Hace
poco tiempo discrepé amablemente de algunas opiniones que me parecieron
lapidarias. Se referían a la supuesta condición de “rancho” que tenía y sigue
teniendo nuestra ciudad, Torreón. No estuve de acuerdo porque jamás lo esteré con
las dos varas que solemos usar para medir lo que más nos atañe, en este caso el
lugar donde vivimos. No creeré pues en la postura soberbia que nos lleva a
creer que somos el ombligo del universo, ni en la otra, la opuesta, que nos
induce minosvalorarnos. Querámoslo aceptar o no, la ciudad tiene muchas
instituciones dignas, aunque también muchos rezagos que ojalá dejen de serlo
algún día. Para eso trabajamos.
Entre
lo valioso está, por ejemplo, una pequeña librería del centro: El Astillero.
Hace poco cumplió tres años y publicaron un libro en el que participé con estas
palabras:
No
es frecuente encontrar librerías con riguroso buen gusto. Al contrario, lo
común es que estos negocios se establezcan y para sobrevivir o porque los
gobierna el caos, comiencen a llenar sus anaqueles de libros prescindibles,
algunos (a veces la mayoría) basura, objetos que sólo tienen de libro su
condición de papel impreso y encuadernado, no más. Por eso la sorpresa de
llegar por primera vez a El Astillero y encontrar un menú bibliográfico bien
seleccionado y con sellos editoriales serios, de librería pensada con un
criterio que no sólo aspira a recuperar la inversión, sino también, o
principalmente, a difundir cultura.
Pero
de alguna forma esto era, para mí, previsible, dado que desde hace varios años
conozco a Ruth Castro, su dinamo, y sé cómo trabaja y qué inquietudes de
lectora la estimulan. Al ingresar por primera vez a su librería, como ya dije,
me topé con un nutrido y grato catálogo de títulos. Deambulé lentamente sus
anaqueles y al fondo me topé con dos o tres entrepaños dedicados a exhibir
libros de la Universidad Veracruzana, institución promotora de un trabajo
editorial que muchos respetamos desde hace décadas. Allí me detuve y encontré
un título de David Lagmanovich, amigo y maestro argentino cuya muerte, ocurrida
en 2010, sigo padeciendo como una orfandad. Encontrar en El Astillero varios
volúmenes de la UV, entre ellos el de mi querido David, me llevó a pensar en
esta librería como un pequeño oasis, un punto de reunión que los laguneros necesitábamos
y ya tenemos.
Por
todo, larga vida a El Astillero, larga vida a este oasis de la lectura.