En noviembre de 2011 fui invitado a participar en un encuentro de
escritores celebrado en la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza, Argentina.
No podía faltar porque se trataba de la primera actividad literaria que
dedicaría mesas de homenaje a la figura de mi amigo David Lagmanovich, quien
había muerto un año antes, en 2010. Dado que el encuentro se celebraría en
tierras mendocinas, casi en la frontera con Chile, decidí comenzar mi recorrido por
Santiago. A toda velocidad me puse en contacto con Diego Muñoz Valenzuela,
amigo chileno y tremendo escritor, para ver qué podía organizar con el fin de
que mi visita tuviera algún provecho más allá de lo turístico. Generoso como
siempre, Diego me organizó una plática/lectura en la asociación Letras de
Chile, y al día siguiente una cena con amigas y amigos chilenos que jamás
olvidaré.
A Santiago de Chile llegué en un momento complicado. Los estudiantes se
estaban enfrentado contra el gobierno de Sebastián Piñera, había disturbios fuera de las facultades y por
el mundo corría como icono de esa lucha el rostro de Camila Vallejo. Mis
primeras horas en Chile fueron complicadas. Bajé del avión y tomé el metro
hacia el centro con el fin de buscar un alojamiento que, fiel a mis costumbres,
no había reservado. Recorrí algunas calles, no tuve éxito en dos o tres hoteles
a los que me aproximé, y por allí vi, ya algo desesperado, una especie de
hostal ciertamente pulguiento. En la entrada a la escalera pasaba sus horas,
aburrida, una chica con un pequeño negocio de golosinas, y hablé con ella.
—¿El hostal está arriba? —pregunté indicando las escaleras.
—Sí —respondió.
Apenas ascendí un escalón con mi maleta de rueditas, la chica me habló,
nerviosa.
—¿Va a quedarse allí?
—Voy a preguntar si tienen espacio —dije.
—Pero no entre, allí le roben a la gente.
Bajé la escalera, le agradecí más con un gesto que con palabras, y me
largué a buscar otro sitio donde no le estuvieran robado a la gente. No sé
cómo fui a parar a la avenida Libertador O’Higgins y allí encontré un hotel
llamado Imperio: económico, limpio y honrado. Traía poca pila en la computadora
y vi que no podía cargarla: necesitaba un adaptador para el enchufe. Pregunté
en la recepción dónde podía hallarlo y me dieron las señas de una calle
próxima, la Matucana, llena de negocios de electrónica. Estaba a dos cuadras, y
al llegar a la esquina de O’Higgins y Matucana me sorprendió una estampida de
personas. Yo no sabía que estaba al lado de una facultad de la Universidad de
Chile. Vi camiones de carabineros y una nube blanca en dirección a la esquina
donde me quedé estático. Saqué la cámara del celular mientras la gente corría
en sentido contrario, hacia mí, y no me atemorizó la espesa nube. Cuando al fin
me dio el chanclazo, supe lo que era el gas pimienta. En mi rancho de La Laguna
jamás han dispersado un tumulto con esa cosa horrible, así que, sin querer
queriendo, la probé por primera vez. Los ojos me lloraron, irritados, tanto que perdí la visibilidad. Como pude corrí hacia la calle Matucana y cuando al
fin me sentí lejos de la esquina fatal, me recargué en un árbol, saqué mi
paliacate y me sequé las lágrimas forzadas. Pasaron como quince o veinte
minutos, o tal vez más, y los ojos me seguían ardiendo como si me hubieran
untado chile en Chile. Cuando recuperé la visión y respiré tranquilo, vi los
negocios de electrónica y compré mi adaptador. Revisé mis fotos en el celular:
tenía dos del gas y la multitud, un curioso trofeo en mi día inaugural por las
grandes alamedas de Santiago.
