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sábado, junio 26, 2021

Abolición del silencio

 










Alguien, en una entrevista, le preguntó a Alejandro Dolina que qué le gustaba más, si escribir o hablar por radio. No recuerdo textualmente su respuesta, pero aproximadamente dijo que ambas actividades le producían satisfacción; la diferencia sustancial radica en el tiempo de espera necesario para obtener, si es que llega, el reconocimiento: en el radio uno recibe casi inmediatamente la respuesta del público, mientras que en la escritura es imposible que el lector esté allí, junto al autor mientras escribe, listo para aplaudir cada que nace un buen párrafo. Escribir implica esperar con paciencia y silencio a que días, semanas, meses y a veces hasta años después llegue algún apapacho proveniente del lector. Este trabajo es entonces uno de los que implican más silencio, aislarse del ruido para pensar/entretejer palabras.

Lograr el silencio que asegure la concentración es hoy una de las mayores utopías del escritor. A menos que se aísle en una isla, valga el pleonasmo, por todos lados lo perseguirá la sombra del ruido, y a veces ni en el hogar dulce hogar podrá sacudirse el acoso de las estridencias. Tengo un amigo que vive, por ejemplo, en una situación desafiante para escribir: como radica en una colonia popular, todos los días a casi toda hora padece bocinas estereofónicas en el vecindario; expelen sin misericordia reguetones y piezas de banda sinaloense en el peor de los casos, y de José José o de Chente, en el mejor. Pese a esto, con paciencia tibetana, mi amigo sigue adelante, atrincherado en la resignación de saber que el ruido no se largará jamás con su música a otra parte.

Como él y no muy lejos, cada que tengo oportunidad de sentarme a escribir como Cervantes manda debo poner barricadas a la desconcentración, aunque sin éxito. El hecho de trabajar a solas y evitar hasta la música que me agrada no garantiza el silencio: los ruidos se confabulan y rompen a saco el enclaustramiento, de manera que uno debe aprender a escribir en medio del ajetreo sonoro. Ignoro, por esto, qué tanto he perdido en agudeza debido a las miles de horas de escritura perturbada, de silencio hecho trizas por ruidos de cumbias lejanas, de gritos en la calle, de notificaciones de celular, de sirenas de camión gasero, de motos con el escape abierto y karaokes despiadados durante las madrugadas de los fines de semana.

En el libro Lectura y catarsis (Juan Pablos-Ediciones sin Nombre, México, 2000, 78 pp.), ensayo de mi amigo Adolfo Castañón sobre George Steiner, cita del erudito francés unas palabras que ratifican la importancia del silencio en toda labor que tome en serio el imperativo de pensar: “¿En qué piensa usted? —le pregunta el diario francés Liberation y él responde—: En primer lugar en la extrema dificultad de pensar. En el sentido serio del término. En la necesidad de tener acceso, en este fin de siglo, a los silencios, a los espacios privados (…), los ejercicios de concentración y de abstracción de toda mundanidad que presupone, que exige, el auténtico acto de pensamiento. En el presupuesto de la contabilidad mental, nada se ha hecho tan costoso como el silencio. Nuestra condena es la del ruido constante, público, mediático, pero también el ruido en los rincones de nuestras moradas. La metrópolis moderna es un largo aullido —y muy pronto sobrevendrá la abolición del armisticio que era la noche, durante veinticuatro horas sobre veinticuatro”.

¿Cómo ganar terreno al ruido en un mundo que aturde?, ¿cómo pensar y escribir en una realidad que no cesa de retumbar a los costados? No sé. Por lo pronto, uno debe terminar por habituarse al ruido y proseguir a contracorriente, como comenté que prosigue mi amigo el de la colonia popular, quien reflexiona y escribe sobre Sor Juana apedreado por el atroz fondo musical de la banda Cuisillos o los detestables vibratos, si bien le va, de Luis Miguel.


domingo, abril 25, 2010

Reyes frente a la tragedia















Deambula ya, gratis como siempre, el más reciente ejemplar de Acequias, el 51. Es la revista de la UIA Laguna, y en ese número su parte central aborda el tema de la revolución. Contiene muchos materiales más, por supuesto. Felicidades a Édgar Salinas y a Julio César Félix; aquí están sus mails por si algún lector de Ruta Norte se interesa en saber cómo llegar a Acequias: letrasalaire@hotmail.com y acequias@lag.uia.mx. Publico aquí, íntegra, mi colaboración; su título completo es “Reyes frente a la tragedia: del dolor a la creación”:

