Podría
afirmarse que gracias a los sueños es viable alcanzar un poco de equilibrio para
sobrellevar la vida real. Gracias a los sueños y, obvio, a su forma incómoda:
las pesadillas. Son ambos, principalmente las segundas, el drenaje profundo a
donde van a parar nuestros miedos, nuestras frustraciones, nuestros odios, el
nebuloso escenario en el que nos vemos acosados por el sinsentido de existir.
Dicen los que saben, con el imprescindible apoyo de don Segismundo, que las
fantasmagorías oníricas tienen más relación de la que imaginamos con nuestras
vidas, y tanto es así que bien examinadas nos aportan claves para entendernos
mejor, incluso para curarnos de dolencias espirituales.
No
soy de los que platican mucho sobre sus pesadillas. La razón es simple: al
despertar no las recuerdo. Cuando sobreviven, a lo sumo me queda, eso sí, una terca
desazón muy parecida a la que siento cuando bajo de un Ómnibus de México o
salgo del baño para hombres en la Arena Olímpico Laguna. En fin, ya hice mucho
preámbulo para avisar que contaré una pesadilla reciente. Contra lo
acostumbrado, ésta no se evaporó cuando abrí los ojos, así que su desarrollo se
asemeja al flujo narrativo de un cuento o una película.
Manejaba
por un bulevar que no sé con precisión si era el Revolución o el Independencia.
Muy relajada, mi mente se distraía con el gracioso silbido del bolerito
“Relámpago” interpretado por el trío de los Hermanos Martínez Gil. Tan absorto
estaba en la emisión de las notas que no reparé en el velocímetro: desde hacía
varias semanas yo era esclavo de esa aguja, tanto que a veces manejaba mi
vehículo con más atención al indicador de velocidad que a la carretera misma.
Vi con sorpresa que marcaba 65 kilómetros por hora, así que levanté la cabeza
para cerciorarme si había o no un agente de tránsito en el horizonte cercano.
Para mi mala suerte, junto a su moto estaba uno parado a cerca de cien metros.
Tenía el radar levantado, listo para pescarme en la transgresión. Me di por
infraccionado, pues en cien metros era imposible bajar la velocidad a menos de 60.
Se dio entonces un pequeño golpe de suerte: a mi lado pasó zumbando una troca
repartidora de Panqué de Durango y eso atrajo la atención del radar. El oficial
hizo una seña y la camioneta se cargó a la derecha mientras yo me fui de largo,
incólume.
Seguí
mi marcha y en un crucero vi que el semáforo apenas me permitía llegar al
verde, así que atravesé en amarillo parpadeante, todavía limpio de culpa. No sé
de dónde salió una motocicleta y sobre ella un agente decidido a detenerme. Con
un claxonazo ronco me indicó frenar más adelante. Por el retrovisor vi que apagó
su moto, que era panzón y caminó hacia mi ventanilla. Sin quitarse el casco y
con los ojos escondidos tras unos Ray-Ban seguramente piratas, me dijo que
crucé en rojo. Era un tipo muy serio, con un rostro agrio, como de personaje de
Onetti. Cuando yo estaba a punto de defenderme con un argumento, se oyó a unos
metros un golpazo metálico: dos autos particulares se habían encontrado de
punta, y el agente, sin decirme nada, fue hacia allá y ya no pudo escuchar mi
explicación.
Avancé
nuevamente y durante un rato, en el trayecto, manejé con la zozobra de no saber
si me seguían los tránsitos que encontraba en el camino: tal vez habían sido
informados de que yo huía de una infracción. Conté 23 agentes con la camisa
reglamentaria, la amarilla, pero es posible que fueran más. Hubo un momento en
el que vi un tumulto de oficiales esperando el camión en una esquina, agentes
que en los semáforos limpiaban parabrisas y hacían malabares, agentes dentro de
transportes de empresas y en autos particulares, y lo más asombroso: dos
agentes sobre un carro de mulas. La ciudad se había llenado de agentes de
tránsito, no había ser humano que no lo fuera, así que mi angustia creció
alarmantemente al sentir que aquella horda color yema de huevo me perseguía
como si estuviera en un videclip de Michael Jackson. Para no enloquecer, era
urgente llegar a casa, entrar a mi refugio y escapar de la invasión amarilla.
Por fin vi la cochera de mi hogar, dulce hogar. Entré, apagué el auto y bajé
corriendo. Temblando, sin atinar con facilidad al ojo de la cerradura, metí la
llave y abrí la puerta. Mi esposa me recibió vestida de amarillo, como agente
de tránsito, e igual mis hijos pequeños, tres agentes en miniatura que
brincaron a mis brazos como gnomos. Estaba a punto de gritar lleno de horror, y
en eso desperté.