Muy poco tiempo hace que vi un comercial de esos alentadores, rosáceamente futurista. Creo que era del gobierno federal. No lo recuerdo con detalle, pero en resumen presentaba una serie de niños jugando cada uno con diferente juguete. Digamos que en el primer momento del anuncio aparecía un niño con un avioncito de papel y el rótulo “Carlitos, piloto aviador”; luego, una niña cuidando unas muñecas y el rótulo “María, doctora”, y así otros dos o tres niños. Los nombres y los oficios que enumero no son exactos, pero en esencia el comercial buscaba decirnos que esos niños que hoy juegan con avioncitos o cuidan muñequitas en el mañana serán pilotos, médicos y demás. Lindo mensaje, muy optimista.
Lamentablemente, la realidad no se deja manipular así de fácil. Para que un niño o una niña sean pilotos o médicos o arquitectos o científicos o pintores y todos los etcéteras que se muevan por ese mismo campo semántico es menester que desde pequeños cuenten con el ambiente y los instrumentos adecuados. En otras palabras, el piloto o la cardióloga presuponen un esfuerzo personal, familiar y hasta gubernamental que en México no cualquiera, aunque lo sueñe mucho, puede cristalizar. Lo más común es que los niños ni siquiera alcancen a soñar con algo, pues apenas abren los ojos y ponen en marcha su incipiente razón cuando ya se dan cuenta, sin que siquiera lo reflexionen bien a bien, de que el futuro es algo que no existe, de que el presente y las urgencias de la alimentación son lo único que hay.
No en otro pasado pongo a los ochos sujetos simultáneos que ayer vi en el crucero de Diagonal Reforma y avenida Juárez. Yo iba por la Diagonal rumbo al bulevar Revolución cuando me detuvo el rojo del semáforo. Quedé, pues, al lado del McDonalds; en las esquinas restantes están otras tres franquicias: una llantera, una distribuidora de Chevrolet y el hispánico y chacaluno Bancomer. En ese instante vi, no sin alelamiento, un resumen de México. Ocho hombres (los conté) de entre veinte y cuarenta años se movilizaron entre los coches para ofrecer sus productos y servicios. Ignoro qué resorte del subconsciente me llevó a imaginarlos en el comercial, jugando de niños en algún cuchitril sin padres o con padres drogadictos o desempleados o alcohólicos o presos o desconocidos o todo eso junto:
Miguelito, comerciante, junta latas y periódico y los tracalea para sobrevivir. Al final, termina vendiendo semillas en el crucero de la Diagonal.
Oscarito, ingeniero en electrónica, trabaja con alambres y latas y los une como puede para entretenerse. Años después, termina frente a un McDonalds vendiendo pollitos de pilas que además él no fabrica.
Pedrito, controlador aéreo, juega de niño con cruces de madera y alambre que simulan ser aviones. Pasados los años, vende papalotes de hule multicolor en un crucero.
Juanito, empresario, recoge coches rotos en los tiraderos y los limpia con esmero. Una década después, en el cruce de Diagonal y Juárez, limpia carros con una franela tan mugrosa que ensucia más de lo que limpia.
La triste imagen no me duró mucho, pues el semáforo marcó verde y atrás quedó el grupo de desvalidos. Lo que me asombra, lo que siempre me asombra, es que a simple vista a ninguno le faltaba nada. Todos tenían allí sus brazos, sus piernas, su cabeza, su fortaleza y sus potencialidades desconocidas. En ese crucero había artistas, científicos, empresarios, obreros calificados. Había hombres con una profesión consumada y muy útil para todos. Pero no: todas sus capacidades, sus millones de neuronas, sus músculos y sus huesos y su sangre quedaron en pausa, acaso adormecidos para siempre. Sin exageración, los ocho hombres del crucero son una tragedia nacional.
Lamentablemente, la realidad no se deja manipular así de fácil. Para que un niño o una niña sean pilotos o médicos o arquitectos o científicos o pintores y todos los etcéteras que se muevan por ese mismo campo semántico es menester que desde pequeños cuenten con el ambiente y los instrumentos adecuados. En otras palabras, el piloto o la cardióloga presuponen un esfuerzo personal, familiar y hasta gubernamental que en México no cualquiera, aunque lo sueñe mucho, puede cristalizar. Lo más común es que los niños ni siquiera alcancen a soñar con algo, pues apenas abren los ojos y ponen en marcha su incipiente razón cuando ya se dan cuenta, sin que siquiera lo reflexionen bien a bien, de que el futuro es algo que no existe, de que el presente y las urgencias de la alimentación son lo único que hay.
No en otro pasado pongo a los ochos sujetos simultáneos que ayer vi en el crucero de Diagonal Reforma y avenida Juárez. Yo iba por la Diagonal rumbo al bulevar Revolución cuando me detuvo el rojo del semáforo. Quedé, pues, al lado del McDonalds; en las esquinas restantes están otras tres franquicias: una llantera, una distribuidora de Chevrolet y el hispánico y chacaluno Bancomer. En ese instante vi, no sin alelamiento, un resumen de México. Ocho hombres (los conté) de entre veinte y cuarenta años se movilizaron entre los coches para ofrecer sus productos y servicios. Ignoro qué resorte del subconsciente me llevó a imaginarlos en el comercial, jugando de niños en algún cuchitril sin padres o con padres drogadictos o desempleados o alcohólicos o presos o desconocidos o todo eso junto:
Miguelito, comerciante, junta latas y periódico y los tracalea para sobrevivir. Al final, termina vendiendo semillas en el crucero de la Diagonal.
Oscarito, ingeniero en electrónica, trabaja con alambres y latas y los une como puede para entretenerse. Años después, termina frente a un McDonalds vendiendo pollitos de pilas que además él no fabrica.
Pedrito, controlador aéreo, juega de niño con cruces de madera y alambre que simulan ser aviones. Pasados los años, vende papalotes de hule multicolor en un crucero.
Juanito, empresario, recoge coches rotos en los tiraderos y los limpia con esmero. Una década después, en el cruce de Diagonal y Juárez, limpia carros con una franela tan mugrosa que ensucia más de lo que limpia.
La triste imagen no me duró mucho, pues el semáforo marcó verde y atrás quedó el grupo de desvalidos. Lo que me asombra, lo que siempre me asombra, es que a simple vista a ninguno le faltaba nada. Todos tenían allí sus brazos, sus piernas, su cabeza, su fortaleza y sus potencialidades desconocidas. En ese crucero había artistas, científicos, empresarios, obreros calificados. Había hombres con una profesión consumada y muy útil para todos. Pero no: todas sus capacidades, sus millones de neuronas, sus músculos y sus huesos y su sangre quedaron en pausa, acaso adormecidos para siempre. Sin exageración, los ocho hombres del crucero son una tragedia nacional.