sábado, mayo 08, 2021

Tres personas









Siempre que husmeo el tema de las clasificaciones me asalta la citada por Borges y contenida en el supuesto libro chino titulado Emporio celestial de conocimientos benévolos. Grosso modo, es la siguiente (procede del ensayo “El idioma analítico de John Wilkins”): “En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.

Dada su arbitrariedad, es graciosa. Al contrario, una clasificación que no lo sea debe buscar, en el caos de lo existente, rasgos que marquen ciertas afinidades y colocar los resultados en casilleros bien delimitados. Esto hago, por ejemplo, cuando en alguna clase explico los géneros literarios y los periodísticos. Por ejemplo, al clasificar los segundos distingo entre informativos y opinativos, y dentro de ellos la clasificación se ramifica; en los opinativos, por caso, se encuentra el artículo, género que a su vez puede admitir una clasificación interna.

El mundo, es decir, el lenguaje que describe el mundo, está atestado de clasificaciones. Desde las más cultas, como la que espiga Umberto Eco al hacer la distinción entre los apocalípticos y los integrados, o las más banales, como la que hallamos en el súper: frutas, carnes, abarrotes, ropa, licores… Clasificar significa, es claro, colocar cada ser concreto o abstracto en su clase, como guardar objetos en un cajón de manera ordenada para que no termine siendo, precisamente, un cajón de sastre. No todo es lógico, sin embargo, en las clasificaciones, pues muchas veces la determinación de colocar en un cajón o en otro es arbitraria o absurda. En La Laguna, por ejemplo, la clasificación de desayunos admite la gordita, y la de cenas, el burrito; son básicamente lo mismo, pero por una extraña razón, un misterio sin resolver, se clasificó a la gorda en el desayuno y al burro en la cena.

Tiene una intención seria, pero obviamente puede ser tomada a broma y desecharse con total indiferencia. Me refiero a la clasificación que propongo en seguida. Es también arbitraria, porque en vez de tres pudieron ser 17 o 63 ítems, da igual. Frente a nuestra realidad, pensé, hay tres tipos de personas o tres tipos de reacciones, mejor dicho. En mi interacción con la gente he notado que la fórmula es reduccionista, cierto, pero me ayuda a entender determinados comportamientos. Parto de un principio: que nuestro entorno es atroz, que la realidad que nos rodea es trocha y a veces francamente incomprensible, tanto que es difícil saber por qué miles no escapamos a diario —como metaforizaba el mal periodismo— “por la puerta falsa”. Quizá el alcohol, Netflix, el vagabundeo en las redes sociales, no sé, nos anestesian ante el espanto circundante. Frente a esto, insisto, hay tres tipos de personas:

Las amoldadas. Funcionan en piloto automático, son acríticas y participan de la vida como viene, sin hacerle demasiados gestos. No significa que sean felices, pero dan la impresión de haberse acostumbrado a ciegas, como si la defectuosidad fuera la cosa más normal del mugroso mundo.

Las intermedias. Tienen conciencia clara del horror que nos cerca, saben muy bien que todo podría funcionar mejor, pero apechugan y se adaptan aunque sea a regañadientes; es decir, funcionan, resisten, gambetean a la desdicha y se instalan en la realidad casi casi como un pie del 8 en un zapato del 6.

Las reactivas. Tienen conciencia clara del horror que nos cerca, saben muy bien que todo podría funcionar mejor, y no se adaptan. Viven con asco permanente a la impuntualidad, a la irresponsabilidad, a la improvisación, a la fealdad, a la ignorancia, a la falta ubicua de buenos modales. Digamos que están hechos para desenvolverse en Suecia, pero viven aquí, irritados de tiempo completo.

Vista la clasificación, no hay moraleja. Mejor olvídela.