Sólo
a mí me pasa esto. La casa es albergue temporal para una linda cachorrita de una
raza que no alcanzo a precisar. Es de veras buena su pintilla, y, como todo
perrita de corta edad, es despierta y juguetona, además de destructiva. Dos o
tres días después de que fue recogida ya había hecho de las suyas contra varios
objetos: rasguñó feamente la orilla de una alfombra, dejó regado un papel
sanitario por toda la casa y sembró dos o tres buenas cacas por aquí y por allá.
Por
una actividad de trabajo llegué tarde el jueves de la semana pasada, y en la
mañana una de mis hijas me llevó uno de los libros que mantengo en el librero especial.
Tengo allí, al margen de muchos otros libros, ediciones de Aguilar que ya son casi
inconseguibles y muy caras si las comparamos con los libros de combate. Además,
son obras completas, el único discreto lujo que me he dado en la vida.
He
visto las ediciones de Aguilar, o parecidas, en Donceles, sé lo que valen y lo
apreciadas que son por los bibliófilos, así que, sin fetichismos mediante, también
les tengo mucho aprecio. Las he ido comprando, cuando las hallo a precios
razonables, durante treinta años, y sé que jamás las venderé porque, insisto,
son el único objeto al que le he guardado algo de totémica veneración.
El
caso es que la perrita le dio un llegue a dos ejemplares: uno de los dos tomos
de las obras completas de Cervantes y uno de los tres de las obras completas de
Dostoyevski.
Las tarascadas, obvio, estaban en la parte superior de los lomos, eran dos pedazos
arrancados a punta de colmillo. Lo primero que sentí fue horror, luego una gran
tristeza. Moví de inmediato todos los libros y los puse fuera del alcance de aquellos
afilados y blanquísimos caninos.
Conjeturé
lo obvio: los forros en piel de esos libros habían seducido el olfato de la
perrita, que detectó, quizá no muy lejano, el delicioso sabor de un sirloin en
las tapas de mis clásicos. Salí de casa al trabajo con la pena de saber que
esos dos queridos objetos habían sido atacados por la salvaje inocencia de un
animal que lejos estaba de saber que había agredido al Quijote y a los hermanos
Karamasov. Una amiga me notó algo raro en la oficina, y fue la
primera a quien le comenté el desaguisado. También lo lamentó, claro.
Toda
la mañana sentí la incomodidad que produce una pérdida, le di vueltas en la
cabeza y pensé en una restauración.
Llegué
a casa a las tres. Apenas entré, alguien tocó a la puerta. Regresé: era mi
vecina, una amable señora que me gustaría mencionar aquí y no lo hago porque
seguramente no aceptaría ningún reconocimiento a la generosidad que paso a
describir. Me recordó que su padre había muerto hacía más de un año, y que hacía pocos meses también su madre había partido. Me explicó que ella y sus hermanos estaban
en el difícil tránsito de reacomodar el contenido de una casa, y ahora que su
padre y su madre habían fallecido trataban de colocar entre familiares y amigos
los objetos que por cualquier motivo ellos, los hijos, no podían resguardar.
Entre
los muchos libros que pertenecieron a su padre, un hombre más bien dedicado a
la ciencia, estaban algunas colecciones literarias. Mi vecina pensó que una de
esas colecciones quedaría en muy buenas manos si me la regalaba íntegra, y me
la ofreció. La acepté sin dudarlo. Eran, son, catorce gordos tomos de la serie
“Gran colección de la literatura mexicana” editada por Promexa, en pasta dura,
guinda y troquel dorado tanto en portadas como en lomos. Dicho de manera muy
simplista, allí están los siglos XIX y XX de toda nuestra literatura.
Le
agradecí a mi vecina, cargué con mis tomotes y sentí que debía esforzarme por interpretar de alguna forma aquel mensaje: Cervantes y Dostoyevski me
estaban consolando.