Jamás he ocultado, ni ocultaré, mi simpatía por la obra de Alfonso Reyes. No soy, como pocos en este país, especialista alfonsino, pero a lo largo de veinte años he vuelto una y otra vez, sin sistema, por el solo imán del afecto, a sus demasiados libros, a esas incontables páginas donde siempre he hallado al erudito amable, al escritor sin lunares estilísticos, al “caballero de la voz errante”, como lo llama Adolfo Castañón, él sí un alfonsinista consumado. He complementado el afecto por la trayectoria de Reyes con mi fetichismo bibliográfico, que es el único fetichismo que me permito ejercer. Tengo tres tomos con su firma en el colofón, y entre otras tengo las primeras ediciones de Cuestiones gongorinas (Espasa-Calpe, 1927), La antigua retórica (1942), que por cierto cuidó directamente Daniel Cosío Villegas, y poco a poco, sin buscarla, he conseguido buena parte de su correspondencia con escritores y diplomáticos, además de varios ensayos sobre su obra.
Por supuesto, en ese océano de papeles hay cardúmenes de palabras a los que regreso cada que ando con la cabeza como desatada por el estrés de los problemas que siempre picotean el alma. Reyes tiene la virtud de aplacarme con su discreción (en el sentido arcaico de la palabra) y su saber. Tras leer a Reyes siempre obtengo lo que quiero: paz, calma y la extraña y saludable sensación de que aprendí algo sin forzaduras ni regaños. Más que un erudito, Reyes era (es) un sabio, el maestro que enseña con gesto bondadoso y no cree que la letra con sangre deba entrar.
Uno de los textos que más le aprecio y he releído cada vez que puedo es “Oración del 9 de febrero”. Se trata, como sabemos, de una memoria sobre su relación con el general Bernardo Reyes, su padre, quien murió el 9 de febrero de 1913, frente a palacio nacional, en la refriega que dio arranque a la Decena Trágica que luego de otras muertes y traiciones derivó en la presidencia abyecta de Victoriano Huerta y el asesinato de Madero. Reyes fechó su escritura en Buenos Aires, del 9 de febrero de 1930 al 20 de agosto de ese mismo año, o sea, terminó su escritura “el día que [su padre] había de cumplir sus 80 años”. Pasados 17 años, ya con muchos cargos diplomáticos, kilómetros y libros de por medio, el polígrafo vuelve a encarar, ahora por escrito, el más amargo recuerdo de su vida: la muerte violenta, en una acción absurda, de su padre, lo que necesariamente lo lleva a reflexionar sobre su condición de escritor en aquellas agitadas aguas, sobre su elección del trabajo creador frente a las posibilidades de la venganza, por legítimas o ilegítimas que fueran. “Oración…” es, por ello, un documento fundamental para entender el pensamiento alfonsino ulterior a 1913, la clave mediante la cual, a mi parecer, accedemos al propósito más activo en el espíritu del regiomontano.
Entre otros, Emmanuel Carballo y Adolfo Castañón han destacado la importancia de la muerte de Bernardo Reyes en la obra de su hijo. “El 9 de febrero de 1913 dejó en la vida y en la obra de Alfonso Reyes una huella que no borrarían sus dilatados años”, dice Carballo. La crónica de esos días terribles para la patria colocó al escritor en un lío mucho antes de la Decena Trágica: ¿cómo conciliar sus necesidades de sosiego para el estudio con la agitación violenta, tan cercana a su apellido, que se vivía en el país? Si consideramos los hechos que se mueven alrededor de Reyes en aquel momento, creo advertir, más que desaprobación a las inevitables luchas armadas, inteligencia para evaluar lo que ocurre en su entorno inmediato. Era imposible que no viera en su padre el mejor modelo y siempre le es leal, pero sin que lo exprese abiertamente, ya iniciada la revolución, advierte que las posibilidades políticas del militar están menguadas y cualquier lucha puede ser funesta no sólo para el general caído en desgracia, sino para todos los Reyes Ochoa. En su casa de México, con su familia pertrechada y en espera de la hora definitiva en la que una muchedumbre los aniquile, Reyes se acoge a la resignación y coloca una muralla a las acechanzas del odio; en su diario escribe el 3 de septiembre de 1911, luego de muchos días de zozobra: “Mi padre ha llegado al fin. Como está ileso, ya no oigo nada. También he alzado otra fortaleza en mi alma: una fortaleza contra el rencor. Me lo han devuelto. Lo demás no me importa”. Los azares permiten que el general Reyes sobreviva hasta el 9 de febrero de 1913, día en el que por la fuerza es liberado de la cárcel de Santiago Tlatelolco gracias a Rodolfo Reyes —su segundo hijo, el más impetuoso y visceral—, Félix Díaz y Manuel Mondragón, quienes emprenden el derrocamiento de Madero. Se sabe que el primero en caer ametrallado fue Bernardo Reyes, a lo que siguió una etapa teñida de sangre y una de las traiciones emblemáticas de la historia mexicana: la de Huerta al político parrense.
Alfonso Reyes no podía expresarlo: turbado, resiente el lance final de su padre. Sabe que Rodolfo, su hermano, también está detrás de eso, así que todo en él es dolor moral, incertidumbre. Reyes pensó siempre que su padre estaba destinado a grandes logros patrióticos, pero fue rebasado por una oscura trama de malentendidos e infortunios. “¿Por qué quiso morir como un sublevado y sedicioso cuando toda su vida había sido un liberal convicto de sus convicciones, un hombre de armas que sabía hacerse amar incluso por sus enemigos? ¿Qué enrevesado código de honor le bullía en la sangre?”, pregunta muchos años después León Reyes, hijo homónimo de un hijo natural del general Reyes (lo cita Adolfo Castañón).
El escenario, pues, no podía ser peor en aquel momento para Alfonso Reyes. Ha perdido absurdamente a su paradigma de hombre, y, para los instantáneos e innumerables enemigos de usurpador Huerta, él es, en automático, un apestado: “El 9 de febrero convierte al joven de 24 años, hasta ese día visto como un ser privilegiado por los círculos sociales y políticos, en el hijo-del-traidor, en un contrarrevolucionario”, señala Carballo. El barullo, la confusión, los puyazos de la historia lo cercan; es salpicado por la ignominia del momento. Tenía, según puedo ver, dos caminos: 1) sumarse sin ambages, como su hermano Rodolfo, al gobierno de Huerta y enfangarse en el odio estéril contra quienes mataron a su padre, o 2) amputar toda pasión destructiva y hacer el voto inverso: crear, pensar, homenajear la memoria de su padre con un proyecto que no por intelectual dejaba de ser político. Lo que el general Reyes no pudo hacer porque la historia lo envolvió en una telaraña de ambiciones y de intrigas, lo hará su hijo con los libros, con las armas de la inteligencia. Emprendió, para decirlo con palabras que le pertenecen, una “venganza creadora”.
En el soneto “9 de febrero de 1913”, expresa: “Desde entonces mi noche tiene voces, / huésped mi soledad, gusto mi llanto. / Y si seguí viviendo desde entonces / es porque en mí te llevo, en mí te salvo”. Su obra aspirará entonces a salvar al padre, a dejar el apellido Reyes en condiciones que a su juicio hubieran satisfecho al exgobernador de Nuevo León. Si su padre (admirador de Espronceda) y su hermano y casi todos viven atados a un sentimiento romántico que muchas veces conduce a la desmesura y a la muerte, él hace exactamente lo contrario: con serenidad neoclásica, examina el rostro de la coyuntura y sabe que para su proyecto de salvación física y espiritual es necesario tomar distancia; ya en 1911, en un nicho cercado de violencia, mira la habitación que ocupa en su casa de la ciudad de México: “Pero sé que mi estancia aquí ha de ser transitoria, y la casa misma me es ajena”.
Lo que, pese a su obsesiva ecuanimidad de siempre, todavía era confusión luego de la Decena Trágica, fue destilado hasta la transparencia en 1930. La “Oración…” le sirvió a Reyes para poner en papel lo que casi intuitivamente decidió cuando todavía estaba fresca la sangre de su padre. Luego de describir el peso que tuvo el general Reyes como presencia más espiritual que física en su vida (el escritor recuerda que lo veía poco, dado que él estudiaba en México mientras su padre gobernaba Nuevo León), apunta:

De repente sobrevino la tremenda sacudida nerviosa, tanto mayor cuanto que la muerte de mi padre fue un accidente, un choque contra un obstáculo físico, una violenta intromisión de la metralla en la vida y no el término previsible y paulatinamente aceptado de un acabamiento biológico. Esto dio a su muerte no sé qué aire de grosería cosmogónica, de afrenta material contras las intenciones de la creación. Mi natural dolor se hizo todavía más horrible por haber sobrevenido aquella muerte en medio de circunstancias singularmente patéticas y sangrientas, que no sólo interesaban a una familia, sino a todo un pueblo. Su muerte era la culminación del cuadro de horror que ofrecía entonces toda la ciudad. Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos. Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años, toda la patria. Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos. Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas.

