miércoles, octubre 11, 2017

A la casa del Che

 














En noviembre de 2011 fui invitado a participar en un encuentro de escritores celebrado en la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza, Argentina. No podía faltar porque se trataba de la primera actividad literaria que dedicaría mesas de homenaje a la figura de mi amigo David Lagmanovich, quien había muerto un año antes, en 2010. Dado que el encuentro se celebraría en tierras mendocinas, en la frontera con Chile, decidí comenzar mi recorrido por Santiago. A toda velocidad me puse en contacto con Diego Muñoz Valenzuela, amigo chileno y tremendo escritor, para ver qué podía organizar con el fin de que mi visita tuviera algún provecho más allá de lo turístico. Generoso como siempre, Diego me organizó una plática/lectura en la asociación Letras de Chile, y al día siguiente una cena con amigas y amigos chilenos que jamás olvidaré.
A Santiago de Chile llegué en un momento complicado. Los estudiantes se estaban enfrentado contra el gobierno de Sebastián Piñera, había disturbios fuera de las facultades y por el mundo corría como icono de esa lucha el rostro de Camila Vallejo. Mis primeras horas en Chile fueron complicadas. Bajé del avión y tomé el metro hacia el centro con el fin de buscar un alojamiento que, fiel a mis costumbres, no había reservado. Recorrí algunas calles, no tuve éxito en dos o tres hoteles a los que me aproximé, y por allí vi, ya algo desesperado, una especie de hostal ciertamente pulguiento. En la entrada a la escalera pasaba sus horas, aburrida, una chica con un pequeño negocio de golosinas, y hablé con ella.
—¿El hostal está arriba? —pregunté indicando las escaleras.
—Sí —respondió.
Apenas ascendí un escalón con mi maleta de rueditas, la chica me habló, nerviosa.
—¿Va a quedarse allí?
—Voy a preguntar si tienen espacio.
—Le recomiendo que no lo haga. Allí le están robando a todo el mundo.
Bajé la escalera, le agradecí más con un gesto que con palabras, y me largué a buscar otro sitio donde no le estuvieran robado a todo el mundo. No sé cómo fui a parar a la avenida Libertador O’Higgins y allí encontré un hotel llamado Imperio: económico, limpio y honrado. Traía poca pila en la computadora y vi que no podía cargarla: necesitaba un adaptador para el enchufe. Pregunté en la recepción dónde podía hallarlo y me dieron las señas de una calle próxima, la Matucana, llena de negocios de electrónica. Estaba a dos cuadras, y al llegar a la esquina de O’Higgins y Matucana me sorprendió una estampida de personas. Yo no sabía que estaba al lado de una facultad de la Universidad de Chile. Vi camiones de carabineros y una nube blanca en dirección a la esquina donde me quedé estático. Saqué la cámara del celular mientras la gente corría en sentido contrario, hacia mí, y no me atemorizó la espesa nube. Cuando al fin me dio el chanclazo, supe lo que era el gas pimienta. En mi rancho de La Laguna jamás han dispersado un tumulto con esa cosa horrible, así que, sin querer queriendo, la probé por primera vez. Los ojos me lloraron, irritados, tanto que casi perdí la visibilidad. Como pude corrí hacia la calle Matucana y cuando al fin me sentí lejos de la esquina fatal, me recargué en un árbol, saqué mi paliacate y me sequé las lágrimas forzadas. Pasaron como quince o veinte minutos, o tal vez más, y los ojos me seguían ardiendo como si me hubieran untado chile habanero. Cuando recuperé la visión y respiré tranquilo, vi los negocios de electrónica y compré mi adaptador. Revisé mis fotos en el celular: tenía dos del gas y la multitud, un curioso trofeo en mi día inaugural por las grandes alamedas de Santiago.
Tras mi periplo chileno tomé el bus a Mendoza. Atravesaría la cordillera andina de madrugada, lo que luego consideré un error, pues no pude ver el recorrido por ese paisaje legendario. Sólo recuerdo que en la madrugada, como a la una o a las dos, el camión se detuvo en un feo paraje, la aduana localizada en una especie de tendajón gigante. Los pasajeros hicimos fila para mostrar los pasaportes en la salida de un país y la entrada a otro. Me llamó la atención que el funcionario chileno y el argentino casi compartieran la misma modesta oficinita, de manera que el primero sellaba la salida, luego él mismo pasaba el documento a su colega, quien sellaba la entrada. Tras el ingreso oficial a la Argentina, un aduanal con facha de gángster italiano revisaba el equipaje sin mucha prolijidad, más bien con total desenfado.
La estancia en Mendoza da para una crónica aparte, pues fue gratísima. Esa ciudad es una belleza por sus calles plenas de verdor, por sus árboles gigantes que, colocados de acera a acera, se juntan en las copas y dan la impresión de que envuelven las avenidas como túneles. Además, es para mí la tierra entrañable de Leonardo Favio, a quien tanto he querido. Allí, en una sobremesa mendocina, alguien preguntó por mi destino inmediato. Dije que Córdoba un par de días y luego Buenos Aires, todo por tierra.
—Ah, para que vayas a la casa-museo del Che en Alta Gracia; está a menos de una hora de Córdoba.
Para entonces yo sabía de la estancia cordobesa del rosarino Guevara de la Serna, pero ignoraba que hubiera algo que recordara esa estancia y que Alta Gracia estuviera tan cerca de la capital. No figuraba en mi plan, pero lo decidí allí mismo: iría a la casa del Che.
