Hay
relatos en los que pesa tanto el ambiente como los personajes. En “Urbe
sosegada”, de Saúl Rosales, la anécdota es mínima, pero la historia se nos
queda por el perfecto enmarcamiento de lo contado en una atmósfera que en todo
momento se siente ruin, terrible, asfixiante. Publicado originalmente en el
libro Vuelo imprevisto (1990), este
cuento dibuja a la ciudad de Torreón cuando todavía existía la zona de tolerancia,
espacio sórdido como pocos ha habido en La Laguna, solo superado quizá por La
Garcita, inframundo análogo ubicado años ha en las cercanías de Matamoros (de
La Laguna, Coahuila).
En
“Urbe sosegada”, pues, la ciudad es el personaje central, aunque más allá de
esta servicial hipérbole, sabemos que los protagonistas de carne y hueso son
dos policías y un campesino. Los agentes rondan la noche en su patrulla y en la
plaza de armas, solo y sin culpa de nada, encuentran al campesino recién
llegado a la urbe. Desde ese momento, el entorno se convierte en el lienzo
donde se traza la situación.
“En la
noche, la ciudad vestida de negro y destellos, madre cariñosa, madre perversa,
nido de caricias y prevaricaciones despiadadas, reposa. En su geometría inerte
y en su dinámica sosesgada se afila el odio y se pierde el amante en las
entrañas de la amada. Aprisionada por el tejido de sueños sedosos y escaldantes
pesadillas, la ciudad se abandona a un tiempo de ritmo laberíntico, es hollada
por un fluir denso; la mima una arritmia incontrolable”, describe el autor.
Los
polis, como es frecuente y más
frecuente era en el pasado, cargan al campesino que ni la debe ni la teme, para
decirlo con el tópico ad hoc. De hecho, no trae dinero para calmar al par de oficiales,
pero eso no significa que no le den una paseada casi a manera de divertimento.
Y la ciudad reaparece: “Desde la banca donde se encuentra derramado, el hombre
de apariencia campesina ve que la patrulla policiaca llega despacio y se
detiene frente a él, como a treinta pasos, con el andador de por medio. Se
apagan los faros del carro. Un policía baja y se le acerca sin prisa pero con
pasos firmes. Una ráfaga de viento caliente levanta polvo y remueve basuras en
el piso. El pavimento de la Plaza Principal es de mosaico rojo, calado para
evitar resbalones a los transeúntes. El reloj encaramado en el obelisco del
centro del parque marca poco menos de las dos de la mañana”.
A
partir de aquí, con el pretexto del “paseo”, el cuento recorre la urbe
(irónicamente) sosegada. La acción se centra en ese viaje inútil por una ciudad
que de madrugada parece otra, silenciosa y hostil: “La patrulla empieza a
desplazarse hacia el oriente por la avenida Juárez que luce un alumbrado
público chimuelo. Como si la mirada del hombre de apariencia campesina le
endulzara el sudor, el que conduce se enjuga el pescuezo con un paliacate. Se
frota despacio pero con intensidad. El otro hunde una mano bajo el tablero de
instrumentos del carro para subir de nuevo el volumen del
radiorreceptortrasmisor. Aprovecha su movimiento para ver al detenido.
—Mientras
llegamos al trochil húrgate bien. A lo mejor se te olvidó que escondes algo por
ahí.
—Le
digo que no traigo nada, jefe —reitera el hombre echando la cara hacia la red
que protege a los agentes”.
Más
allá de que es un cuento donde los laguneros reconocemos nuestro espacio, “Urbe
sosegada” se me aparece como un muy buen ejemplo de aprovechamiento del entorno
exterior en un relato breve: a veces una anécdota pequeña adquiere relieve en
función del marco —ruin, terrible, asfixiante— donde queda inscrita.
El cuento "Urbe sosegada" puede ser leído a partir de la página 29 de este ejemplar, el 83 (diciembre de 2020), de la revista Acequias publicada por la Ibero Torreón.