Además
de la máquina de escribir mecánica, una de las pruebas más claras de que los
cincuentones+ (uso este “+” al modo actual, para significar que me refiero a
las personas de esa edad o mayores) provenimos de otra realidad, casi de la
Edad Media, es el visor estereoscópico. Era, mis contemporáneos no me
permitirán mentir, un dispositivo cuyas características... ahora que lo pienso no es de fácil descripción. Consistía, digo, en una especie de cine en miniatura: tenía
la forma de unos binoculares, y en un extremo se le colocaba un disco plano en
cuyos bordes se ordenaban en círculo pequeñas imágenes de celuloide, 14 fotos o
dibujos fijos a color. Esos 14 cuadros en realidad eran 7, pues se repetían de modo
que al girar el disco una imagen quedaba visible al ojo izquierdo y la otra,
casi idéntica, al ojo derecho. Al verlas simultáneamente con ambos ojos se
creaba el efecto del estereoscopio: admirar dos imágenes juntas y percibir en
la mente una sola en tercera dimensión (lo advertí: es difícil explicar esto).
Vi
esos aparatos en la calle durante toda mi infancia. Los señores que alquilaban
los “cinitos” se apostaban sobre todo afuera de las primarias, y por un pago seguramente
ínfimo permitían que cualquier niño pudiera disponer de los “binoculares” y un disco.
Durante dos o tres minutos, el pequeño arrendador le daba algunas pasadas a las
siete imágenes y terminaba su turno. Aunque parezca increíble, ver siete
imágenes en tercera dimensión era divertido, por eso digo que provenimos casi
del Medievo.
Recién
esta semana me enteré de que el estereoscopio fue un divertimento inventado en el
siglo XIX, una razón para admitir que su popularidad fue larga, pues alcanzó a
llegar hasta la infancia de los ahora cincuentones+. Lo que sé ahora sobre el
aparato se debe al encuentro de Underwood & Underwood. Una visión
estereoscópica de México (Universidad Iberoamericana, México, 2012, 126
pp.), libro de lujo presentado en una caja que además contiene un estereoscopio
igualmente fino y eficaz en su diseño.
No
exagero si digo que el conjunto es una exquisitez, incluida la caja. De edición
impecable, el libro y el estereoscopio tienen un formato de trece por quince
centímetros, casi cuadrado; fueron impresos en un papel de calidad muy superior
a la habitual en los libros comerciales. Pero más allá de estas delicadezas de
suyo bienvenidas, su contenido es harto interesante. El libro ofrece un
estudio introductorio con abundantes notas de Teresa Matabuena Peláez, quien
además hizo la selección de las imágenes para el estereoscopio.
Matabuena
Peláez recorre con detalle la historia del objeto. Consigna que en 1838 fue el
inglés Charles Weathstone quien fraguó el primer estereoscopio, cuyo sistema
recurría a los espejos. Luego, claro, llegaron otros creadores —como David Brewster—
que le introdujeron cambios, aunque sustancialmente se basaran en lo mismo: el
sistema binocular. El producto no tuvo un arranque prometedor, pero fue en la
Exposición Universal de Londres, hacia 1851, donde la reina Victoria vio uno y
quedó maravillada. Luego de esto, la fama del invento se acrecentó notablemente
hasta convertirse en un producto común en muchos de los hogares primero
ingleses, luego europeos y después americanos.
La
etimología de “estereoscopio” es griega: “estereo” quiere decir “sólido”, y
“scopos”, “ver”. Esto significa que las imágenes vistas a partir de aquel
aparato tienen la peculiaridad de parecer tridimensionales, con relieve, como
“sólidas”, tal y como vemos en la realidad. Aquí paso a un punto difícil de
esta reseña: explicar cómo funciona el estereoscopio y por qué fue (es)
fascinante. Bien sabemos que, así sea por muy poco, nuestros ojos ven desde dos
lugares distintos; podemos comprobarlo con un experimento simple: delante de su
cara coloque la mano izquierda abierta, de canto, de manera que el
pulgar quede a unos dos o tres centímetros de la nariz. Luego cierre
alternativamente los ojos. Notará que con el ojo izquierdo ve sólo la parte
exterior de la mano, y con el derecho, la interior. Los dos ojos abiertos
sirven para dar volumen a los objetos, y esto es lo que nos permite, por
ejemplo, percibir la distancia cuanto asimos cosas.
