sábado, noviembre 18, 2023

Podcast sobre Leyenda Morgan










 

No soy de medios audio, visuales ni audiovisuales, por eso el auge de los podcasts no me ha seducido. Esto no significa, sin embargo, marginarme si alguien me convida a trabajar en un producto de esa índole, como pasó con la propuesta del comunicólogo regiomontano Gabriel Contreras, quien me invitó a dialogar sobre la reedición de mi libro Leyenda Morgan (UANL, 2023) para, con ese material, armar un podcast. Ya quedó, y aquí lo dejo al alcance de quien guste escucharlo. Las respuestas que di, si alguien las prefiere leídas, son las siguientes, y creo son útiles para acceder a la materia de la literatura criminal en general y a mi libro de cuentos en particular.

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Mi primer contacto con la literatura policial, detectivesca o criminal se dio, como supongo les ocurre a muchos lectores incipientes, con los cuentos de Edgar Allan Poe, particularmente con el primer cuento de la historia de la literatura policial: “Los crímenes de calle Morgue” en la edición de Porrúa de la colección Sepan cuentos. Allí también hay otros cuentos policiales famosos, como “La carta robada”, y en esas historias me asombró la acumulación de pistas y la tremenda capacidad de Auguste Dupin para atar las pistas y esclarecer el misterio. Supe entonces que todo escenario de un crimen o todo relato detallado de un delito esconden mensajes, comunican, y la tarea del investigador es decodificar bien los indicios, interpretar las huellas.

Poco después, en la misma colección Sepan cuentos de Porrúa, leí los cuentos de Conan Doyle que tienen como protagonista, ya lo sabemos, al detective más famoso de la literatura, Sherlock Holmes. Son historias algo mecánicas, de estructura algo rígida, dirigida al público europeo del siglo XIX, cuando todavía lo policial no había alcanzado la popularidad que luego tendría. Gracias a Holmes se afianzó en mí la certeza de que lo más importante en una historia de este tipo son las pistas, y que el investigador astuto debe ser capaz de conjeturar lo que comunican

Con los años seguí leyendo de todo, y no faltaron libros policiacos, aunque no muchos, pues hasta la fecha no me considero un lector o escritor de este tipo de literatura, sino un lector a secas que en el camino ha leído y escrito algunos relatos policiales. Cayó en mis manos, por ejemplo, el libro escrito por Borges y Bioy firmado con el seudónimo H. Bustos Domecq, que exagera hasta lo paródico los recursos de la narrativa detectivesca de enigma. También me gustó mucho Rodolfo Walsh, su libro Variaciones en rojo. De los mexicanos, comencé con Bernal y Taibo II, y con el paso del tiempo se han sumado autores más recientes. También debo decir que el cine y series de televisión me han orientado y estimulado para animarme a escribir cuentos policiacos.

Debo agregar que para mí es muy importante la noción de principio, medio y fin. No me agradan las historias deshuesadas, los finales nebulosos, demasiado abiertos o mañosamente resueltos, sin pistas previas. Un último detalle: cuando pensé en escribir algo policial, pensé en combinar el relato de enigma con el policial duro. Es decir, que en una misma historia hubiera una pregunta y elementos que aludieran a la viscosidad de la violencia común, no la relacionada con el narco, sino con los robos, extorsiones y demás tropelías que siempre han existido.

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Lo primero fue imaginar al personaje, diseñar sus rasgos físicos y su psicología. Gradualmente fui añadiendo detalles a su aspecto. Sabía que debía ser policía judicial con poca instrucción, con un pasado familiar algo disfuncional y precario, además de no muy exigente con su ética. También, que debía ser muy sagaz y valiente, intuitivo. Me impuse desde el principio la idea de hacerlo antisocial, poco dado a la conversación, solitario, nada sentimental y ajeno por completo a las delicadezas. Una de las obligaciones más enfáticas que me propuse cumplir es vincularlo estrechamente con gustos populacheros, nada culteranos, pues he leído y visto películas en las que el policía, luego de pasar todo el día en los barrios bajos, en los tugurios, en los lupanares, en los callejones oscuros y mugrientos entre delincuentes, soplones y demás canallas, llega a su departamento de soltero insalvable, se sirve un whisky, pone música clásica en el estéreo y acaricia a un gatito o a un perro french. Yo no quería eso, pues imagino que un policía judicial mexicano al uso tiene en general gustos elementales, oye música populachera, come tacos, bebe cerveza y todo su mundo real y simbólico es rasposo.

