Durante quince años fui coordinador de talleres literarios.
El primero lo tuve de 1988 a 1991 o 92 en el Departamento de Difusión Cultural
de la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón; el segundo, de 1994 o 95
a 2005 en la Universidad Iberoamericana Laguna. Creo que aquellas dos
experiencias fueron lo mejor que pude hacer como maestro, o al menos lo que más
satisfecho me dejó. En el de la UA de C tuve dos participantes que siguieron,
hasta le fecha, ejerciendo la escritura. El de la Ibero duró más y
casi pude trabajar con dos o tres generaciones universitarias; allí
participaron jóvenes que ahora son profesionistas y, hasta donde sé, unos mucho,
otros poco, siguen escribiendo: Miguel Báez Durán (radicado en Montreal),
Daniel Herrera, Daniel Lomas, Enrique Sada, Idoia Leal Belausteguigoitia
(radicada en Groningen, Holanda), Iñaki Leal Belausteguigoitia (radicado en París),
René Orozco (radicado en Ciudad Victoria), Alberto de la Fuente, César Cano, Édgar Salinas, Salvador Sáenz
(radicado en Valle de Bravo), Federico Garza Ramos, Nazul Aramayo, Marco Chávez
y Brenda Muñoz.
Quizá omito la mención de participantes consistentes, pero
como esto es un blog, puedo añadirlos después. No menciono aquí, por supuesto,
a los muchísimos que asistieron un par de días y luego se alejaron por
cualquier motivo para mí desconocido. En esos dos talleres me pasó lo que,
supongo, le pasa a cualquier coordinador: sufrir a la hora de demostrar que un
texto es deficiente.
Los talleristas, sobre todo los que recién se calan en ese
espacio, presuponen, aunque no lo confiesen, que sus textos nacen perfectamente
acicalados. Para evidenciarles lo contrario, lo primero que yo solía revisar,
aunque fuera muy rápidamente, era lo básico: la ortografía y la sintaxis. En la
misma u otra lectura veía el contenido, el tratamiento del asunto, la
estructura si se trataba de un relato, o la eficacia del ritmo y la fortuna de
las imágenes si era un poema. En ninguno de los dos casos es fácil revelar los
defectos, pero es obvio que batallaba más cuando el objeto analizado era un
poema. Decir sobre un cuento que la anécdota es inverosímil, o manida, o que
tal peripecia anuncia demasiado el final, o que el desenlace carece de fuerza,
o que cierto personaje está de más, no es tan complicado como demostrar (sí: demostrar) que un poema no sirve. No me
refiero a esos poemas con rima en diminutivo y visión Barney de la vida, que sólo
merecían una mirada distante y que por suerte me arrimaron poco, sino a esos poemas
en verso titubeante, entre medido y libre, y principalmente a esos poemas
escritos con una depravada obsesión por el hermetismo. Aunque parezca increíble,
vi que algunos poetas muy jóvenes creían que la poesía era arracimar frases
entrecortadas, todas con un sentido impenetrable, de imposible análisis. No me
apena confesar que en algunos casos me declaré incompetente, pues era punto
menos que laberíntico intentar cualquier desmenuzamiento sensato de obras que,
de entrada, no parecían quedar claras ni para su autor.
Tras esa experiencia llegué a una conclusión: no toda, pero
sí buena parte de la poesía no posibilita explicaciones adecuadas en el espacio
de un taller. Por esa razón, en breves cursos o talleres ulteriores a 2005,
pedí ex profeso que la promoción
dijera esto: “Taller de cuento” o “Taller de narrativa”, para no toparme de
frente con la poesía. Y no se crea que no sé o creo saber lo que es la poesía o
lo que tiene sentido poético, pero me
pasa lo mismo que contestaba San Agustín, todos conocemos esa respuesta, cuando
le preguntaban qué es el tiempo: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero
explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”.
Esa reflexión sobre los muros que debemos atravesar para analizar,
entender, explicar productos literarios la he llevado a otras disciplinas. Creo por ejemplo que si la poesía permite
que casi cualquiera haga el intento de escribirla y bien provisto de fe en sí
mismo y alguna autojustificación, no haya poder humano que le demuestre el verdor. ¡El trabajo que cuesta explicar a alguien que escribe que lo que
escribe no funciona! Pero si allí, en la poesía, está cabrón, en artes visuales
el reto es mayor. Cualquier mancha, cualquier combinación de colores, cualquier
textura, cualquier volumen esculpido así nomás, sumado a cualquier dosis de
autoral fe en uno mismo, en una nula autocrítica y en alusiones demoledoras
contra el supuestamente fácil Picasso o Mondrian o Moore, justifica obras muy
cercanas a lo que me atrevo a definir como pertenecientes a la escuela del “infantilismo esperpéntico”.
Y así, en todas las artes, la subjetividad pesa tanto que es
un lío decir por qué un objeto artístico sirve o por qué no. Pero dije “todas
las artes”, y exageré. No es en todas. Eso no ocurre, u ocurre menos, en la
música, y podemos hacer el experimento. Dé lápiz y papel, pintura y lienzo y un
violín a alguien que no se dedique ni a escribir, ni a pintar ni a tocar algún
instrumento musical. Pídale que escriba, que pinte y que toque. El resultado
previsible es que quizá componga una pequeña narración ingenua o una combinación
abstracta de machas, pero del violín no sacará más que rechinidos. La música,
al ser forma pura, limita tanto que quien ejecuta un instrumento por primera
vez sólo puede emitir monstruosidades, de ahí que esta disciplina sea un coto
más cerrado a la charlatanería.
Todo lo anterior es, en síntesis, un intento por enfatizar
algo que a veces olvidamos: que las artes son de todos a condición de que en
ellas depositemos más trabajo, más silencio y más modestia que pereza, ruido y
fanfarronería. Que la explicación de la belleza sea compleja y a veces
imposible no debe ser obstáculo para que tratemos, como San Agustín sobre el
tiempo, de entenderla bien aunque sea en nuestro fuero íntimo.
Nota. Texto originalmente publicado en 2013 sólo en el blog. Un fragmento salió publicado hoy 7 de agosto de 2024 en mi columna del diario Milenio Laguna.