Lo
anterior parece, es, elemental para cualquiera, pero fue Weathstone quien le vio
un uso más allá de la condición natural de los ojos, y por eso inventó el estereoscopio;
además se ayudó en su momento del desarrollo de otra innovación: la fotografía,
aunque en sus inicios usó dibujos. Digamos que el aparato tiene dos lentes como
de binoculares, ya lo expliqué. Luego, a una distancia de unos diez
centímetros, se colocan dos imágenes cuadradas como de cinco por cinco
centímetros cada una, ambas separadas unos tres milímetros. A simple vista, las
imágenes darán la impresión de ser la misma, pero no: la imagen de la izquierda
habrá sido tomada (si es foto) como si la percibiera el ojo izquierdo, y la de
la derecha, el derecho. Al colocarlas en el binocular, la mente hará el trabajo
de juntarlas en una sola, con la novedad de que será asombrosamente
tridimensional, es decir, los objetos en primer plano se verán como separados
del segundo plano, tal y como ven los ojos humanos.
El
aparato fue un divertimento, cierto, pero también más que eso, como lo es hoy
internet. Los fabricantes de estereoscopios pronto advirtieron que podían
venderlo y además ofrecer vistas de diferentes partes del mundo, así que
diseminaron fotógrafos por todo el planeta. Lo fundamental es que las imágenes,
por ejemplo, de las pirámides de Egipto o del Partenón podían adquirir relieve,
una tridimensionalidad que permitía admirarlas mejor, como si se vieran “en
vivo”. A mi parecer, esta fue la primera o una de las primeras revoluciones
informativas globales, pues en una época en la que hasta las grandes ciudades
eran como aldeas separadas de otras aldeas, el estereoscopio permitió saber,
casi tal cual, cómo eran otras realidades.
Claro
está que México no quedó al margen del estereoscopio. Muchos fotógrafos
vinieron a hacer tomas de nuestra circunstancia, de nuestros paisajes, de
nuestra arquitectura. Eran enviados por compañías establecidas en urbes como
Nueva York, desde donde controlaban el mercado de los estereoscopios y de las
fotos. Fue el caso de Underwood & Underwood, cuyos hermanos, Bert y Elmer
Underwood, crearon una especie de “biblioteca de los viajes” para ver allí
todos los sitios del mundo que juzgaban interesantes, con más de setenta
lugares de los cuales se ofrecían cien fotos por cada uno, un verdadero tour
por el planeta. Una de las series con cien imágenes (una book- box)
llevó como título Mexico Through the Stereoscope.
En
2012, la Ibero México, gracias al trabajo de Teresa Matabuena, hizo una
selección de treinta imágenes y sumó un estereoscopio para verlas. El resultado
es espléndido, así que quedé atravesado de alegría cuando pude recordar los “cinitos”
que en mi infancia vi afuera de la primaria, la López Mateos de la colonia
Santa Rosa, en Gómez Palacio, y este objeto del que jamás imaginé un valor tan
alto en la comunicación mundial.
Hoy podemos viajar con mucho mayor facilidad, hoy podemos ver películas, millones de fotos y documentales de cualquier realidad, e incluso creemos que —para decirlo con una palabra del filósofo alemán Hartmut Rosa— es completamente real la “disponibilidad” de todo lo que existe, pero entre 1850 y 1920, pongámosle ese lapso, los seres humanos se asombraron al ver y casi tocar con sus pupilas, gracias al estereoscopio, un mundo que era mucho más grande, variado e “indisponible” de lo que imaginamos. Fue, sin duda, una revolución del conocimiento ahora muy poco valorada, pues nadie se acuerda hoy de Charles Weathstone ni de los hermanos Underwood. El trabajo de Teresa Matabuena, por suerte, los rescata para nosotros del olvido.