Alguien, en una entrevista, le preguntó a Alejandro
Dolina que qué le gustaba más, si escribir o hablar por radio. No recuerdo
textualmente su respuesta, pero aproximadamente dijo que ambas actividades le
producían satisfacción; la diferencia sustancial radica en el tiempo de espera
necesario para obtener, si es que llega, el reconocimiento: en el radio uno
recibe casi inmediatamente la respuesta del público, mientras que en la
escritura es imposible que el lector esté allí, junto al autor mientras
escribe, listo para aplaudir cada que nace un buen párrafo. Escribir implica
esperar con paciencia y silencio a que días, semanas, meses y a veces hasta
años después llegue algún apapacho proveniente del lector. Este trabajo es
entonces uno de los que implican más silencio, aislarse del ruido para pensar/entretejer
palabras.
Lograr el silencio que asegure la concentración es hoy
una de las mayores utopías del escritor. A menos que se aísle en una isla,
valga el pleonasmo, por todos lados lo perseguirá la sombra del ruido, y a
veces ni en el hogar dulce hogar podrá sacudirse el acoso de las estridencias.
Tengo un amigo que vive, por ejemplo, en una situación desafiante para escribir:
como radica en una colonia popular, todos los días a casi toda hora padece
bocinas estereofónicas en el vecindario; expelen sin misericordia reguetones y piezas
de banda sinaloense en el peor de los casos, y de Marco Antonio Solís o de
Chente, en el mejor. Pese a esto, con paciencia tibetana, mi amigo sigue
adelante, atrincherado en la resignación de saber que el ruido no se largará
jamás con su música a otra parte.
Como él y no muy lejos, cada que tengo oportunidad de
sentarme a escribir como Cervantes manda debo poner barricadas a la
desconcentración, aunque sin éxito. El hecho de trabajar a solas y evitar hasta
la música que me agrada no garantiza el silencio: los ruidos se confabulan y
rompen a saco el enclaustramiento, de manera que uno debe aprender a escribir
en medio del ajetreo sonoro. Ignoro, por esto, qué tanto he perdido en agudeza debido
a las miles de horas de escritura perturbada, de silencio hecho trizas por
ruidos de cumbias lejanas, de gritos en la calle, de notificaciones de celular,
de sirenas de camión gasero, de motos con el escape abierto y karaokes despiadados
durante las madrugadas de los fines de semana.
En el libro Lectura
y catarsis (Juan Pablos-Ediciones sin Nombre, México, 2000, 78 pp.), ensayo
de mi amigo Adolfo Castañón sobre George Steiner, cita del erudito francés unas
palabras que ratifican la importancia del silencio en toda labor que tome en
serio el imperativo de pensar: “¿En qué piensa usted? —le pregunta el diario
francés Liberation y él responde—: En
primer lugar en la extrema dificultad de pensar.
En el sentido serio del término. En la necesidad de tener acceso, en este fin
de siglo, a los silencios, a los espacios privados (…), los ejercicios de
concentración y de abstracción de toda mundanidad que presupone, que exige, el
auténtico acto de pensamiento. En el presupuesto de la contabilidad mental,
nada se ha hecho tan costoso como el silencio. Nuestra condena es la del ruido
constante, público, mediático, pero también el ruido en los rincones de
nuestras moradas. La metrópolis moderna es un largo aullido —y muy pronto
sobrevendrá la abolición del armisticio que era la noche, durante veinticuatro
horas sobre veinticuatro”.
¿Cómo ganar terreno al ruido en un mundo que aturde?, ¿cómo pensar y escribir en una realidad que no cesa de retumbar a los costados? No sé. Por lo pronto, uno debe terminar por habituarse al ruido y proseguir a contracorriente, como comenté que prosigue mi amigo el de la colonia popular, quien reflexiona y escribe sobre Sor Juana apedreado por el atroz fondo musical de la banda Cuisillos o los detestables vibratos, si bien le va, de Luis Miguel.