Quienes peinamos algunas o muchas canas (lo cual es casi una metáfora para quienes ya sólo peinamos escaso pelo) sabemos que los libros infantiles de nuestra niñez eran en realidad libros para adolescentes, casi para adultos jóvenes. Los libros que tal vez sí eran infantiles infantiles infantiles son los que servían para “iluminar”, esos cuadernotes impresos en papel revolución, con monos hechos en pura línea y una frase al pie de imagen. Fuera de eso, todo lo que las editoriales publicaban “para niños” eran clásicos que los niños difícilmente podían leer en el hipotético y esporádico caso de que algún niño quisiera leer.
Digo “niño” y pienso en lo que hoy entendemos por tal: una persona de, digamos, uno a doce años. Por ellos, si recordamos bien, no se preocupó mucho la industria editorial, ya que el formato de los libros excedía en general las competencias de un niño promedio, y más en un país como México, con una larga tradición de no lectores e innumerables intentos gubernamentales que han terminado en el fracaso y la frustración.
Frente al despegue de los medios de comunicación, frente al carácter invasivo de la imagen que hoy es la base del cine, de la televisión, del Internet y de otros sistemas aledaños como el teléfono celular y el Nintendo, el libro con puras letras estaba condenado a muerte entre los niños. Se requerían, entonces, pequeños verdaderamente heroicos para encarar la lectura de un libro que desde su facha se mostraba austero, cada vez más ajeno al mundo de las imágenes en movimiento, sobre todo de las televisivas y, en segundo lugar, de las cinematográficas.
No sé si me equivoco, pero fue hace dos décadas, poco más o menos, que el libro infantil dio un salto descomunal y ahora sí le hizo honor al adjetivo; los libros para niños abandonaron la aridez de la grafía pelona y sumaron todo lo que la imaginación le puede añadir a un objeto para hacerlo atractivo frente a la niñez. El cambio fue tan drástico que el mercado de los libros para niños pasó de golpe a mostrar una segmentación por edades muy bien delimitada, acorde a las diferentes edades que suelen tener los niños.
De esa forma, en un par de décadas el libro infantil es una miscelánea de productos, un abarrote de títulos cuyos formatos pasan por todos los tamaños, materiales, temas y destinatarios. Ya no es el libro gordo y atiborrado de tipografía, o el libro con tipografía grandota y algunos dibujos salteados entre texto y texto, o la historia de princesas y castillos encantados, sino un anaquel con todo lo que podamos imaginar, y más que eso.
Sé de este tema por dos razones simples: porque en general estoy atento al mundo editorial y porque tengo tres hijas a las que he tratado de llenar de libros. En el fondo de mi corazón, al comprar esas obras lo he hecho para darme gusto, pues me impresiona la creatividad puesta detrás de cada título con características nunca vistas cuando me tocó ser niño allá por los sesenta-setenta.
¿Y qué libros he visto en mi ya larga experiencia de trece años como padre gambusino de libros infantiles? Creo que bastantes, muchos de ellos espléndidos. Libros para niños de meses, de un año o poco más, chicos, de “hojas” tan gruesas que cada libro tiene apenas ocho o diez páginas con un dibujo y una palabra en cada una. Libros de plástico para meter a la alberca o la regadera/bañera. Libros de tela. Libros con textura diferente en cada página. Libros con olor de estilo “rascahuele”. Libros sonoros, con botones para emisión de sonidos o frases que complementan la lectura. Libros con hojas de donde se depliegan figuras tridimensionales. Libros con CD integrado para hacer una especie de trabajo interactivo niño-libro-computadora. Libros con accesorios para hacer manualidades. Libros que enseñan a perderle miedo a ciertos temas (El gran viaje del señor Caca) y en fin, libros y más libros que hoy son, quizá, el último intento por ganar lectores antes de que los medios electrónicos terminan por cooptarlos de una buena vez y para siempre. (Hoy, en Matamoros 539 oriente, charla sobre libros infantiles. Yo conduzco).
Digo “niño” y pienso en lo que hoy entendemos por tal: una persona de, digamos, uno a doce años. Por ellos, si recordamos bien, no se preocupó mucho la industria editorial, ya que el formato de los libros excedía en general las competencias de un niño promedio, y más en un país como México, con una larga tradición de no lectores e innumerables intentos gubernamentales que han terminado en el fracaso y la frustración.
Frente al despegue de los medios de comunicación, frente al carácter invasivo de la imagen que hoy es la base del cine, de la televisión, del Internet y de otros sistemas aledaños como el teléfono celular y el Nintendo, el libro con puras letras estaba condenado a muerte entre los niños. Se requerían, entonces, pequeños verdaderamente heroicos para encarar la lectura de un libro que desde su facha se mostraba austero, cada vez más ajeno al mundo de las imágenes en movimiento, sobre todo de las televisivas y, en segundo lugar, de las cinematográficas.
No sé si me equivoco, pero fue hace dos décadas, poco más o menos, que el libro infantil dio un salto descomunal y ahora sí le hizo honor al adjetivo; los libros para niños abandonaron la aridez de la grafía pelona y sumaron todo lo que la imaginación le puede añadir a un objeto para hacerlo atractivo frente a la niñez. El cambio fue tan drástico que el mercado de los libros para niños pasó de golpe a mostrar una segmentación por edades muy bien delimitada, acorde a las diferentes edades que suelen tener los niños.
De esa forma, en un par de décadas el libro infantil es una miscelánea de productos, un abarrote de títulos cuyos formatos pasan por todos los tamaños, materiales, temas y destinatarios. Ya no es el libro gordo y atiborrado de tipografía, o el libro con tipografía grandota y algunos dibujos salteados entre texto y texto, o la historia de princesas y castillos encantados, sino un anaquel con todo lo que podamos imaginar, y más que eso.
Sé de este tema por dos razones simples: porque en general estoy atento al mundo editorial y porque tengo tres hijas a las que he tratado de llenar de libros. En el fondo de mi corazón, al comprar esas obras lo he hecho para darme gusto, pues me impresiona la creatividad puesta detrás de cada título con características nunca vistas cuando me tocó ser niño allá por los sesenta-setenta.
¿Y qué libros he visto en mi ya larga experiencia de trece años como padre gambusino de libros infantiles? Creo que bastantes, muchos de ellos espléndidos. Libros para niños de meses, de un año o poco más, chicos, de “hojas” tan gruesas que cada libro tiene apenas ocho o diez páginas con un dibujo y una palabra en cada una. Libros de plástico para meter a la alberca o la regadera/bañera. Libros de tela. Libros con textura diferente en cada página. Libros con olor de estilo “rascahuele”. Libros sonoros, con botones para emisión de sonidos o frases que complementan la lectura. Libros con hojas de donde se depliegan figuras tridimensionales. Libros con CD integrado para hacer una especie de trabajo interactivo niño-libro-computadora. Libros con accesorios para hacer manualidades. Libros que enseñan a perderle miedo a ciertos temas (El gran viaje del señor Caca) y en fin, libros y más libros que hoy son, quizá, el último intento por ganar lectores antes de que los medios electrónicos terminan por cooptarlos de una buena vez y para siempre. (Hoy, en Matamoros 539 oriente, charla sobre libros infantiles. Yo conduzco).