Horacio
Verbitsky, a mi parecer el mejor periodista vivo de América Latina, cuenta una
anécdota que tuvo como protagonista a Rodolfo Walsh, su amigo. Asistían a una
reunión social de escritores y periodistas, y alguien se acercó a Walsh para
decirle que su cuento “Esa mujer” era muy bueno, pero que si alguna vez lo
traducían, por ejemplo, al francés, era necesario modificarle varios detalles
para que resultara entendible a los franceses. El autor de Operación Masacre contestó que no le importaba que los franceses lo
entendieran, que su propósito era ser leído y apreciado por los suyos, los argentinos.
La
respuesta de Walsh no fue descortés, sino la seca afirmación de una
postura. Frente a la urgencia que abrazan algunos escritores por trascender
fronteras y, como dicen desde hace un tiempo, con horripilante neologismo, “internacionalizarse”,
el autor de Variaciones en rojo se
mostró tenaz en la idea de ser leído y comprendido por sus lectores inmediatos,
que para eso trabajaba.
Esta
situación, la implícita en lo respondido por Walsh, me lleva a pensar en una
circunstancia que encaro de manera recurrente. Debido a que ahora hay mil
espacios chicos y grandes para publicar, no ha faltado que incluso a mí me
inviten a colaborar allá donde no me conoce (ni conozco a) nadie. Mi respuesta es
más o menos la misma: si se trata de algo esporádico, de una colaboración no
fija, sino ocasional o única, adelante, mi respuesta es frecuentemente
afirmativa. Así, en los meses recientes pude hacerme visible en una página
digital de Chile, en un suplemento literario de Puebla, en la revista Casa del Tiempo de la UAM y en una web
de Santiago del Estero. He optado conscientemente por no aceptar compromisos
fijos debido a que ya en mi entorno lagunero tengo los suficientes: la columna
de Milenio Laguna, el artículo para
la revista Nomádica y la colaboración
para Acequias de la Ibero Torreón.
Con esto casi casi es demasiado, así que no deseo sumar entregas.
Tal
decisión se debe fundamentalmente a que nunca se ha dado en serio, ni he
buscado, un espacio fijo más allá de La Laguna. Mi interés se ha centrado en “dialogar”
con la gente de aquí, en servir de enlace, sobre todo, entre los libros y los
autores que leo y las personas que habitan esta parte de México. Esto ha
provocado que sea rara la detección de mi trabajo más allá de los cerros calvos
que delimitan nuestro espacio, hecho que a veces lamento sin llegar al desgarre
de ninguna vestidura y sin abrigar ningún resentimiento. Finalmente es algo que
yo mismo he promovido, así que sería necio quejarme de mis propias iniciativas.
Por
esto es alentador que de vez en cuando, cada mucho, algo llegue a ser comentado
más allá del que considero mi “lector modelo”, el lector lagunero. Es como
oír un eco lejano del grito que uno pega. Esto me ocurrió dos veces seguidas
hace poco en un par de radiodifusoras de la Ciudad de México. Una de ellas supuso
una casualidad casi mágica. En la noche conversaba por Whatsapp con mi hija
mayor y me comentó que tenía la inquietud de escribir cuentos. Me pidió algunos
consejos prácticos, se los di y ahí terminó la charla. Al día siguiente,
mientras ella preparaba su desayuno, bajó un podcast donde la escritora Mónica Lavín daba consejos para escribir
cuentos, y, al referirse al libro colectivo Ligeros de equipaje, mencionó con énfasis el cuento de mi cosecha allí incluido. Mi
hija quedó sorprendida, y yo más, por lo que ya dije: no es frecuente hallar
lectores más allá de mi región. Otro tanto pasó ayer, cuando mi amiga Marcela
Medina me envió un audio donde en un programa chilango comentaron una de mis
columnas.
No
es el fruto que busco al escribir, pero es grato advertir que a veces, muy a
veces, por añadidura, estos párrafos respiran otros aires.