La vida se va rápido. Hoy es 11 de septiembre de 2021,
así que no me resulta difícil recordar aquella mañana de hace veinte años en la
que desperté, como casi siempre, a las razonables siete de la mañana. Mientras
preparaba el desayuno para mi primera hija, vi que el televisor estaba en
llamas y los conductores de noticieros se desgañitaban con la mala nueva de las
Torres Gemelas. Mi hija cursaba su kínder en la Pereyra, jardín de infantes
ubicado más o menos donde hoy está el área de salchichonería del HEB
Independencia, así que apuré el trance de atragantarla con el desayuno, llevarla
a su escuela y volver a casa para seguir uncido a la pantalla. Todavía a las
ocho de la mañana no dimensionaba la importancia de lo que estaba pasando, y nadie
podía hacerlo sin incurrir en especulaciones y vaguedades.
Se hablaba ya, claro, de terrorismo, pero todo era
confuso, pues resultaba muy extraño que en la ciudad más poderosa del mundo
fuera a ocurrir lo que veíamos en vivo. Al lado de los conductores de noticias,
como Javier Alatorre o López Dóriga, destacaba el recuadro con la toma en vivo
desde Nueva York, y una y otra vez las repeticiones de la primera torre en
caída libre. Pasaban los minutos y poco a poco se iba sabiendo un poco más
acerca del avionazo. Todavía no le hacíamos ni mediana digestión al desaguisado
cuando en las pantallas, como si fuera el efecto especial de una película, otro
avión se incrustó como venablo en el pecho de la segunda torre. Este segundo impacto
lo vimos en vivo, no como repetición. Recuerdo que para los locutores fue
inevitable recurrir al tópico: que el avión entró como cuchillo en mantequilla,
la comparación más manoseada en aquel momento.
Sin suspender la atención al televisor al menos de oídas,
me bañé a la velocidad de la luz y seguí pendiente de los detalles compartidos
por los reporteros y los conductores. A lo lejos, todavía difusamente, ya
sospechaba que aquello era o parecía un parteaguas, un acontecimiento que
cambiaría en algo la dinámica de la sociedad norteamericana o quizá mundial.
Era demasiado pronto para saber hasta dónde se extendería la onda expansiva de
la tragedia.
Me vestí de prisa. Esa mañana había pedido permiso en la
universidad para atender una actividad cultural recientemente puesta en marcha
por mi amigo Saúl Rosales en el Teatro Isauro Martínez: el Café Literario. Era
martes, y me tocaba guiar la sesión en la que un grupo de lectores, sobre todo
de lectoras, y un coordinador desmenuzan un cuento previamente leído por todo
el grupo. Recuerdo que llegué a las 10:30 para comenzar la sesión, y dados los
acontecimientos, la literatura cedió su lugar a la noticia de momento. La hora y
media de la sesión se nos fue en el comentario de los detalles que a retazos
todas y todos habíamos pescado desde la mañana.
Lo que pasó después lo fuimos sabiendo con el paso de los
días, de las semanas, de los meses y de los años. Fue un atentado a las dos
torres y a una parte del Pentágono, se lo atribuyó el extremismo de Medio
Oriente, pero con el tiempo se soltó la especie de que fue un autoatentado para
justificar una política de guerra contra las denominadas “nuevas amenazas”
contra “la libertad”. Diez años antes se había desgajado la URSS, así que la
inercia armamentista y agresiva norteamericana necesitaba un casus belli poderoso para invadir países
y continuar con su dinámica expansionista. Vayan ustedes a saber qué era cierto
y qué no, pues ya para entonces comenzaron a rodar sin freno las fake news y las llamadas postverdades.
No sé si todos los que ya tenemos cierta edad recordamos dónde estábamos el 11 de septiembre aquel. Yo sí: metido en la literatura, como casi siempre.