domingo, abril 25, 2010

Reyes frente a la tragedia















Deambula ya, gratis como siempre, el más reciente ejemplar de Acequias, el 51. Es la revista de la UIA Laguna, y en ese número su parte central aborda el tema de la revolución. Contiene muchos materiales más, por supuesto. Felicidades a Édgar Salinas y a Julio César Félix; aquí están sus mails por si algún lector de Ruta Norte se interesa en saber cómo llegar a Acequias: letrasalaire@hotmail.com y acequias@lag.uia.mx. Publico aquí, íntegra, mi colaboración; su título completo es “Reyes frente a la tragedia: del dolor a la creación”:

Jamás he ocultado, ni ocultaré, mi simpatía por la obra de Alfonso Reyes. No soy, como pocos en este país, especialista alfonsino, pero a lo largo de veinte años he vuelto una y otra vez, sin sistema, por el solo imán del afecto, a sus demasiados libros, a esas incontables páginas donde siempre he hallado al erudito amable, al escritor sin lunares estilísticos, al “caballero de la voz errante”, como lo llama Adolfo Castañón, él sí un alfonsinista consumado. He complementado el afecto por la trayectoria de Reyes con mi fetichismo bibliográfico, que es el único fetichismo que me permito ejercer. Tengo tres tomos con su firma en el colofón, y entre otras tengo las primeras ediciones de Cuestiones gongorinas (Espasa-Calpe, 1927), La antigua retórica (1942), que por cierto cuidó directamente Daniel Cosío Villegas, y poco a poco, sin buscarla, he conseguido buena parte de su correspondencia con escritores y diplomáticos, además de varios ensayos sobre su obra.
Por supuesto, en ese océano de papeles hay cardúmenes de palabras a los que regreso cada que ando con la cabeza como desatada por el estrés de los problemas que siempre picotean el alma. Reyes tiene la virtud de aplacarme con su discreción (en el sentido arcaico de la palabra) y su saber. Tras leer a Reyes siempre obtengo lo que quiero: paz, calma y la extraña y saludable sensación de que aprendí algo sin forzaduras ni regaños. Más que un erudito, Reyes era (es) un sabio, el maestro que enseña con gesto bondadoso y no cree que la letra con sangre deba entrar.
Uno de los textos que más le aprecio y he releído cada vez que puedo es “Oración del 9 de febrero”. Se trata, como sabemos, de una memoria sobre su relación con el general Bernardo Reyes, su padre, quien murió el 9 de febrero de 1913, frente a palacio nacional, en la refriega que dio arranque a la Decena Trágica que luego de otras muertes y traiciones derivó en la presidencia abyecta de Victoriano Huerta y el asesinato de Madero. Reyes fechó su escritura en Buenos Aires, del 9 de febrero de 1930 al 20 de agosto de ese mismo año, o sea, terminó su escritura “el día que [su padre] había de cumplir sus 80 años”. Pasados 17 años, ya con muchos cargos diplomáticos, kilómetros y libros de por medio, el polígrafo vuelve a encarar, ahora por escrito, el más amargo recuerdo de su vida: la muerte violenta, en una acción absurda, de su padre, lo que necesariamente lo lleva a reflexionar sobre su condición de escritor en aquellas agitadas aguas, sobre su elección del trabajo creador frente a las posibilidades de la venganza, por legítimas o ilegítimas que fueran. “Oración…” es, por ello, un documento fundamental para entender el pensamiento alfonsino ulterior a 1913, la clave mediante la cual, a mi parecer, accedemos al propósito más activo en el espíritu del regiomontano.
Entre otros, Emmanuel Carballo y Adolfo Castañón han destacado la importancia de la muerte de Bernardo Reyes en la obra de su hijo. “El 9 de febrero de 1913 dejó en la vida y en la obra de Alfonso Reyes una huella que no borrarían sus dilatados años”, dice Carballo. La crónica de esos días terribles para la patria colocó al escritor en un lío mucho antes de la Decena Trágica: ¿cómo conciliar sus necesidades de sosiego para el estudio con la agitación violenta, tan cercana a su apellido, que se vivía en el país? Si consideramos los hechos que se mueven alrededor de Reyes en aquel momento, creo advertir, más que desaprobación a las inevitables luchas armadas, inteligencia para evaluar lo que ocurre en su entorno inmediato. Era imposible que no viera en su padre el mejor modelo y siempre le es leal, pero sin que lo exprese abiertamente, ya iniciada la revolución, advierte que las posibilidades políticas del militar están menguadas