La muerte de su padre fue, para Reyes, una “grosería cosmogónica”, una “afrenta material contra las intenciones de la creación”. Según su hijo, muy otro era el destino para el general, entonces, y otras las intenciones de la creación. Fuera cierto o falso, de ello estaba convencido, por lo que él reemprende con creciente fervor el recorrido trunco, la vida segada abrupta y absurdamente por el plomo (“es porque en mí te llevo, en mí te salvo”, recordemos).
Para lograr su cometido, Reyes debe exorcizar un demonio que quizá a otros los hubiera devorado, el del odio que conduce al anhelo de desquite:

También supe y quise cerrar los ojos ante la forma yacente de mi padre, para sólo conservar de él la mejor imagen. También supe y quise elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir en esclavizarme a la baja vendetta. Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencio a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego, De paso, sé que me he cercenado voluntariamente una parte de mí mismo; sé que he perdido para siempre los resortes de la agresión y de la ambición. Pero hice como el que, picado de víbora, se corta el dedo de un machetazo. Los que sepan de estos dolores me entenderán muy bien.

Pasados los años, Reyes logró imponerse. Ni la esterilidad, ni el odio, ni la “baja vendetta”, nada de eso lo dominó, sino el trabajo articulador de una obra que sumó miles de páginas escritas con la mejor prosa castellana, un desempeño diplomático de excelencia y la forja de instituciones como El Colegio de México o el Instituto Francés de América Latina. Sé que su figura sigue despertando hoy indiferencias y recelos. Sin embargo, goza mayormente de reconocimiento y en muchas evidencias se puede notar que el episodio fatal de la Decena Trágica a él lo movió en un sentido irregateablemente útil para el país, lo que a fin de cuentas avanza en el sentido de todo proyecto revolucionario.
Entre otros testimonios de respeto, cuando en 1968 Ediciones ERA —sello identificado siempre con la izquierda, donde había salido ya, por cierto, la “Oración…”, esto en 1967— publicó un Anecdotario de Reyes, quedó de manifiesto que su obra ya no era evaluada con los juicios y prejuicios de la historia oficial, sino por su valor intrínseco y su permanente y orientadora luminosidad, su revolucionario y humanista empaque.

Comarca Lagunera, 11, marzo y 2010

viernes, noviembre 27, 2009

Fiscal en la comida



No recuerdo en qué texto afirmé esto que quiere parecer agudo pero en realidad es obvio y seguramente ya lo han dicho mil personas: la historia de la humanidad es la historia de su alimentación. Pues sí, el sólo hecho de que podamos afirmar lo que sea, cualquier frase, es prueba de que nos hemos alimentado. Ahora bien, si nos hemos alimentado, lo hemos hecho acompañados de personas, de olores, de sonidos, de colores, de vivencias que hacen de la comida algo que está más allá, mucho más allá, de su sentido primario, el de administrarnos energía. En otras palabras, la comida no es sólo la química que nos mantiene en pie, sino todo un tramado de experiencias que define gran parte de las culturas nacionales, regionales e incluso familiares.
Sólo por esa razón es un tema inagotable: la comida es, así de simple, el hombre, y el hombre es lo que come, lo que ha comido. Los abordajes al mundo de la alimentación, por ello, son tan variados y abundantes que no hay estudioso capaz de conocerlos todos. Imaginemos una biblioteca con esa aspiración totalizante: estarían allí, por supuesto, los innumerables recetarios, las historias de algún producto (el café, el cacao, el vino, el arroz, la papa…), los diccionarios con términos culinarios, los manuales de nutriología, los acercamientos de carácter económico (la industria azucarera brasileña, por ejemplo) y en fin, todo lo que frontal o lateralmente muestre, describa o examine algo, lo que sea, sobre el alimento.
En esa biblioteca descomunal no pueden faltar, ahora, las aproximaciones al comer mediante la literatura o, para ser más precisos, mediante la mirada poética de los escritores que por lo general han tratado el tema en clave de memoria. Es el caso de Memorias de cocina y bodega, de Alfonso Reyes, o de Grano de sal, de Adolfo Castañón. A diferencia de los recetarios, manuales e historias, los libros de escritores tienen un regusto amigable, pues aproximan su palabra a los platillos casi con el ánimo de que, con exquisitas descripciones, se nos hagan agua la boca y el corazón. Son libros necesariamente cálidos, pues pocos escritores habrá que no sientan una deuda con el sabor, el olor y la apariencia de la comida, contimás (cuánto y más) si tuvieron una madre que se esmeró por preparar delicias. Los escritores que escriben sobre comida, pues, preparan libros casi literalmente sabrosos, atojables, auténticas evocaciones con aroma y sabor gratos.
María Rosa Fiscal nos ha invitado a su mesa de palabras en un par de ocasiones. Primero, en 2005, con el libro El aroma de la nostalgia: sabores de Durango, y ahora con la obra que presentamos esta tarde, el volumen dos del mismo título. En ambos convites, sus comensales hemos sido agasajados con una lista de platillos firmemente arraigados en el ámbito familiar de la ciudad de Durango, pero más profundamente retenidos por el espíritu de María Rosa, escritora a la que admiro, respeto y quiero mucho, pues para mí es un ejemplo de lucidez y generosidad. Para los que no lo saben, María Rosa nació en Durango y estudió letras en la UNAM, además de una maestría en la misma disciplina. Durante casi veinte años formó parte del personal académico de la UNAM, y además impartió cursos de literatura y español en el Centro de Enseñanza para Extranjeros en el DF y en San Antonio, Texas. Ha publicado, entre otros, La imagen de la mujer en la narrativa de Rosario Castellanos (UNAM, 1981), Durango, una literatura del desarraigo (Conaculta, 1991) y Perfiles al viento (IMAC-Juan Pablos, 2000). Además, son incontables los artículos y reseñas que ha publicado en periódicos y revistas del país, entre los que se cuenta la revista Proceso.
Un poco al sesgo de su producción ensayística, María Rosa Fiscal nos ha regalado en los años recientes con dos libros que a mi ver son dechados de buena prosa memorística: se trata de libros que contienen recetas de platillos familiares a los que su autora ha añadido el aderezo de su recordación y su apetito de excelente lectora, es decir, todo aquello que surge en su mente al enunciar “caldo de pescado” o “galletas de miel para la navidad”. Sucede así, y María Rosa lo ha percibido muy bien, porque la palabra que designa cada plato del menú casero no es sólo un nombre, sino un detonador de recuerdos, de sabores y de olores principalmente, pero también de otras palabras, de gestos, de toda la circunstancia que rodeó el acto de comer en el espacio familiar. En otras palabras, las palabras de la comida, de los platillos, no caminan solas en la mente, sino que siempre van tomadas de la mano de otros recuerdos, de otras palabras. Cuando los laguneros decimos, por ejemplo, “carretera”, la imagen que aparece es la de una carretera, la de cualquier carretera, casi la misma carretera que pueden imaginar un acapulqueño, un bogotano o un serbio; cuando decimos “gordita”, en cambio, no sólo acude al cerebro la imagen de una rueda plana hecha de masa tatemada y con comida dentro; de hecho, pensándolo bien, eso no acude a la mente. Lo que llega es un olor, una textura, un sabor, un ambiente de mañana, un mundo de sensaciones que a los laguneros nos alela. Por eso creo que la comida es casi intraductible: un árabe o un filipino podrán leer, en sus lenguas nativas, la palabra “gordita” y quizá su descripción, pero no lograrán saber qué es a menos que convivan durante años con nuestra cultura, la cultura de la gorda. Igual nos pasaría a nosotros con los platillos de culturas ajenas.
Así pues, el esfuerzo de María Rosa es un esfuerzo por traducir, por traducirnos lo que hay en torno a “los sabores de la infancia” (como alguna vez me dijo el poeta y diplomático lagunero Jorge Valdés Díaz-Vélez). No desfilan aquí las consabidas recetas mecánicas, tan frías como el instructivo para armar un motor. María Rosa procede con palabra sazonada por el cariño, la nostalgia y la inteligencia. En cada una de sus estampas brilla entonces el relato detallado de todo lo que a ella le evoca un platillo salado, una golosina, una bebida. El libro es, por ello, un catálogo de finas prosas que toman como pretexto determinados alimentos para contarnos ora una anécdota, ora la vida de un personaje popular, ora la crónica de algún instante en el que dicho bocado fue especialmente significativo. Así en “Atole de pinole”, donde cuenta un paseo a la sierra de Durango con una amiga del DF, Adriana, que en aquel periplo probó el maravilloso ensalmo de maíz azucarado: “El retorno se convirtió en una pesadilla que Adriana soportó con más estoicismo que yo. Llegamos a Durango a las 8:00 p.m. En verdad, mi amiga había vivido una aventura muy diferente a la imaginada. Adriana no expresó ninguna queja y sólo comentó: ¡Qué rico estaba el atole de pinole!” Luego, cuando la narración ha terminado, María Rosa nos acerca la receta del producto que protagoniza su relato: “Se disuelve el pinole en un poco de agua. Luego, se vacía en una olla con agua y se pone a hervir con unas rajas de canela y un piloncillo o panela sin dejar de mover con una cuchara de palo. Se debe calcular bien para que no quede ni muy espeso ni muy aguado, lo mismo con el piloncillo para que no resulte demasiado dulce. Cuando haya hervido un rato, se ve la consistencia del atole, se retira de la lumbre y ya está listo para saborearlo”.
El procedimiento es similar en la configuración de todas las piezas: la autora introduce a la receta con la reconstrucción de la atmósfera en la que tales o cuales platos eran consumidos. No repara en gastos de erudición histórica ni buena memoria. La estrategia es similar, en suma, a la seguida en su libro anterior, como ella misma lo comenta en su prólogo-entremés: “La estrategia literaria es similar a la del libro anterior: La receta sirve de pretexto para narrar una historia. La voz narrativa sigue siendo la primera persona aunque he intentado, en algunas narraciones, que el punto de vista se dirija más hacia el exterior con el fin de proporcionar al lector un atisbo de la sociedad durangueña, sus gustos, su evolución y algunos pensamientos sobre la historia de su gastronomía”.
Lo que logra María Rosa al acometer así cada receta es un libro, otro libro, ameno, cordial y muy informado. Juzgo que no son pocos los méritos de esta obra y juzgo que debemos felicitar y agradecer a su querida autora como lo hago enfáticamente en este preciso momento: gracias, María Rosa.