En el camino también pensé en la formación intelectual de mi protagonista, por llamar de algún modo a su formación. En lugar de tener referencias sobre la Divina Comedia, como ocurre con ciertas películas gringas en la que un investigador deduce que los crímenes se relacionan con clásicos, mi policía sólo debía tener preparación elemental. Imaginé entonces que en lugar de libros muy sesudos, mi policía se había pasado la vida leyendo novelitas semanales de puesto de periódicos, literatura baratísima, historietas mexicanas. Como le pasó al Quijote con las novelas de caballería, mi investigador se ve embrujado por los cómics que devora y eso lo lleva a imaginar que él puede convertirse en protagonista de esas publicaciones. Así, mi libro Leyenda Morgan es un libro de cuentos, pero con algunos rasgos de novela, como un solo personaje en todas las historias, una sola atmósfera, una estructura similar en donde se trata de respetar el principio-medio-fin y un presente narrativo en todo el libro. En este sentido, se me ocurrió que el presente narrativo de todo el libro se da mientras el policía bebe cerveza en una cantina, y entre cada vuelta a ese presente el personaje imagina delitos que ha esclarecido en el pasado, siempre con la sensación de que son parte de una historieta.

Esto va de la mano a la idea de añadir imágenes de cómic al libro, portadas como de historieta popular mexicana a cada cuento y también una página de historieta en cada cuento pero no como ornamento, no como ilustración, sino como parte de la trama para reforzar la idea de que mi policía se imagina protagonista de una novela policiaca semanal. Este libro ganó el premio nacional de cuento del INBA-SLP 2005, y los jurados, Ana Clavel, Daniel Sada y Hernán Lara Zavala destacaron que esta narrativa textual con algunos elementos icónicas era una novedad. El premio de San Luis es convocado desde 1974, y quizá mi libro sea el único de corte policial que lo ha ganado.

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No soy especialista, como académico, en literatura policiaca de México ni de ninguna parte. A lo mucho soy un lector esporádico de este tipo de obras. Sé que en los años recientes han aparecido autores valiosos como Élmer Méndoza, Eduardo Antonio Parra o Vicente Alfonso, por mencionar sólo a tres muy destacados, pero son muchos más. Ellos han continuado la obra de Usigli, Bernal, María Elvira Bermúdez, algo de Ibargüengoitia, algo de Leñero y, por supuesto, de Taibo II y Juan Hernández Luna. Creo sin embargo que todavía falta mucho para alcanzar la fuerza y la abundancia de literaturas policiacas o criminales como las de Inglaterra, Estados Unidos, Francia y, en América Latina, Argentina. Ahora bien, esto no es una competencia, y México puede hacer aportes que ya de alguna manera está haciendo al incorporar a la literatura circunstancias de la realidad hiperviolenta del crimen organizado. Pero no es fácil trabajar con la violencia extrema, pues de allí puede salir una literatura tan truculenta que puede resultar inverosímil. No digo “inverosímil” porque no pueda ser creída como literatura, sino porque siempre sospecharemos que es una creación artificial del escritor, ya que sería al menos raro que un novelista haya “vivido” esas experiencias para después contarla. Tal vez el género más adecuado para contra la hiperviolencia sea el ensayo, como lo han demostrado con sus libros Sergio González Rodríguez, Héctor Domínguez Ruvalcaba y Oswaldo Zavala.

En lo personal, creo que los mejores temas para lo policial tienen que ver con el delito común, con los fraudes, con los robos, con los homicidios por celos o por venganzas familiares. Quizá eso es un material más fácil de explorar y explotar por el escritor y no tanto el submundo de la hiperviolencia donde se mueve el crimen organizado.

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Ni siquiera he pensado en mi policía judicial como un antihéroe. Quizá ciertos lectores se identifican con él porque en el fondo todos apetecemos no tener miedo, movernos y dialogar con quien sea sin que nos tiemble la voz. En lo personal creo que mi personaje es desagradable, pero tampoco tuve muchas opciones al construirlo. Haberlo hecho amable, educado, cordial, justo, sensible, lo hubieran convertido en un fantasma. El tipo es un tipo terrestre, formado en su circunstancia, sin muchos principios ni valores. No lo propongo como modelo de nada en la realidad, sino como un sujeto que, algo hiperbolizados, tiene algunos rasgos comunes a los guardianes de la ley en nuestro país, peones que buscan su acomodo en el inmenso ajedrez de la corrupción.