y cualquier lucha puede ser funesta no sólo para el general caído en desgracia, sino para todos los Reyes Ochoa. En su casa de México, con su familia pertrechada y en espera de la hora definitiva en la que una muchedumbre los aniquile, Reyes se acoge a la resignación y coloca una muralla a las acechanzas del odio; en su diario escribe el 3 de septiembre de 1911, luego de muchos días de zozobra: “Mi padre ha llegado al fin. Como está ileso, ya no oigo nada. También he alzado otra fortaleza en mi alma: una fortaleza contra el rencor. Me lo han devuelto. Lo demás no me importa”. Los azares permiten que el general Reyes sobreviva hasta el 9 de febrero de 1913, día en el que por la fuerza es liberado de la cárcel de Santiago Tlatelolco gracias a Rodolfo Reyes —su segundo hijo, el más impetuoso y visceral—, Félix Díaz y Manuel Mondragón, quienes emprenden el derrocamiento de Madero. Se sabe que el primero en caer ametrallado fue Bernardo Reyes, a lo que siguió una etapa teñida de sangre y una de las traiciones emblemáticas de la historia mexicana: la de Huerta al político parrense.
Alfonso Reyes no podía expresarlo: turbado, resiente el lance final de su padre. Sabe que Rodolfo, su hermano, también está detrás de eso, así que todo en él es dolor moral, incertidumbre. Reyes pensó siempre que su padre estaba destinado a grandes logros patrióticos, pero fue rebasado por una oscura trama de malentendidos e infortunios. “¿Por qué quiso morir como un sublevado y sedicioso cuando toda su vida había sido un liberal convicto de sus convicciones, un hombre de armas que sabía hacerse amar incluso por sus enemigos? ¿Qué enrevesado código de honor le bullía en la sangre?”, pregunta muchos años después León Reyes, hijo homónimo de un hijo natural del general Reyes (lo cita Adolfo Castañón).
El escenario, pues, no podía ser peor en aquel momento para Alfonso Reyes. Ha perdido absurdamente a su paradigma de hombre, y, para los instantáneos e innumerables enemigos de usurpador Huerta, él es, en automático, un apestado: “El 9 de febrero convierte al joven de 24 años, hasta ese día visto como un ser privilegiado por los círculos sociales y políticos, en el hijo-del-traidor, en un contrarrevolucionario”, señala Carballo. El barullo, la confusión, los puyazos de la historia lo cercan; es salpicado por la ignominia del momento. Tenía, según puedo ver, dos caminos: 1) sumarse sin ambages, como su hermano Rodolfo, al gobierno de Huerta y enfangarse en el odio estéril contra quienes mataron a su padre, o 2) amputar toda pasión destructiva y hacer el voto inverso: crear, pensar, homenajear la memoria de su padre con un proyecto que no por intelectual dejaba de ser político. Lo que el general Reyes no pudo hacer porque la historia lo envolvió en una telaraña de ambiciones y de intrigas, lo hará su hijo con los libros, con las armas de la inteligencia. Emprendió, para decirlo con palabras que le pertenecen, una “venganza creadora”.
En el soneto “9 de febrero de 1913”, expresa: “Desde entonces mi noche tiene voces, / huésped mi soledad, gusto mi llanto. / Y si seguí viviendo desde entonces / es porque en mí te llevo, en mí te salvo”. Su obra aspirará entonces a salvar al padre, a dejar el apellido Reyes en condiciones que a su juicio hubieran satisfecho al exgobernador de Nuevo León. Si su padre (admirador de Espronceda) y su hermano y casi todos viven atados a un sentimiento romántico que muchas veces conduce a la desmesura y a la muerte, él hace exactamente lo contrario: con serenidad neoclásica, examina el rostro de la coyuntura y sabe que para su proyecto de salvación física y espiritual es necesario tomar distancia; ya en 1911, en un nicho cercado de violencia, mira la habitación que ocupa en su casa de la ciudad de México: “Pero sé que mi estancia aquí ha de ser transitoria, y la casa misma me es ajena”.
Lo que, pese a su obsesiva ecuanimidad de siempre, todavía era confusión luego de la Decena Trágica, fue destilado hasta la transparencia en 1930. La “Oración…” le sirvió a Reyes para poner en papel lo que casi intuitivamente decidió cuando todavía estaba fresca la sangre de su padre. Luego de describir el peso que tuvo el general Reyes como presencia más espiritual que física en su vida (el escritor recuerda que lo veía poco, dado que él estudiaba en México mientras su padre gobernaba Nuevo León), apunta:

De repente sobrevino la tremenda sacudida nerviosa, tanto mayor cuanto que la muerte de mi padre fue un accidente, un choque contra un obstáculo físico, una violenta intromisión de la metralla en la vida y no el término previsible y paulatinamente aceptado de un acabamiento biológico. Esto dio a su muerte no sé qué aire de grosería cosmogónica, de afrenta material contras las intenciones de la creación. Mi natural dolor se hizo todavía más horrible por haber sobrevenido aquella muerte en medio de circunstancias singularmente patéticas y sangrientas, que no sólo interesaban a una familia, sino a todo un pueblo. Su muerte era la culminación del cuadro de horror que ofrecía entonces toda la ciudad. Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos. Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años, toda la patria. Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos. Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas.

La muerte de su padre fue, para Reyes, una “grosería cosmogónica”, una “afrenta material contra las intenciones de la creación”. Según su hijo, muy otro era el destino para el general, entonces, y otras las intenciones de la creación. Fuera cierto o falso, de ello estaba convencido, por lo que él reemprende con creciente fervor el recorrido trunco, la vida segada abrupta y absurdamente por el plomo (“es porque en mí te llevo, en mí te salvo”, recordemos).
Para lograr su cometido, Reyes debe exorcizar un demonio que quizá a otros los hubiera devorado, el del odio que conduce al anhelo de desquite:

También supe y quise cerrar los ojos ante la forma yacente de mi padre, para sólo conservar de él la mejor imagen. También supe y quise elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir en esclavizarme a la baja vendetta. Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencio a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego, De paso, sé que me he cercenado voluntariamente una parte de mí mismo; sé que he perdido para siempre los resortes de la agresión y de la ambición. Pero hice como el que, picado de víbora, se corta el dedo de un machetazo. Los que sepan de estos dolores me entenderán muy bien.

Pasados los años, Reyes logró imponerse. Ni la esterilidad, ni el odio, ni la “baja vendetta”, nada de eso lo dominó, sino el trabajo articulador de una obra que sumó miles de páginas escritas con la mejor prosa castellana, un desempeño diplomático de excelencia y la forja de instituciones como El Colegio de México o el Instituto Francés de América Latina. Sé que su figura sigue despertando hoy indiferencias y recelos. Sin embargo, goza mayormente de reconocimiento y en muchas evidencias se puede notar que el episodio fatal de la Decena Trágica a él lo movió en un sentido irregateablemente útil para el país, lo que a fin de cuentas avanza en el sentido de todo proyecto revolucionario.
Entre otros testimonios de respeto, cuando en 1968 Ediciones ERA —sello identificado siempre con la izquierda, donde había salido ya, por cierto, la “Oración…”, esto en 1967— publicó un Anecdotario de Reyes, quedó de manifiesto que su obra ya no era evaluada con los juicios y prejuicios de la historia oficial, sino por su valor intrínseco y su permanente y orientadora luminosidad, su revolucionario y humanista empaque.

Comarca Lagunera, 11, marzo y 2010