En
cada género literario es desigual el suministro de información autobiográfica.
La poesía lírica, por ejemplo, expresa directamente, en teoría, las filias y
las fobias del autor, dado que, suponemos, su hacedor nos habla directamente,
sin intermediarios, desde su yo real. Así, en este fragmento del poema “Elegía
interrumpida”, el “yo” que recuerda es Octavio Paz, y tanto los muertos como la
casa y todo lo demás son los suyos: “Hoy
recuerdo a los muertos de mi casa. / Al
primer muerto nunca lo olvidamos, / aunque
muera de rayo, tan aprisa / que no
alcance la cama ni los óleos. / Oigo el
bastón que duda en un peldaño, / el
cuerpo que se afianza en un suspiro, / la
puerta que se abre, el muerto que entra. / De
una puerta a morir hay poco espacio / y
apenas queda tiempo de sentarse, / alzar
la cara, ver la hora / y enterarse: las
ocho y cuarto”. Obviamente el poeta, por más que quiera calcar la realidad
vivida, también tiene licencia para modificar, y aunque quiera ser fiel, casi
fotográfico, algo de inventiva se filtrará en su confesión. Lo mismo suele
pasar en géneros explícitamente confesionales como el diario o la memoria, que
suponen rigor en la autorreferencialidad pero en el fondo, lo quieran o no
quienes se derraman en ellos, imprimen alguna dosis de falsedad. En el teatro, la
novela y el cuento se opera de otra forma, digamos que con mayor desenfado en
el uso de lo ficcional.
Saber qué tanto es verdad y qué tanto es mentira en un relato
representa una legítima y permanente inquietud del lector. Tan frecuente es que
se ha convertido en una de las preguntas de cajón a la hora de las entrevistas,
sean para la prensa o para desahogar la simple sobremesa: ¿en qué se basó para
escribir tal libro? Aquí notamos que la imaginación pura seduce menos que el
relato impregnado de realidad, de historicidad, como si, para tener autoridad
frente a sus lectores, el autor debiera probar que ha vivido en pellejo propio lo
narrado.
Este asunto ha sido explorado por muchos escritores. En su
ensayo “La solitaria y el catoblepas”, Vargas Llosa apunta que “La raíz de
todas las historias es la experiencia de quien las inventa; lo vivido, la
fuente que irriga las ficciones literarias. Esto no significa, desde luego, que una novela sea siempre una
biografía disimulada de su autor; más bien, que en toda ficción, aun en la de
imaginación más libérrima, es posible rastrear una semilla visceralmente ligada
a una suma de vivencias de quien la fraguó (…) todas las ficciones son
arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos,
personas, circunstancias que marcaron la memoria del escritor y pusieron en
movimiento su fantasía, la que, a partir de aquella memoria, fue exigiendo un
mundo tan rico y tan múltiple a veces, que resulta imposible (y a veces sin
casi) reconocer en él aquella greda autobiográfica que fue su rudimento, y que
es el secreto nexo que toda ficción tiene con la realidad real”.
Una opinión muy anterior de Alfonso Reyes (“La biografía
oculta”) observa algo parecido: “El ‘yo’ es muchas veces un mero recurso
retórico. Los recuerdos de la propia vida, al transfundirse en la creación
poética, se transfiguran en forma que es difícil seguirles la huella. En
ocasiones, los testimonios más directos se esconden detrás de un párrafo que
sólo contiene, en apariencia, ideas y conceptos abstractos. En ocasiones, lo
que se ofrece como una evocación de hechos reales puede ser un mero efecto de
inventiva literaria”.
En resumen, dentro del arte es imposible escapar de uno mismo.