Tras mi periplo chileno tomé el bus a Mendoza. Atravesaría la cordillera andina
de madrugada, lo que luego consideré un error, pues no pude ver el recorrido por
ese paisaje legendario. Sólo recuerdo que en la madrugada, como a la una o a las
dos, el camión se detuvo en un feo paraje, la aduana localizada en una especie
de tendajón gigante. Los pasajeros hicimos fila para mostrar los pasaportes en
la salida de un país y la entrada a otro. Me llamó la atención que el
funcionario chileno y el argentino casi compartieran la misma modesta
oficinita, de manera que el primero sellaba la salida, luego él mismo pasaba el
documento a su colega, quien sellaba la entrada. Tras el ingreso oficial a la
Argentina, un aduanal con facha de gángster italiano revisaba el equipaje sin
mucha prolijidad, más bien con total desenfado.
La estancia en Mendoza da para una crónica aparte, pues fue gratísima.
Esa ciudad es una belleza por sus calles plenas de verdor, por sus árboles
gigantes que, colocados de acera a acera, se juntan en las copas y dan la
impresión de que envuelven las avenidas como túneles. Además, es para mí la
tierra entrañable de Leonardo Favio, a quien tanto he querido. Allí, en una
sobremesa mendocina, alguien preguntó por mi destino inmediato. Dije que
Córdoba un par de días y luego Buenos Aires, todo por tierra.
—Ah, para que vayas a la casa-museo del Che en Alta Gracia; está a menos
de una hora de Córdoba.
Para entonces yo sabía de la estancia cordobesa del rosarino Guevara de
la Serna, pero ignoraba que hubiera algo que recordara esa estancia y que Alta
Gracia estuviera tan cerca de la capital. No figuraba en mi plan, pero lo
decidí allí mismo: iría a la casa del Che.
Llegué a Córdoba una mañana muy soleada. No quise alejarme mucho de la
terminal de camiones (micros, los llaman allá), así que me hospedé en el primer
hotelito que apareció en el camino. Era, me di cuenta de inmediato, parada
habitual de choferes, pues en el restaurante desayunaban o comían en grupos de
dos o tres, todos encorbatados. Me tocó la habitación más pequeña que he
ocupado jamás, y bastaba el baño para comprobarlo: en la regadera era imposible
agacharse un poco, de suerte que si se me caía el jabón, era necesario salir y
recogerlo desde afuera.
A la mañana siguiente tomé el micro hacia Alta Gracia. Iba con pocos
pasajeros, hacía un sol espléndido, así que disfruté de lo que a mi juicio era
la pampa, ese ámbito mágico que la literatura gauchesca y luego la milonga
yupanquiana/larraldeana me hicieron venerar antes de conocerlo. La llanura que
pude ver, si es que se trataba de la pampa, era un mar de gramilla, un espacio en
el que los ojos se resbalaban sin obstáculo hacia el horizonte infinito (años
después me enteré que por allí, en esa ruta, está el mausoleo en forma de ala
de avión construido por Raúl Barón Biza a su esposa, la piloto Myriam Stteford).
Al llegar a Alta Gracia, bajé alegre del bus y tomé un taxi.
—A la casa del Che, por favor —pedí.
El taxista no dijo palabra: casi todos los visitantes de Alta Gracia van
a ese lugar, supuse. Descendí y vi el letrero: faltaban dos horas para que el
museo abriera sus puertas. Luego apareció junto a mí una pareja de extranjeros.
Eran dos jóvenes algo hippiosos, con rastas él, flaco, lácteo y feo; ella de
pelo corto a la garçon
(como dice un tango), rubia, de grandes y hermosos ojos turquesa, medio
mugrosa pero sexi porque dentro de los andrajos había una especie de aeromoza
sueca. Me pareció que el tipo no hablaba ni gota de español, pero ella sí. La chica me
preguntó primero en inglés si el museo estaba en funciones. Con mi inglés
cavernícola le pregunté si hablaba español, y dijo que sí.
—Sí, sólo que abrirá hasta dentro de dos horas —le informé como si yo
supiera mucho del asunto.