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Un rasgo que también quise sumar a Leyenda Morgan quizá no es muy visible, pero yo sé que de alguna manera está allí. Desde hace mucho soy admirador de la literatura picaresca española, y creo que en gran medida nuestra realidad está llena de Lazarillos de Tormes y de Buscones de Quevedo. Quizá en la literatura ya no aparecen tantos pícaros, pero en la realidad estamos llenos de personajes de este tipo, logreros, gandallas, transas, vivos. Ahora bien, no creo que esos personajes sólo rondan en los bajos fondos de la sociedad, sino que son ubicuos. Esto significa que para mí el pícaro puede vivir y lucir sus mañas en el barrio, pero también es pícaro quien hace transas en las altas esferas políticas o empresariales. Si algo caracteriza a la realidad mexicana es eso, la superabundancia de pícaros. Son pícaros los compas de la tiendita que nos despachan kilos de 900 gramos, pero también son pícaros los banqueros que nos hace cargos oscuros en la tarjeta. Por eso mismo casi nadie está limpio en mi libro Leyenda Morgan, todos se mueven allí como gesticuladores, son mentirosos seriales y sujetos con moral torcida. La mirada del lector se centra en el protagonista porque es el protagonista, pero casi todos los personajes con los que trata harían lo mismo si pudieran.

Esto no significa que mi libro se asuma como un tratado sociológico o una obra con mensaje concientizador. No fue ese mi propósito al escribirlo, sino articular historias en las que con ciertas dosis de humor negro se refleja de manera algo esperpéntica la realidad en la que creo que nos movemos. Es por ello un objeto literario, no académico, aunque alguien quiera leerlo de cualquier otra manera. La idea más remota de este libro me nació al escuchar una conferencia sobre derechos humanos. Recuerdo que la ponente habló de los procesos judiciales y dijo que si las evidencias de un delito no están bien levantadas, no habrá castigo, pues el debido proceso obliga a que el delito quede perfectamente demostrado. Como las escenas del crimen se contaminan, como las autoridades no peinan adecuadamente los lugares donde se comete un delito, eso a la larga provoca la imposibilidad del castigo, la impunidad. Mi personaje no es un corrupto mayor, es un pícaro centavero y un traidor casi secreto de su oficio, pero si multiplicas esa picardía individual por miles o millones, es por eso que vivimos en una realidad muy dada a la injusticia, a la impunidad.

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Los argentinos hablan de “códigos” y de “no tener códigos” cuando un delincuente traiciona a otro o pasa ciertas líneas, como no cumplir un acuerdo, robar lo robado o meterse con familiares. Creo que esta insistencia en la “ética” entrecomillada es herencia de los grupos mafiosos del sur de Italia, lo que tanto resalta y seduce en la saga de El Padrino. No creo que en México sea tan claro hablar de este tipo de códigos. Acá siento que no hay mucho prurito o cargo de conciencia si alguien traiciona a alguien, si se rompe con la ética. Mi personaje es un tipo torcido, que ni siquiera repara en la existencia de una mínima ética. Lo único que busca y muchas veces logra es obtener una ganancia particular tras dar con la solución de un misterio. En él jamás resalta un remordimiento, la idea de que transgredió algo. Para él, lo más normal es lo anormal, medrar, usar su cargo para centavear. Por eso también vive y trabaja solo; esto le permite no rendirle cuentas a nadie.

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Es cierto, mi libro es una mixtura de elementos cultos y populares. Me da pena decir que un rasgo culto está en la textura de la prosa, en su tono, y en la idea cervantina que ya mencioné: así como el Quijote enferma con novelas de caballería, mi policía es engatusado por los cómics policiacos. Los elementos populares son muchos: las canciones que oye mi policía (sólo Los Cadetes de Linares), las películas que ve (de los hermanos Almada), su apodo de beisbolista y en general el contexto en el que se mueve, los lupanares, las cantinas, los mercados, las taquerías. En todo esto creo que influyó el hecho de que yo me muevo en dos planos: tengo algún contacto con la alta cultura (por ejemplo, con los libros) y también con la calle, con la realidad más inmediata de la comarca lagunera.

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En todos los cómics imaginados por el Teniente Morgan hay una frase que opera como subtítulo: “La ley nunca descansa”. Por supuesto es una ironía. Mi policía representa a la ley, pero es quien menos va a ejercerla. Podría pensarse que él es una sinécdoque del Estado criminal: la parte por el todo. Él no es tonto, al contrario, no tiene lecturas, no tiene formación, pero es muy inteligente. Lamentablemente pone su sagacidad al servicio sólo de sí mimo, nunca de la ley.