Nota del editor: Texto leído ayer 26 de noviembre en la presentación del libro celebrada en la Casa de la Cultura de Gómez Palacio. Participamos Yolanda Natera, María Rosa Fiscal y yo.

miércoles, septiembre 02, 2009

Instantáneas de Garibay



He descrito ya, no recuerdo cuándo ni dónde, que la fama de volcán que tenía Ricardo Garibay (1923-1999) no me impidió acercarme a él para pedirle una entrevista. No sé cómo le hice, pero nervioso y todo me acerqué para solicitar que platicáramos. Yo no tenía qué perder, así que con algo de cinismo me aproximé a él luego de que despachó una conferencia mañanera en el paraninfo de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Mi sorpresa fue grande cuando dijo que estaba cansado, pero que me esperaba en el café de su hotel a las cinco de la tarde. Y allá fui. Creo que aquello ocurrió en 1993 o 94. Conversé con Garibay como tres horas, luego publiqué la larga entrevista y nunca se la mandé, pues me daba pavor imaginar su opinión sobre el vaciado de las respuestas. Luego lo vi otra vez, cuando lo presenté en una Feria del Libro organizada por la UIA en el Casino de los Industriales, en Torreón.
Por supuesto, mis referencias sobre este escritor hidalguense eran varias y diversas antes de conocerlo: lo había leído (La casa que arde de noche, Beber un cáliz), lo había visto en la tele (sus huraños monólogos en Imevisión) y lo leía muy seguido, casi cada semana, en su columna de Proceso. Debido a esos antecedentes, porque el viejo era duro de roer y no se doblaba con cualquier sabandija, mi encuentro con él fue revelador: lejos de ser bronco me trató con una deferencia que hasta la fecha me impresiona.
Por todo eso veo con gusto que ahora lo estén recordando a propósito de su décimo aniversario luctuoso. No fue, por su carácter, el más celebrado de los escritores mexicanos, pero creo que su obra se irá imponiendo como una de las más consistentes en la narrativa mexicana del siglo XX. De hecho, poco a poco, apagado el vendaval de su personalidad en vivo, va quedando lo mejor de aquel hombre: su literatura, una literatura que nos introduce a mundos recios y realistas, al fango, al dolor y la violencia, a la desolación del ser humano frente al ser humano. Sobre él han opinado muchos que lo conocieron y que, como yo, probaron que su gesto agrio era tal vez la coraza tras la que se escondía un sujeto con grandes deseos de conversar y compartir experiencias. Ahora, pues, al cumplir diez años de muerto, nada como echarle un ojo a cualquiera de sus libros, que por otro lado no son densos ni aparatosos.
Para dibujar mejor a Garibay traigo cuatro instantáneas de colegas suyos que lo trataron y lo leyeron: “Ricardo Garibay aparece como un artesano riguroso de la palabra eclipsado por la fuerza de una personalidad malhumorada, a veces estrepitosa, orgullosa hasta el enfado. Algo en él recuerda a Ernest Hemingway: el culto del hombre rudo, la devoción machista, aparejada a un deportivo virtuosismo del cuento real. Era, ¿quién lo duda?, un asceta del sueño y de la fantasía, a los que nunca sucumbió. Su musa no venía del trasmundo: era mundana e hiperrealista. Se complacía en los diálogos callejeros, en las pendencias del pugilato, en los discretos encantos de la miseria y en las variedades de la experiencia arrabalera, en la fauna y en la comedia urbana” (Adolfo Castañón). “Con todo y su aspereza, sus modos de relación en los que solió primar la jactancia, hizo amigos buenos que le durarían toda la vida. Su inteligencia fue sólida y flexible, ávida de novedades y leal a sus pasiones” (Juan José Reyes). “A pesar de que haya sido un hereje, hecho por el cual no fuera tan reconocido como se lo merece, Garibay utilizó el lenguaje del vulgo para hacer grandes obras maestras, ese lenguaje que se hereda del pueblo, de la gente que hace la lengua”, (Agustín Ramos). “Garibay era un torrente de talento y cultura, de justa agresividad. Implacable y severo, no toleraba torpezas ni lo impresionaban los talentos surgidos al amparo de la publicidad” (René Avilés Fabila). Como podemos apreciar, la admiración por Ricardo Garibay sigue creciendo, lenta pero ininterrumpidamente.

