumbraron
a la fama con novelas que hasta hoy, aunque con desigual aprecio, siguen siendo
reeditadas y leídas. El chileno hace admirado énfasis, no podía ser de otra
manera, en las figuras de García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes. Por
más que este libro mira hacia afuera, es decir, hacia los orígenes del boom y la recepción pública que tuvo, no
deja de mirar hacia dentro, hacia lo que sucedió en el interior del mismo
Donoso tras sentir el estallido de la nueva novela latinoamericana. Precisamente
por esto es la “historia personal” de un fenómeno colectivo.
Al
celebrar el trabajo de Fuentes, Donoso resalta el cosmopolitismo del mexicano,
su conocimiento de todo y su capacidad para compartirlo fluidamente en tres
idiomas: español, francés e inglés. Fuentes lo asombra desde el primer trato,
cuando dialogó con él en un encuentro de escritores celebrado en Concepción,
Chile, hacia 1962. Como de pasada, Donoso subraya un detalle que da la
impresión de ser innecesario: la ropa de Fuentes. Esto lo comenta porque era inhabitual
un escritor bien vestido en aquel momento, “cuando los hombres, y para qué
decir los intelectuales hispanoamericanos, no podían, no debían darle
importancia a algo tan frívolo y burgués como la elegancia o la imaginación o
la audacia en el atuendo, ya que, sobre todo si se estaba en la posición
política de Fuentes, esta frivolidad resultaba evidentemente irreconciliable
con las altas y duras misiones que había que cumplir”. Las “altas y duras
misiones” estaban relacionadas con el debate político de suyo acalorado tras el
triunfo de la Revolución Cubana.
De
modo que el mexicano se atrevía a vestir no a la manera desenfadada o austera o
pobretona de los artistas, sino con gusto burgués. Era, lo sabemos, un dandy, y
por supuesto su apariencia no se parecía a la de sus homólogos escritores que
en los sesenta eran hippiosos, y a lo máximo que podían aspirar en materia de “elegancia”
era a un blazer de pana o, como le
dicen en Sudamérica, de corderoy.
Tras leer este pasaje recordé a mis amigos ochenteros de la literatura. Creo que todos vestían con sobriedad, una manera sutil de decir “con desenfado”. No eran elegantes ni finos, y ya para entonces comenzaba a quedar atrás el disfraz de “intelectual” para dar paso a algo que puedo definir como estilo sin estilo. La categoría en el atuendo de Fuentes no hizo escuela entre nosotros.