La
palabra “bisagra” se ha extendido de su significado de “gozne” a otros
sentidos, ambos metafóricos. Uno de ellos es horrible; por la función flexiva
entre el antebrazo y el hombro, para la raza nostra es un equivalente a axila,
a sobaco, de ahí que no sea infrecuente oír “Le apestan las bisagras”, o peor:
“Le jieden las bisagras”, con una jota que misteriosamente hace más pestífera
la expresión. El otro caso no es ingrato: “Fue un momento bisagra”, que sirve
para marcar los hitos, parteaguas o puntos de inflexión de algo o de alguien en
una determinada temporalidad. En este último sentido me detendré, no en el
nauseabundo.
Leo
un post de esos que el algoritmo arrima tal y como opera el algoritmo:
sin que lo solicitemos, despiadadamente. En ocasiones, sin embargo, se pone
serio y no propala chistes, morras despampanantes o tutoriales para
manualidades domésticas, sino textos más o menos bien elaborados y con asuntos
de interés general. Uno de estos me cayó el jueves, y aborda sinópticamente la
vida de Pete Best, quien pudo ser el baterista de Los Beatles. Me llamó
la atención porque, mutatis mutandis, cuando ya somos algo viejos todos llegamos
a pensar que hemos vivido uno, o quizá más, momentos bisagra en nuestro pasado.
Best estaba ya en el grupo cuando al productor se le ocurrió que no cuadraba,
que no poseía los atributos de Paul, John y George. Entonces le dio la noticia:
saldría del grupo y su reemplazo sería Ringo. Lo que siguió en la trayectoria del
cuarteto ya lo sabemos, así que huelga contarlo.
Para
empezar, sé que el algoritmo no es nada pendejo. Si manda el material que
manda, es porque ya nos tiene mediditos. Ni siquiera una madre conoce tan
bien a sus hijos como el algoritmo a los innumerables navegantes del ciberespacio.
Es la vigilancia total, absoluta, e incluye hasta nuestros apetitos más
recónditos. Lo curioso es que, a diferencia de la vigilancia basada en la
noción del panóptico, que incomodaba a los vigilados, ésta es invisible y bienvenida,
tan aparentemente inocua que la dejamos entrar a nuestras vidas porque sería
peor perder la sensación de independencia y dominio que alcanzamos mediante la
pantalla táctil. Dado, entonces, que no vamos a renunciar así como así a las
delicias de la navegación confesable e inconfesable, cabe por lo menos hacerse
alguna pregunta, si queremos íntima, sobre las decisiones del algoritmo y por
qué en el mostrador nos despacha ciertos productos y no otros.
Esto
pensé ahora con el post sobre el tal Best y Los Beatles. Según la nota (lo
común es no indagar si fue cierta o no, pues en la época de las noticias falsas
la verdad es una categoría si no muerta, sí moribunda), “El golpe fue
devastador. El éxito de The Beatles se convirtió en una herida abierta para
Pete, quien no comprendía cómo había pasado de estar dentro del fenómeno
cultural más grande del siglo a observarlo desde fuera. Pensó que su atractivo
y talento le asegurarían una carrera, pero nadie volvió a fijarse en él. El
dolor y el resentimiento lo consumieron”.
Best,
abatido, trabajó dos décadas como empleado estatal, pero luego volvió a la música,
alcanzó algo de reconocimiento y se embolsó “6 millones” (la nota no dice si de
dólares o de qué). Pese a esto, “La prensa, al conocer la noticia, le lanzaba
la pregunta hiriente: ‘¿Cómo se siente al saber que mientras usted cobró 6
millones, la fortuna de Ringo es de 400 millones?’”. El texto cierra con una especie
de moraleja: “Aquel agosto de 1962 cambió la vida de dos bateristas para
siempre. Esa decisión marcó un punto de quiebre tan claro que pocas veces se
puede señalar un momento tan decisivo en el destino de alguien”.
¿En
algún momento dije (el celular también nos escucha) o escribí algo con la
orientación de la nota sobre Best? ¿Expresé que la vida me planteó alguna disyuntiva
entre una realidad u otra tanto que el algoritmo ahora me lo enrostra? No sé. Pero
esto es como los horóscopos: si nos esforzamos en que nos calce, nos calza. En
mi caso, puedo ver varios momentos en los que por mi decisión o por ajenas
causas avancé por un lado y no por otro, y es un hecho que uno nunca sabe,
aunque lo especule contrafactualmente, qué hubiera sido de haber tomado otro
derrotero. Insisto: no sé, pero es claro que la anécdota de Best trasluce la mugrosa
y ubicua noción exitista del presente, la idea de que el segundo lugar es catastrófico.
No por nada esta es la misma idea que vertebra la novela Número dos
(Pinguin Random House, 2022), de David Foenkinos, que no he leído pero en una
reseña pesqué que trata sobre los dos actores que llegaron a la final del casting
para hacer la película Harry Potter; ya podemos imaginar qué destino le
cayó encima al perdedor luego del momento bisagra que lo dejó fuera del film.
En la “Milonga del solitario”, Atahualpa Yupanqui nos regala esta estrofa: “El que me quiera ganar, / ha’e tener buen parejero. / Yo me quitaré el sombrero, / porque así me han enseñao, / y me doy por bien pagao, / dentrando atrás del primero”. No es falta de ambición, es sólo no dejarse engatusar, estemos o no estemos en un momento bisagra, por las paparruchas del éxito como única vara para medir el espesor de nuestras vidas.