domingo, enero 27, 2013

Cómo explicar




















Durante quince años fui coordinador de talleres literarios. El primero lo tuve de 1988 a 1991 o 92 en el Departamento de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón; el segundo, de 1994 o 95 a 2005 en la Universidad Iberoamericana Laguna. Creo que aquellas dos experiencias fueron lo mejor que pude hacer como maestro, o al menos lo que más satisfecho me dejó. En el de la UA de C tuve dos participantes que siguieron, hasta le fecha, ejerciendo la escritura. El de la Ibero duró más y casi pude trabajar con dos o tres generaciones universitarias; allí participaron jóvenes que ahora son profesionistas y, hasta donde sé, unos mucho, otros poco, siguen escribiendo: Miguel Báez Durán (radicado en Montreal), Daniel Herrera, Daniel Lomas, Enrique Sada, Idoia Leal Belausteguigoitia (radicada en Groningen, Holanda), Iñaki Leal Belausteguigoitia (radicado en París), René Orozco (radicado en Ciudad Victoria), Alberto de la Fuente, César Cano, Édgar Salinas, Salvador Sáenz (radicado en Valle de Bravo), Federico Garza Ramos, Nazul Aramayo, Marco Chávez y Brenda Muñoz.
Quizá omito la mención de participantes consistentes, pero como esto es un blog, puedo añadirlos después. No menciono aquí, por supuesto, a los muchísimos que asistieron un par de días y luego se alejaron por cualquier motivo para mí desconocido. En esos dos talleres me pasó lo que, supongo, le pasa a cualquier coordinador: sufrir a la hora de demostrar que un texto es deficiente.
Los talleristas, sobre todo los que recién se calan en ese espacio, presuponen, aunque no lo confiesen, que sus textos nacen perfectamente acicalados. Para evidenciarles lo contrario, lo primero que yo solía revisar, aunque fuera muy rápidamente, era lo básico: la ortografía y la sintaxis. En la misma u otra lectura veía el contenido, el tratamiento del asunto, la estructura si se trataba de un relato, o la eficacia del ritmo y la fortuna de las imágenes si era un poema. En ninguno de los dos casos es fácil revelar los defectos, pero es obvio que batallaba más cuando el objeto analizado era un poema. Decir sobre un cuento que la anécdota es inverosímil, o manida, o que tal peripecia anuncia demasiado el final, o que el desenlace carece de fuerza, o que cierto personaje está de más, no es tan complicado como demostrar (sí: demostrar) que un poema no sirve. No me refiero a esos poemas con rima en diminutivo y visión Barney de la vida, que sólo merecían una mirada distante y que por suerte me arrimaron poco, sino a esos poemas en verso titubeante, entre medido y libre, y principalmente a esos poemas escritos con una depravada obsesión por el hermetismo. Aunque parezca increíble, vi que algunos poetas muy jóvenes creían que la poesía era arracimar frases entrecortadas, todas con un sentido impenetrable, de imposible análisis. No me apena confesar que en algunos casos me declaré incompetente, pues era punto menos que laberíntico intentar cualquier desmenuzamiento sensato de obras que, de entrada, no parecían quedar claras ni para su autor.
Tras esa experiencia llegué a una conclusión: no toda, pero sí buena parte de la poesía no posibilita explicaciones adecuadas en el espacio de un taller. Por esa razón, en breves cursos o talleres ulteriores a 2005, pedí ex profeso que la promoción dijera esto: “Taller de cuento” o “Taller de narrativa”, para no toparme de frente con la poesía. Y no se crea que no sé o creo saber lo que es la poesía o lo que tiene sentido poético, pero me pasa lo mismo que contestaba San Agustín, todos conocemos esa respuesta, cuando le preguntaban qué es el tiempo: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”.
Esa reflexión sobre los muros que debemos atravesar para analizar, entender, explicar productos literarios la he llevado a otras disciplinas. Creo por ejemplo que si la poesía permite que casi cualquiera haga el intento de escribirla y bien provisto de fe en sí mismo y alguna autojustificación, no haya poder humano que le demuestre el verdor. ¡El trabajo que cuesta explicar a alguien que escribe que lo que escribe no funciona! Pero si allí, en la poesía, está cabrón, en artes visuales el reto es mayor. Cualquier mancha, cualquier combinación de colores, cualquier textura, cualquier volumen esculpido así nomás, sumado a cualquier dosis de autoral fe en uno mismo, en una nula autocrítica y en alusiones demoledoras contra el supuestamente fácil Picasso o Mondrian o Moore, justifica obras muy cercanas a lo que me atrevo a definir como pertenecientes a la escuela del “infantilismo esperpéntico”.
Y así, en todas las artes, la subjetividad pesa tanto que es un lío decir por qué un objeto artístico sirve o por qué no. Pero dije “todas las artes”, y exageré. No es en todas. Eso no ocurre, u ocurre menos, en la música, y podemos hacer el experimento. Dé lápiz y papel, pintura y lienzo y un violín a alguien que no se dedique ni a escribir, ni a pintar ni a tocar algún instrumento musical. Pídale que escriba, que pinte y que toque. El resultado previsible es que quizá componga una pequeña narración ingenua o una combinación abstracta de machas, pero del violín no sacará más que rechinidos. La música, al ser forma pura, limita tanto que quien ejecuta un instrumento por primera vez sólo puede emitir monstruosidades, de ahí que esta disciplina sea un coto más cerrado a la charlatanería.
Todo lo anterior es, en síntesis, un intento por enfatizar algo que a veces olvidamos: que las artes son de todos a condición de que en ellas depositemos más trabajo, más silencio y más modestia que pereza, ruido y fanfarronería. Que la explicación de la belleza sea compleja y a veces imposible no debe ser obstáculo para que tratemos, como San Agustín sobre el tiempo, de entenderla bien aunque sea en nuestro fuero íntimo.