No es necesario ser Octavio Paz ni deambular por El laberinto de la soledad para saber que México es un país fiesterote. Nos encanta la pachanga en todas sus modalidades y por eso podemos presumir uno de los calendarios oficiales con más asuetos en el mundo. A las celebraciones patrias y religiosas (como esta de semana “santa”) añadimos otras no menos importantes como la de la madre, del padre, del niño, del abuelo, del taco, del maestro, del amor y de lo que se nos vaya ocurriendo. A eso, además, hay que sumar los festejos familiares de cumpleaños, aniversarios de boda, triunfos del Santos (en el caso de los laguneros) y carnes asadas nomás por el placer de saludar a los amigos. Los europeos nos miran, con razón, llenos de asombro, pues cuando vienen se la viven de jolgorio en jolgorio, felices de tanto jajají y jajajá que les da la extraña impresión de que nunca trabajamos. Y sí, si trabajamos, pero el trabajo es sólo el pretexto para cansarse y aburrirse un poquito y justificar la fiesta sin tanto cargo de conciencia.
Leo, por eso, la noticia sobre la suspensión de los recreos escolares en Tamaulipas y pienso en el flanco fandanguero de la personalidad mexicana. ¿Qué somos si nos quitan la fiesta? ¿Seguimos siendo mexicanos o nos convertimos abruptamente en otra cosa? Porque, en los hechos, algunas ciudades de México han ido perdiendo, con en el cuento de Cortázar que ahora podemos descifrar mejor, espacios y horarios para la convivencia. Las noches son las más afectadas, con todo lo que eso implica en materia económica.
Algo pasará, creo, con la personalidad del mexicano estándar ante esa lesión a sus hábitos gregarios. Si el problema no disminuye, la ciudadanía vivirá encarcelada en sus casas y cancelará, como ya lo hace, las noches como horario adecuado para celebrar cualquier acontecimiento. Centros sociales para bodas y demás festejos, clubes, restaurantes, bares, lupanares o simplemente casas particulares se convertirán en espacios que acrecienten el peligro no sólo porque allí estará reunida mucha gente indefensa, sino porque en general el mejor momento para celebrar estaba en las primeras horas de la noche hoy peligrosa. En esta coyuntura, sin garantía ninguna de seguridad, con un gobierno ausente pero cobrando, pocos son los dispuestos al recorrido de vuelta, al trayecto rumbo a casa que antes era rutinario y ahora es un albur desafiante.
Como los niños están siendo golpeados con y sin metáfora, han quedado enclaustrados en casa por la necesaria ocupación de sus padres y el peligro que representa dejarlos mínimamente sueltos en espacios públicos. Sus guetos son los hogares y allí deben inventar, como sea, formas de convivencia entre hermanos y vecinos. Cuando no los hay, como dije hace poco, la tele y otros monitores se convierten en pilmamas inevitables y quizá no recomendables, pero usadas sin remedio dado lo turbio e inseguro del ambiente exterior.
La escuela es, bien se sabe, un espacio ideal para la socialización. Además de estudiar, los niños y los jóvenes van allí a jugar, a relacionarse, a divertirse, esto al grado de que el juego y la amistad es en la mayoría de las ocasiones, por no decir siempre, mucho más importantes que el conocimiento impartido formalmente en el aula. Sin el recreo, o con un recreo temeroso en los patios o metido en los salones, los niños terminarán por aprender formas de convivencia anómalas, sitiadas por paranoias inadecuadas y áreas opresivas.
Para mí no es grave la pérdida de espacios sociales, pues cada vez avanzo más hacia la negación absoluta de toda convivencia. He llegado incluso a pedir a algunos conocidos que no me inviten a reuniones, pues suelo estar incómodo en casi todas y prefiero abstenerme de cualquier tipo de socialización. Eso no significa que no deplore y hasta aborrezca la pérdida de espacios libres y seguros para todos. El derecho a la convivencia y a la fiesta es irregateable. Perder la calle es, así de sencillo, perder la libertad.
Leo, por eso, la noticia sobre la suspensión de los recreos escolares en Tamaulipas y pienso en el flanco fandanguero de la personalidad mexicana. ¿Qué somos si nos quitan la fiesta? ¿Seguimos siendo mexicanos o nos convertimos abruptamente en otra cosa? Porque, en los hechos, algunas ciudades de México han ido perdiendo, con en el cuento de Cortázar que ahora podemos descifrar mejor, espacios y horarios para la convivencia. Las noches son las más afectadas, con todo lo que eso implica en materia económica.
Algo pasará, creo, con la personalidad del mexicano estándar ante esa lesión a sus hábitos gregarios. Si el problema no disminuye, la ciudadanía vivirá encarcelada en sus casas y cancelará, como ya lo hace, las noches como horario adecuado para celebrar cualquier acontecimiento. Centros sociales para bodas y demás festejos, clubes, restaurantes, bares, lupanares o simplemente casas particulares se convertirán en espacios que acrecienten el peligro no sólo porque allí estará reunida mucha gente indefensa, sino porque en general el mejor momento para celebrar estaba en las primeras horas de la noche hoy peligrosa. En esta coyuntura, sin garantía ninguna de seguridad, con un gobierno ausente pero cobrando, pocos son los dispuestos al recorrido de vuelta, al trayecto rumbo a casa que antes era rutinario y ahora es un albur desafiante.
Como los niños están siendo golpeados con y sin metáfora, han quedado enclaustrados en casa por la necesaria ocupación de sus padres y el peligro que representa dejarlos mínimamente sueltos en espacios públicos. Sus guetos son los hogares y allí deben inventar, como sea, formas de convivencia entre hermanos y vecinos. Cuando no los hay, como dije hace poco, la tele y otros monitores se convierten en pilmamas inevitables y quizá no recomendables, pero usadas sin remedio dado lo turbio e inseguro del ambiente exterior.
La escuela es, bien se sabe, un espacio ideal para la socialización. Además de estudiar, los niños y los jóvenes van allí a jugar, a relacionarse, a divertirse, esto al grado de que el juego y la amistad es en la mayoría de las ocasiones, por no decir siempre, mucho más importantes que el conocimiento impartido formalmente en el aula. Sin el recreo, o con un recreo temeroso en los patios o metido en los salones, los niños terminarán por aprender formas de convivencia anómalas, sitiadas por paranoias inadecuadas y áreas opresivas.
Para mí no es grave la pérdida de espacios sociales, pues cada vez avanzo más hacia la negación absoluta de toda convivencia. He llegado incluso a pedir a algunos conocidos que no me inviten a reuniones, pues suelo estar incómodo en casi todas y prefiero abstenerme de cualquier tipo de socialización. Eso no significa que no deplore y hasta aborrezca la pérdida de espacios libres y seguros para todos. El derecho a la convivencia y a la fiesta es irregateable. Perder la calle es, así de sencillo, perder la libertad.