Nos quedamos un rato en silencio. Es un decir, pues la azafata hippie
conversó en un idioma inextricable (¿polaco, finlandés, noruego?) con su pareja
mientras yo seguía estirando el cuello desde la verja hacia el jardín de la
casa-museo. Noté que los europeos no eran de mucho hacer migas con un tipo al
que seguramente notaron ya en la ancianidad, y me separé de ellos un poco para
preguntar a un jardinero el lugar hacia donde estaba la zona centro de Alta
Gracia. Me indicó el camino, y sin despedirme de la pareja puse patas a la
obra.
El día era, lo recuerdo así, bellísimo, con un clima templado y una luz
intensa y transparente, precisamente el clima terapéutico que los médicos
habían recomendado para paliar el asma del pequeño Ernesto. Caminé varias
callecitas y en todas lucían casas que imaginé de estilo alpino, como ésas que hemos
visto en almanaques con paisajes suizos. Un poco después noté algo extraño: la
pareja me seguía. No para alcanzarme, sino para avanzar por la ruta que me
había marcado el trabajador del museo. Recuerdo que pasé al lado de un lago, de
una como misión jesuítica, y al fin di con el micromicrocentro. Era casi
mediodía y vi muchos estudiantes. Entré al primer restaurantito que sentí adecuado y pedí una hamburguesa con papas y “gaseosa”, como allá le llaman a
nuestro refresco. Hice tiempo viendo hacia la calle. Dos o tres veces vi pasar
a la pareja hippie. Claro, en una hora ya habían recorrido todo el centro y
daban vueltas por los mismos rumbos.
Cuando llegó el momento emprendí el regreso hacia el museo. Soy muy
orientado y no necesito piedritas para desandar mis pasos, como Hansel y
Gretel, así que volví por el camino ya conocido. Y otra vez, como una
aparición, capté de lejos, detrás de mí, a los europeos. Llegué y ahora sí:
abierto. Pagué una cuota y entré. El museo es un recorrido por las habitaciones
de la casa. Contiene cartas, fotografías y algunos efectos personales del Che y
su familia. Me asombró que tuviera tantos visitantes pese al aislamiento del
lugar. No era un tumulto, ciertamente, pero al menos sí recorríamos la casa una
veintena de personas, todas por grupitos en diferente habitación. El museo es
modesto, pero limpio y bien curado. Pude tomar fotos con total impunidad,
aunque las condiciones de luz no fueran buenas en el interior.
En todas las fotos del Che, incluso en las de su niñez, el Che es el Che.
El rostro jamás le cambió, de manera que en una colectiva familiar o con amigos
es innecesario señalar en dónde se ubica él. El museo es un lindo espacio y a él entré contento, tal vez prejuiciado por la admiración que siempre —pese a
los textos ideológicamente hostiles y lejanos— le he tenido a ese
sujeto extraño, carismático, querido por tantos, despreciado por otros más.
El recorrido no es largo, pero da esa impresión porque hay muchos
papeles, muchas cédulas, y la gente se detiene a leer. El retrete de la casa
tiene un letrero que advierte al visitante, con cierto humor involuntario, su condición de pieza del museo, para que nadie vaya a
confundirlo. Luego, al fondo de la casa, en el patio trasero, hay una tienda de
souvenires, y allí termina todo.
Bueno, no todo. Al salir registré fotográficamente el maravilloso bronce
del Che niño que luce en la entrada de la casa. Luego le pedí a alguien que me
ayudara con un click junto a ese pequeño que sería más
adelante un personaje con imán mundial, un sujeto que físicamente, nomás físicamente, moriría
ejecutado el 9 de octubre de 1967, hace cincuenta años, tras ser aprendido en
Bolivia por el ejército de este país en colaboración con la siempre hacendosa
inteligencia norteamericana.
Nota. Salvo la última, tomé yo las fotos que aderezan este post.