jueves, marzo 05, 2009

Recepción del Villaurrutia 2008



El maestro Adolfo Castañón me ha enviado y permitido publicar su discurso de recepción del premio Villaurrutia 2008, galardón que recibió por su libro Viaje a México (Iberoamericana, 2008). Desde hace algunos meses me honra con un trato epistolar que, aunque breve, no deja para mí de ser enriquecedor:

“Si bebe agua de este pozo nunca saldrá del pueblo”
Premio Xavier Villaurrutia 2008
Viaje a México

Muchos leen un libro teniéndolo en su poder
y no saben qué leen ni saben entender
Otros poseen cosas preciadas de valor
pero no las estiman cual deberían hacer.

El Arcipreste de Hita
Décimo tercera Dama
La Marja Doña Gómez

La historia de Viaje a México se podría remontar a varios momentos: En un extremo, hasta poco antes del nacimiento del autor, cuando, a fines de 1951, se encontraron un domingo por la mañana, las miradas de la Dra. Estela Morán Núñez y el Lic. Jesús Castañón Rodríguez y poco tiempo después decidieron vivir juntas en los ojos del hijo futuro; en el otro, cuando Klaus D. Vervuert decidió proponerme en diciembre de 2005 que le diera un texto para que formara parte de su catálogo —sin saber yo que con ese libro se iniciarían las actividades de la editorial Iberoamericana en México en colaboración con Juan Luis Bonilla y Benito Artigas.
En medio, otros momentos, por ejemplo: cuando (hacia 1966) llegó el primer extranjero —un francés filósofo exdiscípulo de Michel Serres— que trabajaba en Nueva York como taxista— a pasar una temporada a casa de mis padres. O bien cuando salí en una excursión hacia Oaxaca en una motocicleta BMW para ver el eclipse total de sol con Enrique Alatorre —el hermano menor de Antonio—,Yolanda, su esposa y sus hijos Argel e Iris, Moisés Gamero y Jacobo Chenzinsky, quienes me hicieron sentir, por su forma tan distinta de ser, acaso influida por Erich Fromm, Ejo Takata, el monje zen, o por sus amigos intelectuales tal Jorge Ibargüengoitia o José de la Colina, como ajeno a mi propia familia, peregrino en mi patria o en fin, cuando recibimos en a la mítica y chimuela Alcira Soust Scaffo —evocada por Elena Poniatowska y por el infrarrealista Roberto Bolaño—; casi todo un año hasta que un día mi madre, Santa Dentista, le dijo que tenía que escoger entre irse de la casa o dejarse arreglar la boca —Alcira comprendería bien que no era una buena publicidad para alguien de ese oficio (“en casa del herrero…”) tener en casa a una belleza desdentada.
Detrás del libro Viaje a México discierno una cuestión ética o, para decirlo con Paul Ricoeur, del sí mismo como otro. En la composición del manuscrito se fueron primero sumando y luego restando muchos textos (una primera versión incluía 82 textos y más de 500 páginas tamaño carta) hasta dar con la forma del libro en cuestión que sólo incluye 39 y tiene menos de 375 pp. Entre sus páginas palpita la pregunta: ¿quién soy?, ¿de dónde venimos? A mí ciertamente me costó trabajo darme cuenta de que la biblioteca de mi padre —a quien está dedicado uno de los capítulos del libro— no era México sino que estaba en México y que él era, para decirlo pronto, un hijo de su circunstancia, nacido en 1916, —un año antes de la Constitución de 1917 a la que cuidaba como una hermana menor—, formado en la escuela nacional preparatoria de San Ildefonso y en la Facultad de Derecho bajo la tutela de sus maestros Virgilio Domínguez, mi padrino Adolfo Menéndez Samará —cuyo nombre llevo—, Eduardo García Maynez, César Sepúlveda y Antonio Martínez Báez. Compañero de escuela de Ricardo Garibay, Manuel Calvillo, Gastón García Cantú, Jesús Reyes Heroles, Moisés González Navarro y Susana Francis, en fin, amigo de Manuel Porrúa, Andrés Henestrosa, René Avilés (padre) y Raúl Noriega Ondovilla.
Me costó, como digo, trabajo, años, diría la longevidad, darme cuenta de que ese señor que presumía de haber visto a los Octavios —Barreda y Paz— en el Café París junto con León Felipe, Jorge Cuesta, Alí Chumacero y Xavier Virraurrutia, era mi padre y que no sólo había nacido en México sino, que en algún momento de su vida, había decidido hacerse mexicano, ser “voluntario de México”, como diría Alfonso Reyes con quien, por cierto tomó el curso de invierno 1941-1942, sobre La antigua retórica, según consta en un diploma de la Universidad Nacional Autónoma de México, fechado el 15 de febrero de 1942 y firmado por el Rector Mario de la Cueva.
¿Cómo le había hecho? ¿Cómo le habían hecho para sentirse a gusto en el país y no salir corriendo de aquí o vivir alimentándose del odio al país natal, para citar a Leopardi, o fingir que vivían en otra parte?
Durante mucho tiempo traje enterradas estas preguntas como aguijones en la garganta. A veces en la noche, me despertaba con un sentido de asombro y extrañeza, como si hubiesen cantado en mi interior, uno después de otro, los gallos de Sócrates y de San Pedro: ¿Qué hago aquí? ¿De qué se trata esto? Y por la mañana al ver a la gente en la calle, tan atareada y ensimismada, o tan despreocupada como alegre comadre de Windsor, me preguntaba si no estaría disimulando, si no sentiría en el fondo lo mismo que yo.
De niño prefería la compañía de los amigos de mi padre o de las amigas de mi madre a la de los muchachos de mi propia edad. Pero a partir de que en la adolescencia empezaron a llegar a mi casa visitantes extranjeros, me incliné hacia esos extraños y me transformé en guía de forasteros. Por una razón: esa gente —digamos la psicóloga canadiense a la que acompañé a Guanajuato— no sólo me divertía sino que, en cierto modo, me ayudaba a sobrevivir y alimentarme, me enseñaba, por ejemplo, que las alegrías de amaranto y obleas pintadas de colores que se vendían por la calle y que mucho antes habían servido de adorno comestible en los altares sacrificiales prehispánicos, como panes de panespemia, eran apetitosas; que aquellas vasijas metálicas llenas de granos de maíz eran sabrosas aunque en casa no comiéramos ezquites…; que las peregrinaciones religiosas podrían ser interesantes sobre todo si no se era creyente…; en fin, que se podía ir a una iglesia no a rezar ni a confesarse sino a tomar clases de historia del arte.
Estas experiencias me llevarían a leer como si fueran libros de aventuras —y de hecho lo eran— los relatos de los viajeros extranjeros por México o que aquí se reencontraron a sí mismos con todo y su desarraigo y desconcierto: D.H. Lawrence, Malcom Lowry, Aldous Huxley, Antonin Artaud, la Marquesa Calderón de la Barca, y desde luego, mucho más tarde, el Viaje a México de Paul Morand, traducido por Xavier Villaurrutia. Por cierto, el francés Paul tiene en común con el mexicano Castañón un rasgo: como mi segundo apellido es Morán, los dos viajes a México son obra de un Moran(d).
A la pregunta de quién soy la acompañaba en paralelo otra: ¿y quiénes son esos multitudinarios que se dicen mexicanos y se ufanan de serlo? ¿De dónde les viene ese orgullo de vivir en un país donde la vida no vale nada pero donde se hacen peregrinaciones a la Virgen? ¿No tienen vergüenza? ¿Qué les dieron? Y me venía a la mente una voz como de leyenda: “si bebe agua de este pozo, nunca saldrá del pueblo”. Me preguntaba dónde estaba el pozo. Tuve que dar largos rodeos. Para abreviar, diré que tuve la fortuna de tener, además de mi padre, algunos maestros y amigos. A muchos de ellos le dedico ensayos o retratos en Viaje a México o aparecen mencionados en sus páginas: Alfonso Reyes, Octavio Paz, José Luis Martínez, Ernesto Mejía Sánchez, Álvaro Mutis, Augusto Monterroso, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Gabriel Zaid, José de la Colina, Alejandro Rossi, Leopoldo Zea, Jaime Reyes, Elsa Cross, Huberto Batis, Jaime García Terrés, José Luis Rivas, Christopher Domínguez, Guillermo Sheridan. ¿No será casual que muchos de ellos hayan sido premios Xavier Villaurrutia?
¿Dónde estaba ese pozo? Tomaré un ejemplo. Octavio Paz en su libro Xavier Villaurrutia en persona y en obra lee unos versos del autor de Nostalgia de la muerte en que descubre la presencia de otros escritores como en un palimpsesto. Así discierne a Jules Supervielle tras un poema de Xavier Villaurrutia quien mejora la fuente de su inspiración:

