Mi
idea sobre el cuento implica el armado de un pequeño dispositivo. En otras palabras,
pienso que todo cuento exige una reflexión previa, el trazo de una ruta que
termine por establecer los puntos en los que dos historias se tocarán: por un
lado, la historia que podemos llamar “obvia”, la que el lector ve a simple
vista, la historia “A”; por el otro, la “B”, que es sutil y tiene la alta
responsabilidad de contener el final. Esto lo ha planteado eficazmente Piglia
en su famosa “Tesis
sobre el cuento”, pero quiero enfatizarlo aquí con tres ejemplos. Me sirvo
de textos breves para que se note mejor el mecanismo. Habrá, lo sé, otras
modalidades de relato, pero el que más me cuadra es el que logra una estructura
capaz de tender dos líneas o historias paralelas y ondulantes en el sentido de
que, mientras avanzan, tienen puntos de contacto.
I
En
“El eclipse”, de Augusto Monterroso, el foco de la atención es maliciosamente
puesto sobre el fraile. La frase inicial, fatalista, nos insinúa que, pese a
todo, podrá salvarse. Ya identificados con él, los lectores asistimos a la
espera de su salvación en medio de la selva. A mitad de camino, en la frase
subrayada, alentamos la sospecha, casi la seguridad, de que en efecto se
salvará, pues la ciencia aristotélica no podría errar en ese mundo gobernado
por el salvajismo. La prueba del contacto entre la historia 1 y la historia 2 —y,
además, de la esfericidad del relato— es la reiteración del nombre
“Aristóteles” como última palabra.
El eclipse
Augusto
Monterroso
Cuando
fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo.
La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante
su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso
morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la
España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos
Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba
en el celo religioso de su labor redentora.
Al
despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que
se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció
como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí
mismo.
Tres
años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas.
Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces
floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura
universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que
para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo,
valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si
me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los
indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus
ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto
desdén.
Dos
horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre
vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un
sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de
voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían
eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían
previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
II
En
“El estupor”, lo importante no es la muerte de un personaje, sino la salvación penal del otro. Rivarola logra su doble cometido, matar y salvarse de la ley,
simplemente porque era “el más reflexivo (…) como luego se vio”. La historia “A”
narra la borrosa enemistad y el previsible final trágico; la “B”, el extraño
método —muy inteligente pese a su ridiculez— usado por quien se impuso al final.
En el cierre se confirma pues lo que está remarcado en el subrayado intermedio:
que Rivarola era “el más reflexivo”.
El estupor
Jorge
Luis Borges
Un
vecino de Morón me refirió el caso:
"Nadie
sabe muy bien por qué se enemistaron Moritán y el Pardo Rivarola y de un modo
tan enconado. Los dos eran del partido conservador y creo que trabaron relación
con el comité. No lo recuerdo a Moritán porque yo era muy chico cuando su
muerte. Dicen que la familia era de Entre Ríos. El Pardo lo sobrevivió muchos
años. No era caudillo ni cosa que se le parezca, pero tenía la pinta. Era más bien
bajo y pesado y muy rumboso en el vestir. Ninguno de los dos era flojo, pero el
más reflexivo era Rivarola, como luego se vio. Desde hace tiempo se la
tenía jurada a Moritán, pero quiso obrar con prudencia. Le doy la razón; si uno
mata a alguien y tiene que penar en la cárcel, procede como un zonzo. El Pardo
tramó bien lo que haría.
Serían las siete de la tarde, un domingo. La plaza rebosaba de gente. Como siempre, ahí estaba Rivarola caminando despacio, con su clavel en el ojal y su ropa negra. Iba con su sobrina. De golpe la apartó, se sentó en cuclillas en el suelo y se puso a aletear y a cacarear como si fuera un gallo. La gente le abrió cancha, asustada. ¡Un hombre de respeto como el Pardo, haciendo esas cosas, a la vista y paciencia de todo Morón y en un día domingo! A la media cuadra dobló y, siempre cacareando y aleteando, se metió en la casa de Moritán. Empujó la puerta cancel y de un brinco estuvo en el patio. La turba se agolpaba en la calle. Moritán, que oyó la alharaca, se vino desde el fondo. Al ver ese monstruoso enemigo, que se le abalanzaba, quiso ganar las piezas, pero un balazo lo alcanzó y después otro. A Rivarola se lo llevaron entre dos vigilantes. El hombre forcejeó, cacareando.
Al mes estaba en libertad. El médico forense declaró que había sido víctima de un brusco ataque de locura. ¿Acaso el pueblo entero no lo había visto conduciéndose como un gallo?"
Serían las siete de la tarde, un domingo. La plaza rebosaba de gente. Como siempre, ahí estaba Rivarola caminando despacio, con su clavel en el ojal y su ropa negra. Iba con su sobrina. De golpe la apartó, se sentó en cuclillas en el suelo y se puso a aletear y a cacarear como si fuera un gallo. La gente le abrió cancha, asustada. ¡Un hombre de respeto como el Pardo, haciendo esas cosas, a la vista y paciencia de todo Morón y en un día domingo! A la media cuadra dobló y, siempre cacareando y aleteando, se metió en la casa de Moritán. Empujó la puerta cancel y de un brinco estuvo en el patio. La turba se agolpaba en la calle. Moritán, que oyó la alharaca, se vino desde el fondo. Al ver ese monstruoso enemigo, que se le abalanzaba, quiso ganar las piezas, pero un balazo lo alcanzó y después otro. A Rivarola se lo llevaron entre dos vigilantes. El hombre forcejeó, cacareando.
Al mes estaba en libertad. El médico forense declaró que había sido víctima de un brusco ataque de locura. ¿Acaso el pueblo entero no lo había visto conduciéndose como un gallo?"
III
Uno
de los cuentos más famosos de la literatura latinoamericana es “Continuidad de
los parques”. No es sólo una historia que contiene otra historia, sino una
historia contenida que cuenta la historia continente. En la historia "A" un
hombre lee una novela; la novela que lee es, sin que lo sepamos, la historia “B”.
Los subrayados intermedios anuncian que la historia “B” se va trepando a la “A”,
la va canibalizando, por decirlo así. Al final, de un golpe, vemos como la historia
“B” emerge con todo su poder y de alguna manera suplanta a la historia “A”, la
mata o al menos, donde termina el relato, está a punto de engullirla.
Continuidad de
los parques
Julio
Cortázar
Había
empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió
a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente
por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir
una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías
volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de
los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo
hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su
mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer
los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los
héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara
por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus
besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y
senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la
libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo
de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas
caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y
disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era
necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles
errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido.
El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara
una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.