Uno
de los atributos del buen relato es la indefinición de los roles asumidos por
los personajes. A diferencia de las historias que vemos sobre todo en el cine y
la televisión, en los que claramente se enfrentan héroes contra villanos, en la
literatura los límites suelen o deben ser más ambiguos. Entre más ambiguos son,
podemos añadir, más intensa en la sensación de realidad que trasuda el relato.
Uno
de los mejores ejemplos que conozco para explicar esto in situ, es decir, con un cuento de carne y hueso, es “¡Diles que no me maten!”, de Rulfo. Si lo que deseamos, como lectores, es descargar la
culpa a los dos personajes en pugna, considero que es la mejor pieza de El llano en llamas por el grado de
incertidumbre que el autor jalisciense infundió a tal historia. No sabemos bien
a bien quién es culpable y quién es inocente.
Como
podemos recordar, Juvencio Nava ha sido detenido en el presente de la historia. Su
aprehensión se debe a un asesinato perpetrado varias décadas atrás, luego de
una disputa contra su compadre Lupe Terreros. En aquel remoto pasado, planteado
por Rulfo con una gran retrospección, Juvencio y Lupe discutieron: el segundo
negó que los animales de Juvencio pastaran y sobrevivieran. A la advertencia de
matarlos, Nava responde que actuará de manera radical si esa amenaza se cumple.
A una amenaza sobreviene pues otra amenaza.
Pasados
los años, el huérfano de Terreros, ya militar, busca venganza, y logra pescar a
Nava, quien en los muchos años que han pasado huyó y perdió todo, incluso sus
mejores años. Es entonces un hombre viejo, estragado, un sujeto que de alguna
manera ya pagó su culpa. Pero el coronel no está de acuerdo con eso, y expresa
así su rabia acumulada: “Guadalupe
Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo
busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la
cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”. Nava, el
inculpado, se defiende: “Ya he pagado, coronel. He
pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he
pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito
de que en cualquier rato me matarían”.
En este diálogo la culpa adquiere ambigüedad. Parece
que ambos tienen razón; parece que ambos no la tienen, de lo que resulta un
cuento perfecto.