Siempre que husmeo el tema de las clasificaciones me asalta la citada por Borges y
contenida en el supuesto libro chino titulado Emporio celestial de conocimientos benévolos. Grosso modo, es la siguiente (procede del ensayo “El idioma
analítico de John Wilkins”): “En sus remotas páginas está escrito que los
animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c)
amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h)
incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j)
innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l)
etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.
Dada
su arbitrariedad, es graciosa. Al contrario, una clasificación que no lo sea
debe buscar, en el caos de lo existente, rasgos que marquen ciertas afinidades y
colocar los resultados en casilleros bien delimitados. Esto hago, por ejemplo,
cuando en alguna clase explico los géneros literarios y los periodísticos. Por
ejemplo, al clasificar los segundos distingo entre informativos y opinativos, y
dentro de ellos la clasificación se ramifica; en los opinativos, por caso, se
encuentra el artículo, género que a su vez puede admitir una clasificación
interna.
El
mundo, es decir, el lenguaje que describe el mundo, está atestado de
clasificaciones. Desde las más cultas, como la que espiga Umberto Eco al hacer
la distinción entre los apocalípticos y los integrados, o las más banales, como
la que hallamos en el súper: frutas, carnes, abarrotes, ropa, licores…
Clasificar significa, es claro, colocar cada ser concreto o abstracto en su
clase, como guardar objetos en un cajón de manera ordenada para que no termine
siendo, precisamente, un cajón de sastre. No todo es lógico, sin embargo, en
las clasificaciones, pues muchas veces la determinación de colocar en un cajón
o en otro es arbitraria o absurda. En La Laguna, por ejemplo, la clasificación
de desayunos admite la gordita, y la de cenas, el burrito; son básicamente lo
mismo, pero por una extraña razón, un misterio sin resolver, se clasificó a la
gorda en el desayuno y al burro en la cena.
Tiene
una intención seria, pero obviamente puede ser tomada a broma y desecharse con
total indiferencia. Me refiero a la clasificación que propongo en seguida. Es
también arbitraria, porque en vez de tres pudieron ser 17 o 63 ítems, da igual.
Frente a nuestra realidad, pensé, hay tres tipos de personas o tres tipos de
reacciones, mejor dicho. En mi interacción con la gente he notado que la
fórmula es reduccionista, cierto, pero me ayuda a entender determinados
comportamientos. Parto de un principio: que nuestro entorno es atroz, que la realidad
que nos rodea es trocha y a veces francamente incomprensible, tanto que es
difícil saber por qué miles no escapamos a diario —como metaforizaba el mal
periodismo— “por la puerta falsa”. Quizá el alcohol, Netflix, el vagabundeo en
las redes sociales, no sé, nos anestesian ante el espanto circundante. Frente a
esto, insisto, hay tres tipos de personas:
Las amoldadas.
Funcionan en piloto automático, son acríticas y participan de la vida como
viene, sin hacerle demasiados gestos. No significa que sean felices, pero dan
la impresión de haberse acostumbrado a ciegas, como si la defectuosidad fuera la
cosa más normal del mugroso mundo.
Las intermedias.
Tienen conciencia clara del horror que nos cerca, saben muy bien que todo
podría funcionar mejor, pero apechugan y se adaptan aunque sea a regañadientes;
es decir, funcionan, resisten, gambetean a la desdicha y se instalan en la
realidad casi casi como un pie del 8 en un zapato del 6.
Las reactivas.
Tienen conciencia clara del horror que nos cerca, saben muy bien que todo
podría funcionar mejor, y no se adaptan. Viven con asco permanente a la
impuntualidad, a la irresponsabilidad, a la improvisación, a la fealdad, a la
ignorancia, a la falta ubicua de buenos modales. Digamos que están hechos para desenvolverse
en Suecia, pero viven aquí, irritados de tiempo completo.
Vista
la clasificación, no hay moraleja. Mejor olvídela.