El lunes 19 de abril comprobé no en carne, pero sí en carro propio lo que siempre he pensado: que jamás aceptaré someterme a la servidumbre de un coche. La experiencia fue traumática, cierto, pero me dejó la certeza de que en materia de automóvil he procedido correctamente y de acuerdo a mis intereses. Narro. Eran las 6:40 de la tarde y me dirigía al TSM para ver el juego del Santos contra San Luis. Desde el rumbo de los yonkes cercanos al ejido La Unión vi que se aproximaba una tolvanera de las nuestras, de esas que parecen gigantesca cortina color crema. La carretera estaba congestionada, así que no pude hacer nada más que avanzar. En un instante la tolvanera lo cubrió todo, cerró la visibilidad y comenzaron a caer gordas gotas de lluvia sobre mi parabrisas. Unos segundos después oí el primer impacto, como un balazo: una bola de granizo pegó en mi coche y de inmediato comenzaron a caer tantas que como pude me orillé “a la orilla” para esperar, sin protección, lo que la naturaleza había preparado. Una ráfaga de granizo me azotó de frente. Vi que en los vidrios del coche se estrellaban unas pelotas de golf que producían ruido de metralla. Lo único que pude hacer fue encomendarme a San Ernesto de la Higuera y cruzar los brazos como defensa de fut en la barrera antes de un tiro libre, pues supuse que en cualquier momento los granizos acabarían con el cristal y me golpearían directamente en esa especie de fin del mundo en miniatura.
Cinco o diez minutos después, apendejado por el imprevisto, hice lo que puede para acomodarme a la situación. Vi que el parabrisas sufrió una rajadura como de río en mapa, y luego de un par de llamadas para confirmar que mis mujeres estaban a salvo, continué el camino hacia el futbol. Al estacionarme y bajar, noté que además del cristalazo la carrocería sufrió lesiones múltiples: los golpes de hielo dejaron la impresión de que mi coche había sobrevivido a la viruela. Ni modo.
Confieso que esa noche dormí mal. Sentí pesadumbre al saber que mi carrito, un Neón más austero que los presupuestos para la cultura, perdió al menos un 30 o 40 por ciento de su valor. La tristeza no duró, pues a la mañana siguiente pensé en lo que siempre pienso en estos casos: son bienes materiales relativamente económicos, y no pasa tanto que no pueda arreglarse con un poco de resignación.
Pensé también en mi relación con el coche. Siempre he creído que el mejor carro es el que no se tiene (porque contamina y nunca deja de ser un “arma” peligrosa), por lo que durante algunos años hice honor a esa política y carecí de él. Caminé, usé taxis, camiones, aventones, pero cuando vi que era imposible movilizar a mis hijas con el puro vehículo conyugal, compré uno usado, de bajo precio, con menos lujos que un Cereso. Pude, como tantos en México, endrogarme con un crédito y tener un coche, digamos, no muy caro, pero sí nuevo. Me lo negué por las razones que siempre me he dado al respecto: un coche, para mí, es una herramienta útil para la libertad. De un coche nuevo y quizá lujoso sería, sin remedio, esclavo. No hay tiempo para eso. No hay tiempo para pagar mensualidades altas (lo que implica más chamba distractiva), no hay tiempo para pagar seguros caros, no hay tiempo para tenencias leoninas, no hay tiempo para cuidarlo en todos lados como si fuera un nene, no hay tiempo para traerlo como porcelana en esta comarca cochina de polvo y tapizada de baches, no hay tiempo para añadir la zozobra de un posible robo con violencia. Si hubiera tiempo y viviera en Malibú, con gusto me esforzaría para algo más, incluso para que la sensación de estatus se viera satisfecha. Pero no. Prefiero sentir que uso un coche que me sirve exclusivamente para andar en la ciudad, en trayectos cortos, invisible de tan modesto, ajeno a la tentación de nadie. Así —aunque algunos, por estatus, no estén de acuerdo— el coche no se suma a las mil miserias que nos amarran a la supervivencia cotidiana. Hay mucho que hacer, son muchas las ataduras como para añadir tan lamentable servidumbre: la de ser guarura de un coche. Por eso la granizada a la carrocería fue para mí un daño menor, un perjuicio ínfimo en el contexto de los estropicios que solemos padecer en este país.
Cinco o diez minutos después, apendejado por el imprevisto, hice lo que puede para acomodarme a la situación. Vi que el parabrisas sufrió una rajadura como de río en mapa, y luego de un par de llamadas para confirmar que mis mujeres estaban a salvo, continué el camino hacia el futbol. Al estacionarme y bajar, noté que además del cristalazo la carrocería sufrió lesiones múltiples: los golpes de hielo dejaron la impresión de que mi coche había sobrevivido a la viruela. Ni modo.
Confieso que esa noche dormí mal. Sentí pesadumbre al saber que mi carrito, un Neón más austero que los presupuestos para la cultura, perdió al menos un 30 o 40 por ciento de su valor. La tristeza no duró, pues a la mañana siguiente pensé en lo que siempre pienso en estos casos: son bienes materiales relativamente económicos, y no pasa tanto que no pueda arreglarse con un poco de resignación.
Pensé también en mi relación con el coche. Siempre he creído que el mejor carro es el que no se tiene (porque contamina y nunca deja de ser un “arma” peligrosa), por lo que durante algunos años hice honor a esa política y carecí de él. Caminé, usé taxis, camiones, aventones, pero cuando vi que era imposible movilizar a mis hijas con el puro vehículo conyugal, compré uno usado, de bajo precio, con menos lujos que un Cereso. Pude, como tantos en México, endrogarme con un crédito y tener un coche, digamos, no muy caro, pero sí nuevo. Me lo negué por las razones que siempre me he dado al respecto: un coche, para mí, es una herramienta útil para la libertad. De un coche nuevo y quizá lujoso sería, sin remedio, esclavo. No hay tiempo para eso. No hay tiempo para pagar mensualidades altas (lo que implica más chamba distractiva), no hay tiempo para pagar seguros caros, no hay tiempo para tenencias leoninas, no hay tiempo para cuidarlo en todos lados como si fuera un nene, no hay tiempo para traerlo como porcelana en esta comarca cochina de polvo y tapizada de baches, no hay tiempo para añadir la zozobra de un posible robo con violencia. Si hubiera tiempo y viviera en Malibú, con gusto me esforzaría para algo más, incluso para que la sensación de estatus se viera satisfecha. Pero no. Prefiero sentir que uso un coche que me sirve exclusivamente para andar en la ciudad, en trayectos cortos, invisible de tan modesto, ajeno a la tentación de nadie. Así —aunque algunos, por estatus, no estén de acuerdo— el coche no se suma a las mil miserias que nos amarran a la supervivencia cotidiana. Hay mucho que hacer, son muchas las ataduras como para añadir tan lamentable servidumbre: la de ser guarura de un coche. Por eso la granizada a la carrocería fue para mí un daño menor, un perjuicio ínfimo en el contexto de los estropicios que solemos padecer en este país.