En
1971, ya con el echeverriato a todo demagógico tren, fue publicada la primera
edición de La casa que arde de noche (Joaquín
Mortiz, serie Del volador), de Ricardo Garibay (Tulancingo, Hidalgo,
1923-Ciudad de México, 1999). Es, como algunos lo saben, un relato que podemos
colocar en el casillero de la novela corta o nouvelle, quizá una de las más destacadas de su tipo en el mapa de
la literatura mexicana. Por razones académicas, hace poco la releí y volví a
sentirla vigorosa, rasposamente poética, cruda y entrañable. No me gustó lo que
denomino “retratismo fonético”, esa manía heredada del criollismo inclinada a
fotografiar el habla popular de una manera tan fiel que a veces torna difícil la
lectura sobre todo de los diálogos; sé que el intento de los narradores que
apelaron a este registro de la oralidad es captar la esencia y el flujo del
habla en su estado más puro y realista, pero siento que tal camino lleva
irremediablemente al envejecimiento prematuro del retrato fonético, además de
que olvida un detalle importante: que no todos escuchamos igual, de ahí que
fotografiar la oralidad sea riesgoso. Salvo algunos pasajes de esta índole, la
famosa casa de Garibay cumple el tostón y todavía se deja revisitar con gusto,
cómo no.
Mi
primer contacto con este librito se dio a mediados de los ochenta, cuando lo
compré gracias a la edición y el tiraje masivo alentado por la SEP durante el
sexenio de De la Madrid. La serie que ponía esos volúmenes a la mano de casi
cualquier transeúnte se llamó Lecturas Mexicanas, y sus libros aparecían uno
por semana para la venta en puestos de periódicos. Eran tan económicos que
hasta yo pude comprar todos los títulos de la primera y segunda series. La idea
de la SEP era coordinarse con editoriales comerciales mexicanas para reimprimir
libros que previamente habían salido con sus respectivos sellos. Al contratar
un título, lo publicaban con el logo de la editorial y de la SEP al alimón, y
salía con un tiraje de setenta mil ejemplares. En un país de tirajes más bien
ralos, de dos o tres mil ejemplares a lo sumo, poner en marcha grandes tiradas
garantizaba que cada libro llegara a donde tenía que llegar: las manos del
lector.
Así
fue como di con La casa que arde de noche,
número 45 de la segunda serie de Lecturas Mexicanas. Al volver otra vez sus
páginas me reencuentro con la historia del prostíbulo clavado en el desierto
del norte mexicano, cerca de la frontera con Estados Unidos. Mucho de
atemporal, de onírico, de aneblado tiene la atmósfera del lugar, y la poesía
del relato es como un oxímoron que embellece lo terrible, lo ruin, como en el
hermoso trazo que describe la condición del todopoderoso Eleazar, quien tras
una larga ausencia vuelve al lupanar que alguna vez fue suyo: “La Alazana no se
da cuenta de que Eleazar sufre sin saberlo una fatiga que se le ha asentado en
la raíz de los huesos; que es muy difícil que aún haya algo que lo anime.
Cuanto ella pueda hacer u ofrecerle, Eleazar lo ha tenido varias veces desde
hace mucho tiempo. Ningún espectáculo, ningún olor, ninguna violencia, ningún
goce, nada del mundo oscuro puede sorprenderlo ni conmoverlo ni despertarle
apetito. Siete años de ausencia, que aquí sólo él conoce, fueron siete años
pasados en los más intrincados recovecos de lo que no debe saberse. Fracasó en
su intento de ser gran empresario del vicio, pero chapoteó ahí, se hundió ahí
hasta las narices, se saturó de la tristeza que absorbe el cuerpo voraz y continuamente
ahíto. Su espíritu aletargado acabó apagándose, y ahora sus ojos sólo ven lo
que han visto hasta la saciedad, y no pueden ver la posibilidad de otra
existencia, otro modo de vivir”.
Como este momento tiene muchos la novelita, todos al servicio de un relato en el que Eleazar, la Alazana, Esperia y Sara se debaten en una casa que más que casa es una sucursal, como tantas en la realidad, del infierno.