sábado, abril 24, 2010

Ecos de Dolores Díaz Rivera



No voy a ser yo quien exalte con fortuna las virtudes humanas y literarias de nuestra querida amiga Dolores Díaz Rivera. Eso ya lo han hecho varios escritores laguneros que además de quererla como amiga la respetan como compañera del benemérito taller literario que durante ya muchos años coordina Saúl Rosales en el Teatro Isauro Martínez. Dolores se ha ganado, como contados escritores en nuestra región, el aprecio de muchos que ven en ella un ejemplo claro de constancia imaginativa y ejercicio torrencial de la escritura. Mi comentario podría terminar aquí, remitir a los curiosos al apéndice de Ecos del tiempo y señalar que Dolores es, insisto, uno de los ejemplos más salientes de constancia imaginativa y ejercicio torrencial de la escritura en La Laguna. Pero no. Me extiendo un poco para decir, así sea apresuradamente, lo que pienso sobre su personalidad en general y, en particular, sobre su libro Ecos del tiempo.
Conozco a Dolores desde hace, creo, diez años. Supe de ella por Estepa del Nazas, revista donde le leí un cuento que luego, como todos los suyos, halló estacionamiento definitivo en alguno de sus libros; luego, por supuesto, he leído otros tantos en las páginas de esa misma revista. Desde el primer contacto noté que su narrativa tiene algo que a falta de mejor palabra definiré como “chispa”. Otros dirán encanto, atractivo, gracejo, como sea. Yo prefiero decir “chispa”, una pátina de gracia que los hace sabrosos al paladar de espíritu. Me gusta sobre todo el desenfado de su impulso narrativo: sus cuentos caminan con naturalidad, sin forzaduras, como si no atendieran ningún precepto, como pedazos de vida ajenos al mecanismo cuentístico que aquí no se nota o se nota poco.
Como ocurre siempre en los libros de cuentos, unos destacan más que otros. Tal vez una lectura menos apresurada me mueva a pensar en lo contrario, que otros parezcan mejores que unos. Para el caso es lo mismo, pues de lo que se trata en un libro de esta índole es que el conjunto deje un sabor, una especie de sensación en el lector. A mí me ha dejado, como digo, la tenue alegría de quien confirma que el arte puede pasar su vista por los pequeños conflictos del ser humano y salir airoso, con un puñado de destinos interesantes, de personajes que no por su pequeñez real o aparente dejan de tener densidad y una carga de conflicto capaz de convertirse en combustible de literatura.
Me contenta hallar en los cuentos de Dolores el caos de muchos destinos familiares. Late en muchas de sus historias, por no decir que en todas, un asunto que de lejos o de cerca, a veces visceralmente de cerca, atañe al borrascoso mundo familiar. Es una veta que nuestra escritora ha explorado bien, la de hurgadora de los vínculos, por lo general truncos, entre padres e hijos, entre hermanos, entre esposos, incluso entre amigos. El gran conflicto de nuestras sociedades, su competencia, su envilecimiento, su individualismo, su mezquindad, puede ser leído en microescala en los cuentos de Dolores, esta inquieta voyeurista del barullo familiar, de las guerras intestinas a las que, empero, ella se obstina en torcerles el rumbo con alguno que otro final feliz.
Antonio Rodríguez, mejor conocido en los bajos fondos como Frino, ha destacado otra marca recurrente en su, en nuestra querida Dolores: “Estoy seguro de que si sus recorridos no la proveyeran de anécdotas, Dolores no volvería a hacer una maleta. Porque no escribe de las ciudades que visita, sino de los destinos que encuentra y eso es algo que ella siempre ignora cuando sube a un avión”. Viajera entonces, Dolores emprende sus periplos para conocer no los lugares, que eso ahora es relativamente fácil de obtener con una suscripción de Prodigy, sino la complejidad el alma humana encarnada en decenas, en cientos de hombres y mujeres que en el azar de los viajes topan con esta señora amable y parlanchina que los hace soltar la sopa sin que nadie note siquiera que le sonsacan una historia. Por eso le digo reportera, una reportera secreta que usa el disfraz de viajera frecuente para comprobar además que en todo el mundo, que en todas las clases sociales, que en todas las culturas el hombre es un animal hecho de problemas. Frino ha percibido bien, por ello, el incansable safari literario de Dolores, su ansia de meter la cuchara literaria en cualquier confesión aparentemente circunstancial.
Ecos del tiempo —lindo título, acaso más adecuado para un poemario que para un libro de cuentos— contiene quince cuentos de extensión similar, fluctuante entre las cinco y siete páginas. Añade un apéndice que a no ser por lo que sé parece muy extraño; se trata de comentarios sobre Dolores y Ecos del tiempo expresados por su principal maestro de literatura y de algunos de sus compañeros, todos hombres, en el taller del Teatro Martínez. Digo que parecería extraño pero no lo es en función de un detalle: la mayoría quienes allí escriben son todavía sus compañeros de taller y han oído de primera mano muchas de las historias que componen el libro. Sólo dos de ellos ya andan navegando en otras aguas, pero de Dolores, por lo que se lee, guardan un recuerdo fresco y entrañable.
Dije hace unos renglones que el conjunto de Ecos del tiempo, como todo apilamiento de cuentos en el recipiente de un libro, es parejo, pero destacan historias que al menos a mí me parecen harto estimables. Esto pasa, lo sé, por la caprichosa subjetividad de quien lee, por lo que al no considerar algunos cuentos como parte de “los mejores” no quiera decir que valen menos. Simplemente no alcanzan, a juicio del receptor, el rango que si tocan otros. En los casos de los cuentos que más me gustaron están, en orden de aparición, “Chiapas”, “La ley del cártel”, “El hijo del policía”, “El secreto de Gertrudis”, “Las bellezas también sufrimos”, “El suicidio fallido” y “Una sombra sin rostro”.
Todos los relatos, en descargo de esta selección, deparan una sorpresa al lector, o más bien dos: la sorpresa de confirmar que el ser humano y sus conflictos inmediatos son la materia prima indispensable de la literatura y, segunda, que la vocación narrativa de Dolores Díaz Rivera es una fiesta y un ejemplo que los laguneros no debemos dejar de celebrar. Los celebro, entonces, y me sumo así, con uno que otro matiz, al apendicular contingente de sus admiradores.