Como
ocurre con otras tantas ignorancias, cualquiera puede vivir sin geografía. Para
seguir de pie y respirando no es necesario aprender el nombre de los
continentes, sus países y capitales. Tampoco sirve saber algo sobre los
océanos, los mares y los ríos. La vida se puede vivir sin saber de cordilleras,
de montañas, de cañones. Es común, pues, andar por la existencia sin geografía.
Entre
lo que pude haber sido y no fui, pero sé que me apasiona, está esa disciplina
inútil para tantos y tantos: la geografía. Sentí su atracción desde la
primaria, en los libros de texto. Supongo que, a diferencia de la mayoría de
mis compañeros, los mapas despertaban mi imaginación. La peculiar forma de
México me parecía espectacular, perfecta en su definición y equilibrio. En nuestro
país encontraba figuras. Durango, la entidad donde nací, tenía algo de corazón;
Puebla era una especie de tiburón, San Luis, un perrito, y Nuevo León se
coronaba con un señor de sombrero norteño. Me asombraba la forma de mamut que
tiene Alaska, o de bota que tiene Italia, o de cara que mira al occidente que
tiene la península ibérica. Todavía hoy me parece raro que un mapa, siempre
imaginado como algo amorfo, tenga forma perfectamente rectangular en los
estados gringos de Colorado y Wyoming.
El
caso es que desde mis primeros recuerdos de contacto con los libros, los mapas
han estado cerca de mi interés, y nunca olvidaré la alegría que gocé de
adolescente cuando a casa llegó el primer atlas. Tenía el tamaño adecuado, muy
grande, de atlas, y durante muchas tardes viajé en sus páginas como si la
mirada volara en un avión.
Mi
memoria nunca fue muy hospitalaria, pero lo básico sí se le pegaba. Sin
esfuerzo, sólo por la buena costumbre de visitar y revisitar el atlas, di con
la ubicación de los países, aprendí sus capitales, recorrí el curso de sus
ríos. Sentí siempre, hasta ahora, mayor identificación con Latinoamérica, y
todavía es hora que exploro sus rutas, sus pequeñas ciudades, siempre con el
sueño utópico de visitarlas alguna vez.
Una
costumbre del gustoso de la geografía es la de ir al mapa luego de pasar por
algún sitio. Traigo dos ejemplos: en un viaje de 2007 fui de Buenos Aires a
Tucumán, en Argentina, quince horas de carretera. El autobús paró en la
madrugada para que la gente comiera algo. Bajé, recuerdo que pedí café y pan, y
conversé con un pasajero. “Estamos en Ceres”, me dijo. Pasado un tiempo vi el
mapa y ya jamás olvidé que estuve veinte minutos en Ceres, provincia de Santa
Fe. Algo parecido me ocurrió de Madrid a San Sebastián: el ómnibus paró unos
minutos, el tiempo justo para un café, en Aranda de Duero, y pasado un tiempo
fui al mapa y el lugar quedó fijo en mi memoria.
Ese ir de la realidad al mapa y del mapa a la realidad, cuando se ha podido, creo que es un vicio de geógrafo. Yo no lo soy, pero sí un buen aficionado a la fascinante cartografía, a esas metáforas del espacio que son los mapas.