Saisir
Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,
saisir l’ombre et le mur et le bout de la rue.

Saisir le pied, le cou de la femme couchée
Et puis ouvrir les mains. Combien d’oiseaux lâchés,

Combien d’oiseaux perdus qui deviennent la rue,
l’ombre, le mur, le soir, la pomme et la statute.

El poema de Xavier tiene trece líneas, está en versos libres sin rima y a partir de la tercera línea la semejanza con el poema de Supervielle empieza a disiparse hasta desaparecer del todo en las siguientes. Los elementos del poema de Villaurrutia son muy distintos y hasta opuestos —fichas en lugar de pájaros— y su movimiento general consiste en una metamorfosis que se revela como una condenación: la estatua despierta sólo para decir que está muerta de sueño. El poema de Supervielle es crepuscular, el de Villaurrutia es un nocturno (…)

Nocturno de la estatua

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.

Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo,
Hallar en el espejo la estatua asesina,
sacarla de la sangre de su sombra,
vestirla en un cerrar de ojos,
acariciarla como a una herramienta imprevista
y jugar con las fichas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño”.

Paz, en ese hermoso libro cuadrado color violeta de 16 cm de ancho X 22 cm de alto y 1 cm de grosor, que lleva 10 ilustraciones de Juan Soriano —tan amigo de Xavier Villaurrutia— y acompaña una elegante iconografía y fue impreso el 25 de agosto de 1978 en la Imprenta Madero bajo la mirada vigilante de Vicente Rojo, Paz da, en ese ensayo, distintas claves para entender el vaivén entre tradición, traducción y talento individual. Un vaivén que apuesta siempre al enriquecimiento y está gobernado por la búsqueda de lo excelso.
“’Suite del insomnio’ —dice más adelante Paz— revela una lectura atenta de Tablada y en Aire y Cézanne hay ecos de Carlos Pellicer”. Casi se podría decir que a Paz —y con razón— sólo le interesaba un poema o un poeta en la medida en que éste sabía pulsar los armónicos invisibles de la tradición, para echar mano de la fórmula del crítico y filólogo Amado Alonso.
Al publicar en 1978 —hace 31 años— una modesta reseña de este libro de Paz advertía y señalaba al paso que este ensayo “no sólo [es] un comentario sobre la obra de Villaurrutia sino —lo cual es mucho más importante— el texto más acusadamente villaurrutiano de Octavio Paz, un texto donde, para decirlo con la voz de Paul Valéry, desde las profundidades del juez, nos habla el culpable”. Era un paso —ya se ve— alambicado y barroco como el mío adolescente. Paz me llamó de inmediato por teléfono para agradecérmela pero en su comentario oral me dijo algo sobre la observación en cuestión que yo traduje en mi interior como “por ahí va la cosa”. Iba en efecto por ahí. Con los años descubriría que, sin salirnos de Paz, detrás del Nocturno de San Ildefonso estaba el San Ildefonso de Alfonso Reyes y que, antes de La otra voz del autor de Los hijos del limo, estaba la plaquette Otra voz de Alfonso Reyes y que detrás del “Óyeme como quien oye llover” de Paz había versos de Bergamín y, ¿quién lo diría?, de Unamuno. Pero, volviendo a Xavier Villaurrutia, atrás o debajo de algunos de sus versos sonámbulos yacen o se yerguen no sólo Ramón López Velarde, Jules Supervielle o Paul Valéry, sino los nuestros: Luis G. Urbina, Amado Nervo, José Juan Tablada, Leopoldo Lugones, Rubén Darío y el propio Alfonso Reyes. Años después yo descubriría —atención tesistas— que del libro en cuestión Xavier Villaurrutia en persona y en obra sólo sobrevivieron en el ensayo recogido en el Vol. IV “Generaciones y semblanzas” de las Obras completas de Paz unos cuantos fragmentos. Además, se rescata en ese libro uno de los últimos poemas que Xavier Villaurrutia escribió. El poema se encontraba en la última página de Libertad sobre palabra, en el ejemplar que Paz le había regalado a Xavier Villaurrutia y que a la muerte de éste le fue caballerosamente restituido por Elías Nandino, “Xavier —dice Paz— lo había mandado empastar y lo había anotado con cuidado. En la última página había escrito con su letra clara y menuda, un poema de cuatro líneas, probablemente uno de los últimos que escribió: Palabra. Lo leo como un oblicuo comentario a mi libro y a la poesía:
o
“Palabra que no sabes lo que nombras.
Palabra, ¡reina altiva!
Llamas nube a la sombra fugitiva
de un mundo en que las nubes son las sombras”.

