sábado, mayo 22, 2021

Casa cincuentona


 








En 1971, ya con el echeverriato a todo demagógico tren, fue publicada la primera edición de La casa que arde de noche (Joaquín Mortiz, serie Del volador), de Ricardo Garibay (Tulancingo, Hidalgo, 1923-Ciudad de México, 1999). Es, como algunos lo saben, un relato que podemos colocar en el casillero de la novela corta o nouvelle, quizá una de las más destacadas de su tipo en el mapa de la literatura mexicana. Por razones académicas, hace poco la releí y volví a sentirla vigorosa, rasposamente poética, cruda y entrañable. No me gustó lo que denomino “retratismo fonético”, esa manía heredada del criollismo inclinada a fotografiar el habla popular de una manera tan fiel que a veces torna difícil la lectura sobre todo de los diálogos; sé que el intento de los narradores que apelaron a este registro de la oralidad es captar la esencia y el flujo del habla en su estado más puro y realista, pero siento que tal camino lleva irremediablemente al envejecimiento prematuro del retrato fonético, además de que olvida un detalle importante: que no todos escuchamos igual, de ahí que fotografiar la oralidad sea riesgoso. Salvo algunos pasajes de esta índole, la famosa casa de Garibay cumple el tostón y todavía se deja revisitar con gusto, cómo no.

Mi primer contacto con este librito se dio a mediados de los ochenta, cuando lo compré gracias a la edición y el tiraje masivo alentado por la SEP durante el sexenio de De la Madrid. La serie que ponía esos volúmenes a la mano de casi cualquier transeúnte se llamó Lecturas Mexicanas, y sus libros aparecían uno por semana para la venta en puestos de periódicos. Eran tan económicos que hasta yo pude comprar todos los títulos de la primera y segunda series. La idea de la SEP era coordinarse con editoriales comerciales mexicanas para reimprimir libros que previamente habían salido con sus respectivos sellos. Al contratar un título, lo publicaban con el logo de la editorial y de la SEP al alimón, y salía con un tiraje de setenta mil ejemplares. En un país de tirajes más bien ralos, de dos o tres mil ejemplares a lo sumo, poner en marcha grandes tiradas garantizaba que cada libro llegara a donde tenía que llegar: las manos del lector.

Así fue como di con La casa que arde de noche, número 45 de la segunda serie de Lecturas Mexicanas. Al volver otra vez sus páginas me reencuentro con la historia del prostíbulo clavado en el desierto del norte mexicano, cerca de la frontera con Estados Unidos. Mucho de atemporal, de onírico, de aneblado tiene la atmósfera del lugar, y la poesía del relato es como un oxímoron que embellece lo terrible, lo ruin, como en el hermoso trazo que describe la condición del todopoderoso Eleazar, quien tras una larga ausencia vuelve al lupanar que alguna vez fue suyo: “La Alazana no se da cuenta de que Eleazar sufre sin saberlo una fatiga que se le ha asentado en la raíz de los huesos; que es muy difícil que aún haya algo que lo anime. Cuanto ella pueda hacer u ofrecerle, Eleazar lo ha tenido varias veces desde hace mucho tiempo. Ningún espectáculo, ningún olor, ninguna violencia, ningún goce, nada del mundo oscuro puede sorprenderlo ni conmoverlo ni despertarle apetito. Siete años de ausencia, que aquí sólo él conoce, fueron siete años pasados en los más intrincados recovecos de lo que no debe saberse. Fracasó en su intento de ser gran empresario del vicio, pero chapoteó ahí, se hundió ahí hasta las narices, se saturó de la tristeza que absorbe el cuerpo voraz y continuamente ahíto. Su espíritu aletargado acabó apagándose, y ahora sus ojos sólo ven lo que han visto hasta la saciedad, y no pueden ver la posibilidad de otra existencia, otro modo de vivir”.

Como este momento tiene muchos la novelita, todos al servicio de un relato en el que Eleazar, la Alazana, Esperia y Sara se debaten en una casa que más que casa es una sucursal, como tantas en la realidad, del infierno.