Cuando llegó mi primera hija yo vivía en la colonia
Ampliación Los Ángeles, de renta, muy cerca del restaurante OK Maguey, para más
señas. Eran años laboralmente difíciles para mí, esposo y padre metido todo el
tiempo en la incertidumbre del ingreso, pero jamás pesimista en mi fuero íntimo.
Todos los días iba y venía de la chamba, que en esos tiempos era esencialmente
la misma que hoy conservo: dar clases, editar, impartir talleres literarios,
escribir para la prensa. El tiempo que me quedaba libre, si me era posible, se
lo dedicaba a la escritura literaria, y ya por aquellos años comenzaron a
bullir en mi interior dos sentimientos: por un lado, que jamás iba a poder
dedicarme de lleno sólo a la literatura, y que a mis 35 años había alcanzado cierta
mínima seguridad para escribir. Pero aquello era intuitivo, apenas un cúmulo de
pálpitos, y no había modo de graficar muy bien mi vida. Como tantos padres
primerizos, yo estaba aprendiendo a serlo sobre la marcha, sin tutorial, como
se iba pudiendo.
Entre 1997 y 2000 escribí cuatro libros, uno por año: dos
novelas cortas, un libro de cuentos y una larga crónica futbolera, la del
Santos Laguna, que apareció en 1999. Estaba metido hasta las orejas en la
narrativa. Creo que me sobraba energía, porque luego de despachar todas mis obligaciones,
incluida la de padre, me daba tiempo en las noches, de 10 a 1 o 2 de la
madrugada, para teclear y teclear sin misericordia, como poseído por una
voluntad espartana que me apercolló en aquellos años. Luego seguí escribiendo
narraciones, claro, pero jamás con el fervor que me asaltó mientras veía
avanzar los primeros tres años de mi primera hija.
En 2001 llegó la segunda, y las necesidades aumentaron.
Si ya la situación era difícil, más se tornó, pero endiosado por el amor a mi
familia le puse el pecho a las adversidades, me hice de más trabajo alimenticio
y seguí en la inercia graforreica, sin parar, de lleno ahora en la construcción
de cuentos que a la postre serían tres o cuatro libros más. En 2001, en medio
del trajín descrito, un hecho inesperado aconteció. Mi amigo Ricardo Serna,
productor de audio profesional, me llamó para participarme un deseo: que yo
escribiera la letra de un himno, y que él le pondría música. Su idea era que
con tal conjunción de esfuerzos lográramos articular la letra y la música del
himno del IMSS, institución que recién había lanzado una convocatoria nacional
en la que invitaba a todos los mexicanos a escribir el himno del Instituto.
Optimista, Ricardo creía que la dupla no era mala, que podíamos intentar la
hechura de un buen proyecto. Quedé de trabajar algo en un tiempo razonable, pero
no lo hice. La verdad es que mi mente se atareaba en párrafos, en personajes,
en ficciones, no en versos, así que pospuse hasta el límite del límite la
escritura de la letra. Pasaron varias semanas, quizá meses, no recuerdo, y ya
casi estábamos sobre la fecha de cierre cuando otro hecho extraño ocurrió. Lo
cuento en el siguiente párrafo.
Un sábado por la tarde, como a las 7, paseaba a mi hija
mayor, ya de cuatro años, en la plaza Margaritas, de la colonia ídem, en
Torreón, frente a la paletería Bip’s. Por casualidad, Ricardo Serna hacía lo
mismo con su hija: coincidimos en los columpios y mientras nuestros retoños se
divertían, me dijo, casi resignado, que la convocatoria se cerraba en tres días.
Le respondí que intentaría escribir sin falta esa misma noche, y así lo hice.
Cuando mi pequeña cayó dormida, fui a mi computadora marca Alaska, de las
llamadas de “caja blanca”, y comencé a pujar en busca de una idea. Abrí la
página web del IMSS y no hallé nada poéticamente inspirador, y cuando estaba a punto
de cerrar la pantalla, se hizo la luz: vi el logo del IMSS, el mismo que se
había basado en la escultura de Federico Cantú (Cadereyta, Nuevo León,
1907-Ciudad de México, 1989) y que hoy todos conocemos: el del águila, la madre
y el bebé.
En una hora logré tener el borrador de la letra, y en
otras dos lo pulí, todo sin abandonar la órbita poética de la imagen creada por
Cantú. Cinco horas después de haber visto a Ricardo en la plaza Margaritas,
envié por mail la letra a la que luego él añadió música. Lo que pasó después
amerita otra crónica, una crónica que podría empezar así: el día que Ricardo
Serna y yo ganamos el concurso…