Los
idiomas tienen límites, no lo designan todo. Sin que yo entienda muy bien por
qué, el poema “Everness” (“Sólo una cosa no hay. Es el olvido. / Dios, que
salva el metal, salva la escoria / y cifra en su profética memoria / las lunas
que serán y las que han sido...”), de Borges, tiene un título intraducible al
español, o más bien que no tiene palabra equivalente en nuestro idioma. Sé que
algo parecido ocurre con el pensamiento de Heidegger, quien para filosofar acuñó
palabras en alemán que en las traducciones tuvieron que ser inventadas en
español. Pero no me meto en esos berenjenales de especialista, sólo consigno el
hecho así, por encimita.
Reparé
en esta situación al escuchar recientemente un programa de radio. La locutora
pronunció esta frase: “Una mañana muy lunes”. Aunque rara, es entendible,
funciona si comprendemos que el sustantivo “lunes” opera allí como adjetivo: en
lugar de decir “una mañana muy agitada”, “una mañana muy bonita” o “una mañana
muy [lo que sea]”, la frase sorprende porque “lunes” no es adjetivo, no
califica nunca nada.
Esto
me llevó a pensar en palabras que no hay en español, y lo primero que tuve a la
mano fueron los adjetivos derivados de los días de la semana: “sábado” y
“domingo” sí han generado un adjetivo: “sabatino” y “dominical”; los demás días
no lo tienen y veo difícil que se puedan formar por analogía: “martesino” o
“jueval” o "juevesal" suenan horrible.
Salvo
dos, “septembrino” y “decembrino”, no tenemos adjetivos derivados de los meses,
e igual sonaría espantoso decir “enerino” y “agostino”, o “febreral” y
“octubral”. No se dejan sin tropezar en cacofonías. Las que sí se dejan mutar hacia
adjetivos son las temporadas del año: primaveral, veraniego, otoñal, invernal.
Algunos
lapsos más genéricos producen adjetivo, otros no. Día-diario, semana-semanal,
quincena-quincenal, mes-mensual, semestre-semestral, año-anual, dos
años-bienal, siglo-secular, milenio-milenario. No hay adjetivo para algunos
otros periodos, como el que mide el sustantivo “década”.
Y ya por último: sé que no hay adjetivo para el lapso de una hora, pero Jaime Sabines lo forzó en el título de su primer libro (1950) y no suena feo: “Horal”.