Llegué a Córdoba una mañana muy soleada. No quise alejarme mucho de la terminal de camiones (micros, los llaman allá), así que me hospedé en el primer hotelito que apareció en el camino. Era, me di cuenta de inmediato, parada habitual de choferes, pues en el restaurante desayunaban o comían en grupos de dos o tres, todos encorbatados. Me tocó la habitación más pequeña que he ocupado jamás, y bastaba el baño para comprobarlo: en la regadera era imposible agacharse un poco, de suerte que si se me caía el jabón, era necesario salir y recogerlo desde afuera.
A la mañana siguiente tomé el micro hacia Alta Gracia. Iba con pocos pasajeros, hacía un sol espléndido, así que disfruté de lo que a mi juicio era la pampa, ese ámbito mágico que la literatura gauchesca y luego la milonga yupanquiana/larraldeana me hicieron venerar antes de conocerlo. La llanura que pude ver, si es que se trataba de la pampa, era un mar de gramilla, un espacio en el que los ojos se resbalaban sin obstáculo hacia el horizonte infinito (años después me enteré que por allí, en esa ruta, está el mausoleo en forma de ala de avión construido por Raúl Barón Biza a su esposa, la piloto Myriam Stteford). Al llegar a Alta Gracia, bajé alegre del bus y tomé un taxi.
—A la casa del Che, por favor —pedí.
El taxista no dijo palabra: casi todos los visitantes de Alta Gracia van a ese lugar, supuse. Descendí y vi el letrero: faltaban dos horas para que el museo abriera sus puertas. Luego apareció junto a mí una pareja de extranjeros. Eran dos jóvenes algo hippiosos, con rastas él, flaco, lácteo y feo; ella de pelo corto a la garçon (como dice un tango), rubia, de grandes y hermosos ojos turquesa, medio mugrosa pero sexi porque dentro de los andrajos había una especie de aeromoza sueca. Me pareció que el tipo no hablaba ni gota de español, pero ella sí. La chica me preguntó primero en inglés si el museo estaba en funciones. Con mi inglés cavernícola le pregunté si hablaba español, y dijo que sí.
—Sí, sólo que abrirá hasta dentro de dos horas —le informé como si yo supiera mucho del asunto.
Nos quedamos un rato en silencio. Es un decir, pues la azafata hippie conversó en un idioma inextricable (¿polaco, finlandés, noruego?) con su pareja mientras yo seguía estirando el cuello desde la verja hacia el jardín de la casa-museo. Noté que los europeos no eran de mucho hacer migas con un tipo al que seguramente notaron ya en la ancianidad, y me separé de ellos un poco para preguntar a un jardinero el lugar hacia donde estaba la zona centro de Alta Gracia. Me indicó el camino, y sin despedirme de la pareja puse patas a la obra.
El día era, lo recuerdo así, bellísimo, con un clima templado y una luz intensa y transparente, precisamente el clima terapéutico que los médicos habían recomendado para paliar el asma del pequeño Ernesto. Caminé varias callecitas y en todas lucían casas que imaginé de estilo alpino, como ésas que hemos visto en almanaques con paisajes suizos. Un poco después noté algo extraño: la pareja me seguía. No para alcanzarme, sino para avanzar por la ruta que me había marcado el trabajador del museo. Recuerdo que pasé al lado de un lago, de una como misión jesuítica, y al fin di con el micromicrocentro. Era casi mediodía y vi muchos estudiantes. Entré al primer restaurantito que sentí de modo y pedí una hamburguesa con papas y “gaseosa”, como allá le llaman a nuestro refresco. Hice tiempo viendo hacia la calle. Dos o tres veces vi pasar a la pareja hippie. Claro, en una hora ya habían recorrido todo el centro y daban vueltas por los mismos rumbos.
Cuando llegó el momento emprendí el regreso hacia el museo. Soy muy orientado y no necesito piedritas para desandar mis pasos, como Hansel y Gretel, así que volví por el camino ya conocido. Y otra vez, como una aparición, capté de lejos, detrás de mí, a los europeos. Llegué y ahora sí: abierto. Pagué una cuota y entré. El museo es un recorrido por las habitaciones de la casa. Contiene cartas, fotografías y algunos efectos personales del Che y su familia. Me asombró que tuviera tantos visitantes pese al aislamiento del lugar. No era un tumulto, ciertamente, pero al menos sí recorríamos la casa una veintena de personas, todas por grupitos en diferente habitación. El museo es modesto, pero limpio y bien curado. Pude tomar fotos con total impunidad, aunque las condiciones de luz no fueran buenas en el interior.
En todas las fotos del Che, incluso en las de su niñez, el Che es el Che. El rostro jamás le cambió, de manera que en una colectiva familiar o con amigos es innecesario señalar en dónde se ubica él. El museo es un lindo espacio y a él entré contento, tal vez prejuiciado por la admiración que siempre —pese a los textos ideológicamente hostiles y lejanos— le he tenido a ese sujeto extraño, carismático, querido por tantos, despreciado por otros más.
El recorrido no es largo, pero da esa impresión porque hay muchos papeles, muchas cédulas, y la gente se detiene a leer. El retrete de la casa tiene un letrero que advierte al visitante, con cierto humor involuntario, su condición de pieza del museo, para que nadie vaya a confundirlo. Luego, al fondo de la casa, en el patio trasero, hay una tienda de souvenires, y allí termina todo.
Bueno, no todo. Al salir registré fotográficamente el maravilloso bronce del Che niño que luce en la entrada de la casa. Luego le pedí a alguien que me ayudara con un click junto a ese pequeño sentado en el barandal que sería más adelante un personaje con imán mundial, un sujeto que físicamente moriría ejecutado el 9 de octubre de 1967, hace cincuenta años, tras ser aprendido en Bolivia por el ejército de este país en colaboración con la siempre hacendosa inteligencia norteamericana.