Quizá
el taxista es uno de los personajes-tipo más interesantes de la realidad y de
la literatura. En lo personal, cada vez que aparece la palabra “taxista” en un
cuento o en una novela paro las orejas como perro, pues sé que
indefectiblemente vienen en camino párrafos de interés. Esto se debe, claro está,
al hecho de que, en general, los taxistas viven de dos habilidades: conducir y
conversar. Se podría decir casi lo mismo de los cantineros, pues ellos también
suelen ser buenos para el diálogo, pero están en desventaja frente a los
conductores de taxi. El cantinero está fijo tras la barra y conversa con
personajes más o menos iguales, sujetos alegres o desesperados, personas ya entradas
en años, hombres en su mayoría. El taxista, en cambio, además de estar en
permanente y azaroso movimiento, lo que le permite peinar a diario la ciudad,
charla con toda la fauna social que trepa a su vehículo. En resumen, los
taxistas drenan sin cesar historias de todos los colores, de ahí que yo
sostenga desde hace muchos años que la mejor chamba de un escritor podría ser
la de taxista.
¿Y
por qué no me dedico a eso?, preguntarán algunos. Por una razón simple: porque
así como en el vehículo de alquiler fluyen historias fascinantes, el oficio
tiene, entre otras, una desventaja: es uno de los más cansados del mundo. Esto
mismo lo dice Luis Ángel Morales, protagonista de Un campeón desparejo (Booket, 2014), nouvelle de Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-1999)
ilustrativa del accidentado universo taxístico.
Al
arranque de la historia, el buenazo de Morales recoge a un par de sujetos en la
intersección de Tupungato y Almafuerte. Son dos tipos extraños, una especie de dupla
profesor-discípulo. Al dejarlos en su destino, y luego de un pequeño altercado
de tránsito, ellos le ofrecen un tónico reconstituyente, a lo que Morales
responde: “Póngale por caso que me saque el cansancio que tengo. Mañana ¿qué
hago? Yo vivo cansado. Más vale resignarse que estar pendiente de un tónico”.
Lo
que Morales no sabe es que, tras aceptar el brebaje, experimentará un fenómeno
raro en su interior; será en los siguientes días cuando, debido a los desafíos
violentos que la realidad le impone en su quehacer de taxista, termine por
convertirse en un tremendo peleador, ya que el tónico ha obrado el milagro de
transformarlo en una especie de Luis Ángel Firpo, su tocayo, el gran boxeador.
Tras cuatro pleitos callejeros que son resueltos por Morales con una solvencia
abrumadora, él parece no sentir que su nueva capacidad se debe a la influencia
del tónico. En medio de las peripecias, un subtema va elevando su importancia:
el amor perdido de Valentina y la necesidad de recuperarlo a cualquier precio.
Entrevistado
por Pacho O’Donnell, Bioy explicó que al debatir con su amigo Borges, el autor
de El Aleph sostenía que lo más
importante de una historia se ubica o debe ubicarse en el final; él en cambio,
o sea Bioy, consideraba exactamente lo contrario: lo mejor de la novela es su
comienzo. En la misma conversación, y a otra pregunta de O’Donnell, respondió
que los libros de su producción que más lo contentaban eran El sueño de los héroes (que nunca he
tenido), otro que no recuerdo y Un
campeón desparejo, donde “desparejo” es la forma argentina de decir, como
nosotros, “disparejo”. Para mi alegría, tenía este último libro en la numerosa
sala de espera y de inmediato lo leí. Casi comprobé la teoría de Bioy: el
arranque es muy bueno, con el taxista y los sujetos enigmáticos, el tónico y
las primeras muestras de una especie de superpoder. Luego el libro avanza un
poco sin gobierno en su trama, se sostiene en la socarrona prosa de Bioy y
termina con el taxista Morales un poco en la nada, sumido en el deseo de
recuperar a Valentina, el amor de su vida, pero los superpoderes no le dan para tanto.
Una
novelita rara, por decir lo menos, pero memorable, qué curioso, por su comienzo.