Hasta donde sé el poema “Palabra”, recogido por Octavio Paz, no se encuentra todavía reproducido en las Obras completas de Xavier Villaurrutia recopiladas por Miguel Capistrán, Luis Mario Shneider y Alí Chumacero para el Fondo de Cultura Económica.
Esta agua, como la he llamado, es la de la tradición y la traducción y aquí ya debería empezar a hacer trazos con el otro lado del lápiz. Todo lo que no es plagio es tradición, sentencia la voz solar y cruel de Eugenio D’Ors. Dicho de otro modo y toda proporción guardada, de la misma manera en que es imposible concebir algo que esté fuera de la naturaleza —pues el progreso y la industrialización son en primer lugar síntomas de esas fuerzas titánicas que mueven y sacuden la gran cadena del ser—, de esa misma manera, resulta difícil decir o escribir algo que no tenga un parentesco o un modelo con enunciados previos, es decir, tradición. Pero, ya se sabe, al menos desde Juan de Mairena: sin excepción, no hay regla.
Esa dificultad desafiante como esfinge tiene un nombre o si se quiere una máscara: se llama el presente, se llama uno mismo. ¿Cómo llegar a eso que casi no existe y que se encuentra, como diría Octavio Paz, al final de su ensayo sobre Xavier Villaurrutia, entre, entre el pasado y el porvenir?

“En esa zona vertiginosa y provisional que se abre entre dos realidades, ese entre que es el puente colgante sobre el vacío del lenguaje, al borde del precipicio, en la orilla arenosa y estéril, allí se planta la poesía de Villaurrutia, echa raíces y crece. Prodigioso árbol transparente hecho de reflejos, sombras, ecos.
El entre no es un espacio sino lo que está entre un espacio y otro; tampoco es tiempo sino momento que parpadea entre el antes y el después. El entre no está aquí ni es ahora. El entre no tiene cuerpo ni substancia. Su reino es el pueblo fantasmal de las antinomias y las paradojas. El entre dura lo que dura el relámpago (…)
El entre es el pliegue universal. El doblez que, al desdoblarse, revela no la unidad sino la dualidad, no la esencia sino la contradicción. El pliegue esconde entre sus hojas cerradas las dos caras del ser; el pliegue, al descubrir lo que oculta, esconde lo que descubre; el pliegue, abrir sus dos alas, las cierra; el pliegue dice No cada vez que dice Sí; el pliegue es su doblez: su doble, su asesino, su complemento. El pliegue es lo que une a los opuestos sin jamás fundirlos, a igual distancia de la unidad y de la pluralidad. En la topología poética, la figura geométrica del pliegue representa al entre del lenguaje: al monstruo semántico que no es ni esto ni aquello, oscilación idéntica a la inmovilidad, vaivén congelado. El pliegue, al desplegarse, es el salto detenido antes de tocar la tierra —¿y al replegarse? El pliegue y el entre son dos de las formas que asume la pregunta que no tiene respuesta. La poesía de Villaurrutia se repliega en esa pregunta y se despliega entre las oposiciones que la sustentan:
o
¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento
en que se funda el hielo de mi cuerpo y consuma
el corazón inmóvil como la llama fría?" (1)

¿Cómo llegar a uno mismo y salir del solitario laberinto que es el pecho y de la caverna platónica de la mente? ¿Cómo mirarse al espejo? ¿Cómo conocer y cómo reconocer? Se necesita una mirada, la de otro, la del prójimo, la mirada del otro. Por eso me ha dado tanta alegría este Premio Xavier Villaurrutia que, como tantas cosas en mi vida, llegó rodeado de un ramo florido de coincidencias y casualidades. “Xavier se escribe con equis” yo estaba en Oaxaca cuando mi amiga, Ma. Teresa Franco, Directora del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, me llamó para anunciármelo. La primera persona a quien hablé fue a mi amigo, el librero Enrique Fuentes, quien me dijo: “Te tengo una sorpresa”, yo también, le respondí, ¿Cuál es la tuya?: “Tengo para ti un ejemplar de Laurel [la antología de poesía hispánica hecha por Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Emilio Prados, Juan Gilbert y publicada por la editorial Seneca] ¿Y tu sorpresa?”. A mí me dieron un Laurel, el Premio Xavier Villaurrutia 2008. Por supuesto, nos reímos. Los días siguientes, al ver la prensa en distintos periódicos, aparecía junto a mi nombre y la noticia del Premio, la noticia de la muerte del pintor Andrew Wieth, autor del cuadro El mundo de Cristina de 1948, cuadro que muestra una mujer arrastrándose en un campo vacío dominado por dos casas. Da la casualidad que tengo una reproducción ese cuadro exactamente frente a mí, en mi escritorio de Copilco. Hubo otras coincidencias cuya exposición le ahorro al público pues este género —el de las causalidades— puede ser muy tedioso para quien no se encuentra atrapado en su red. El Premio Xavier Villaurrutia significa para mí un acto de reconocimiento por parte de un grupo de escritores que leen, representados por Silvia Molina, Daniel Leyva y Federico Patán, Enzia Verduchi hacia un lector que escribe. Un jurado de lujo auspiciado por la Sociedad Alfonsina organizadora de este premio.
Reconocimiento es una palabra preñada de implicaciones poéticas y filosóficas: Luego de su travesía Ulises es reconocido por su perro, su criado, su esposa y su hijo; Atenas reconoce a Sócrates a través de la cicuta; Antígona se entrega a la muerte porque la ciudad no quiere reconocer el cadáver de su hermano como hijo de la ciudad; Jesucristo reconoce a Judas en el tiempo mítico en que le anuncia a San Pedro que lo negará tres veces. La universidad reconoce a sus maestros e investigadores eméritos, mientras que el médico, a su vez, practica a sus pacientes otro tipo de reconocimientos.
Ni Xavier Villaurrutia, ni Gilberto Owen, ni José Gorostiza, ni Jorge Cuesta tuvieron ningún premio, en aquellos tiempos había mecenazgo pero no había becas, ni estímulos. Sin embargo, fueron reconocidos, es decir, leídos y saludados, por Alfonso Reyes, Octavio Paz, Alí Chumacero y José Luis Martínez, quienes no sólo los leyeron y releyeron, los transcribieron sino que los reescribieron y hasta reeditaron (con Martínez y García Terrés) —esa forma de salvar— sus obras y sus revistas.
El secreto de la fama, para evocar el nuevo título de Gabriel Zaid, no estaba tan mercantilizado ni tan amenazado por los discursos ideológicos y partidarios como ahora y el papel del escritor como ciudadano no estaba tan sujeto al Cheque y carnaval, título de mi segundo libro que tuve el honor de ver reseñado por Francisco Zendejas, en su columna de Excélsior, fundador de este Premio Xavier Villaurrutia cuya sombra saludo desde aquí, junto con la presencia de Alicia Zendejas, al entrar a su casa como hijo pródigo en este martes de carnaval.
La salud de una ciudad se puede medir por la calidad de sus reconocimientos, y la mexicana le debe a la Sociedad Alfonsina, a sus fundadores e integrantes un agradecimiento por haber sabido dar consistencia y continuidad a este reconocimiento. Yo se lo debo a las letras que alguna vez aprendí a deletrear en las rodillas de mi madre y los brazos de mi padre y en los escritorios de mis maestros y amigos, también se lo debo a mi familia y a mi esposa Marie Boissonnet quien me acompaña desde hace casi 35 años y al apoyo de mis asistentes.
Gnosis y anagnorisis, conocimiento y revelación— que tengo el honor de recibir de manos de mis amigos y lectores [Silvia Molina, Daniel Leyva, Federico Patán, Alicia Zendejas, Enzia Verduchi y María Teresa Franco]. Muchas gracias.

