En
medio de la crisis provocada por la pandemia de coronavirus cundieron, además
de la información, las recomendaciones y los videos chuscos para hacer más
llevadero el encierro, muchos mensajes de índole conspiracionista. Estos
mensajes daban por hecho que el virus no nació espontáneamente, sino, palabras
más, palabras menos, como un plan pensando por alguien para desestabilizar al
mundo y/o experimentar con la reacción y el control de la población. La
tentación de adherir a esas teorías es muy grande, pues de entrada resulta
verosímil que a estas alturas de la historia las superpotencias hayan comenzado
a vislumbrar modificaciones al esquema del capitalismo global a partir de
medidas que los humanos de a pie jamás veremos con claridad. Los hilos de la economía
mundial están en pocas, en muy pocas manos, y no parece lejano el día en el que
serán jalados para contener o eliminar a los millones y millones de desposeídos
desparramados por todo el planeta. Quizá ya llegamos a esto, pero a nosotros no
nos es dado saberlo.
Pese
a lo anterior, no cedamos a la tentación del conspiracionismo. Imaginemos que
el virus nació espontáneamente en China y luego se extendió por el mundo debido
a la interconexión actual de la vida social y económica. El panorama no es alentador, pues la pandemia
ha demostrado que con inusitada rapidez las crisis pueden alcanzar escalas
nunca antes vistas en la historia de la humanidad. La moraleja de este cuento
de terror, cuando termine, deriva al menos hacia dos vertientes: por un lado,
luego de la contingencia queda claro que las epidemias/pandemias deben pasar a
otra categoría de crisis y, tras considerarlas de esta forma, preparar a las
comunidades con el fin de no ser tomados por sorpresa en el futuro. En otras
palabras y como ya lo están haciendo algunos países, los gobiernos y sus
comunidades deben diseñar mecanismos para contrarrestar los estragos que genera
un agente de alta agresividad como el coronavirus. A semejanza de los
simulacros organizados para prevenir el embate de los sismos o los tsunamis,
las sociedades deben crear las condiciones para saber qué hacer ante la
posibilidad de contagio masivo por microorganismos.
Por
otro lado, en los planos individual y colectivo es pertinente reconfigurar
nuestra forma de encarar la vida. Si lo que actualmente la define es, en
esencia, el consumismo desenfrenado de bienes y servicios, un resultado
positivo de la crisis será hacer un mea
culpa individual, familiar y comunitario para examinar qué tan grande es el
daño que hacemos al entorno debido a nuestra manera de consumir. Soy de los que
ven con pesimismo una conversión voluntaria del mercado o, dicho en términos
más amplios, un cambio en las inercias del capitalismo, sistema depredador por
naturaleza. El capitalismo en su etapa superior llamada neoliberalismo es el
mayor peligro que enfrentan el presente y el futuro de la humanidad; en su ser
habita la destrucción, el egoísmo, la voracidad y una destreza inusitada para
reproducirse y readaptarse, de allí que no será nada fácil escarmentar con la
pandemia y modificar nuestras conductas, pero algo tendrá que hacerse para
contener la depredación.
No
será fácil, pero el tiempo se agota y ya no queda tanto para evitar que
nuestros hijos o nuestros nietos sean la generación que baje la cortina y diga
“fin, esto se acabó”.