1 Octavio Paz, “Xavier Villaurrutia en persona y en obra”, Generaciones y semblanzas, Obras completas, tomo 4, Circulo de Lectores/Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 277.

domingo, enero 25, 2009

Villaurrutia para Castañón



No olvidaré jamás la conferencia que en noviembre de 2008 dio en Torreón el maestro Adolfo Castañón sobre Manuel José Othón. Para seguir con las rimas en “ón”, no olvido aquella charla por su erudición y, además, por culpa de un avión. Efectivamente, al final de la conferencia recibí una llamada en el celular: un amigo me informaba que el avión en el que viajaba Juan Camilo Mouriño se desplomó en la Ciudad de México. Todos, creo, solemos asociar ese tipo de noticias con el lugar en el que nos encontrábamos, y cuando ocurrió aquel accidente (o lo que haya sido) yo estaba en el Museo Arocena como anfitrión del maestro Castañón, quien dictó cátedra sobre el poeta potosino.
Todavía desconcertado por la noticia, fui a cenar con el visitante, quien con curiosidad me preguntó si era cierto que la gente en La Laguna había aplaudido la llegada del agua al lecho del río Nazas. Le dije que sí, lo que le pareció memorable. Tuve la suerte de conversar un rato con él, de enterarme de sus proyectos, de su trabajo en la Academia Mexicana de la Lengua y de sus entrevistas a científicos para el canal de la UNAM. Con gran generosidad me regaló como cinco de sus libros, y cuando nos despedimos quiso que yo también le diera algunas de mis publicaciones. En general, nunca enjareto ninguna de mis (s)obras a nuestros visitantes, pues la mayoría viven sobreocupados con lecturas y escrituras inagotables y no tendrían demasiado tiempo para consumir lo de uno. Con el tiempo he comprendido que es de mejor gusto no regalarles eso a menos que lo pidan. Como tal fue el caso, le di tres o cuatro títulos y quedamos en escribirnos por mail.
No puedo presumir su amistad, sin embargo; a lo mucho digo que nos conocemos y que logramos cruzar algunas palabras amistosas, como ésas que le envié hace una semana, cuando supe que recién había ganado el premio Xavier Villaurrutia. Me contestó con agradecimiento. Días antes, al enterarse de que hace años entrevisté vía telefónica a Juan Goytisolo, me mandó un ensayo sobre el narrador español. Me gusta el registro siempre culto de sus textos, un estilo que empata con su personalidad: Castañón es un escritor que trabaja sin aspavientos, que lee, escribe y publica al margen de los temas que atraen reflectores. La suya es una labor callada, constante, minuciosa. El Villaurrutia premia, pues, muchos años de esfuerzo, y lo hace en un momento en el que las capacidades del maestro Castañón están en plenitud, en ardua cosecha editorial.
Comparto mi alegría por ese premio y de paso un fragmento del ensayo que me envió (“El éxodo de aquí y allá de Juan Goytisolo”), donde se nota claro lo que afirmo: “No es ésta la primera vez que Juan Goytisolo viene a México ni este acto el único en que ha participado aquí. Vino por primera vez —como ha contado él mismo el pasado martes 18— a principios de 1962, invitado por Miguel Barbachano y ahí conoció a la mayoría de sus amigos mexicanos como Carlos Fuentes. Yo recuerdo el viaje que hizo a nuestra ciudad en 1974, en compañía de Monique Lange, editora de Gallimard y primera traductora al francés de Juan Rulfo, para participar como jurado en el concurso de ‘Primera Novela’ convocado por el FCE. Además sé que su nombre, santo y seña ha estado presente en nuestras letras. Goytisolo fue durante aquellos años por efecto del franquismo ‘editorialmente mexicano’ y ciudadano de nuestras letras a través de la amistad y de las palabras de Octavio Paz y Carlos Fuentes quien incluyó un capítulo sobre él en su libro-manifiesto, La nueva novela hispanoamericana, ‘Juan Goytisolo: la lengua común’. En México se publicó en 1966 la novela Señas de identidad, en 1969 la re-edición de La isla, en 1970 Reivindicación del Conde don Julián y en 1976 la misma editorial Joaquín Mortiz el libro de Linda Gould Levine, La destrucción creadora. Publicó textos y ensayos en Plural y Vuelta de Octavio Paz y en 2002 se le concedió en México el ‘Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo’ que le entregó nuestra amiga Marie José Paz. Goytisolo no sólo era en su origen editorialmente mexicano. Existe entre su obra y la materia y forma de la expresión americana y mexicana una red de vasos comunicantes, en el tono, en la furia, en el deseo de innovación tanto como en la audacia creadora. Volví a encontrar personalmente a Goytisolo en esa ocasión, pero, a diferencia del primer encuentro fugaz y como de reojo de 1974 ya había tenido tiempo de leer algunos de sus libros —gracias a los préstamos de Danubio Torres Fierro— y conocer su mundo y trasmundo. Por eso el paseo que hicimos por el zócalo la mañana del jueves de corpus de aquel 2002 fue el espacio singular en que, a ritmo lento y moroso, y como de casualidad, nació, junto con una viva simpatía, el proyecto de armar una antología de su obra ensayística para lectores mexicanos y americanos, al compás de la caminata que tuvo el efecto de desdoblar la plancha de nuestra plaza mayor y poner virtualmente sobre ella otra, a la par real e imaginaria, a la par profusa y gobernada por un orden secreto, la de la plaza de Marraquesh cuya bóveda inmaterial y vertiginosa describen las páginas de la novela Makbara. Sus palabras me llevaron a pensar y sentir que esos dos espacios son como los polos subterráneos que sostienen el mundo hispánico. Durante aquel paseo noté cómo Juan Goytisolo no camina sino que parece flotar en el espacio como si fuese un efrit de las Mil y una noches, como que anda con los ojos muy abiertos y atentos pero a la vez dando cada paso con una rara conciencia sonámbula de los pasos que lo aventuran al mismo tiempo en otros reinos, en otras ciudades imaginarias. Mezcla de cálculo y distracción, de serenidad y disponibilidad. Goytisolo en resumen parecía conocer el Zócalo mejor que yo, y estar más y mejor en su aire y en su compás. Nos tomamos una foto muy kitsch con sombrero charro, sarape, paisaje apócrifo y junto a un caballito de madera como el ‘Clavileño’ de Don Quijote”.