El arte de la biografía siempre ha puesto énfasis en la
precocidad. Como si la vida fuera una carrera (currículum significa eso:
recorrido), los estudiosos se han empeñado en destacar los frutos maduros producidos
a edades muy tempranas y los han considerado hitos. En el universo artístico hay
casos paradigmáticos, como el de Mozart, quien de niño ya asombraba a la
aristocracia europea con la perfecta ejecución al piano de sus perfectas obras;
también Rimbaud, quien antes de los veinte ya había escrito los libros que le
granjearían la inmortalidad; o Picasso, quien en la adolescencia casi superaba a
su padre, maestro de pintura. Para los biógrafos, la madurez adelantada es un
prodigio digno de ser contado, se trate del genio matemático de Évariste
Galois, del genio futbolístico de Diego Maradona o del genio de quien sea.
En
la referida precocidad pienso cuando evoco a Ramón López Velarde (Jerez, Zac.,
1888-México, DF, 1921). El destino le concedió poco tiempo para urdir una de
las obras más importantes de la literatura española. Conste que no digo mexicana ni hispanoamericana, sino española,
adjetivo con el que deseo asir todo lo muy bien escrito en la órbita de nuestra
lengua. Mientras a otros escritores les cuesta una larga vida alcanzar el ideal
del virtuosísimo, la obra ya cuajada y gorda de buen zumo, y a otros se les va
la existencia sin lograrlo, la musa favoreció a López Velarde con una
sensibilidad y unos recursos inusitados, para decirlo con un adjetivo que él
hizo célebre al calificar ciertos ojos de sulfato de cobre.
Muchas
veces he buceado en mi interior para tratar de descubrir la razón profunda de
su encanto (y digo aquí encanto en
sentido estricto, pues la poesía del jerezano encanta, fascina como el canto).
He leído, claro, explicaciones técnicas sobre su manera de versificar/adjetivar/rimar
y por supuesto me parecen un ejercicio inteligente de la crítica, pero siento
que toda aproximación a la obra poética lopezvelardeana debe partir de una
renuncia, la renuncia a encontrar mediante la pura razón el misterio que emana
de su laboratorio metafórico. La explicación de López Velarde, a mi ver, no
alcanza a colmarse con el develamiento de su técnica o con los datos
autobiográficos agazapados en sus versos, sino en un sitio menos concreto. Es
como si con un radar espiritual él hubiera captado una esencia que, como brisa,
roza todos los pliegues del alma mexicana. Él supo vislumbrarla y, sobre todo, expresarla
en palabras cuyo objetivo parece, de entrada, excesivo: convertir un
sentimiento apenas presentido en evidencia de una realidad tangible.
Cuando
leo a López Velarde me pasma advertir cómo atrapó la mencionada esencia, cómo
emplazó sus sentidos a la manera de una cámara para captar detalles que parecen
decir más de lo que dicen: “Tu barro suena a plata, y en tu puño / su sonora
miseria es alcancía; / y por las madrugadas del terruño, / en calles como
espejos, se vacía / el santo olor de la panadería”. Esta estrofa remite, por
ejemplo, a la mirada, el oído y el olfato, y en los tres casos parece haber una
secreta correspondencia: el barro con la alcancía y la alcancía con la pobreza;
luego la palabra “terruño” (y no “ciudad” o “pueblo”), usada muy frecuentemente
para referirnos con cariño al lugar donde nacimos, se enlaza a la sensación de
pureza que produce el amanecer vinculada a la santidad del pan (litúrgico).
Todo se mezcla y fluye en nuestra emoción como río subterráneo, casi como fluye
el viejo indoeuropeo en las palabras que usamos.
“Suave
Patria: te amo no cual mito, / sino por tu verdad de pan bendito; / como a niña
que asoma por la reja / con la blusa corrida hasta la oreja / y la falda bajada
hasta el huesito”, dice en otra estrofa no lejana a la anterior, y ocurre lo
mismo: “bendito” no sólo rima formalmente con “huestito”, sino que también
consuena en el plano cultural por el conservadurismo presente en “bajada”,
participio (los participios parecen adjetivos y verbos al mismo tiempo) que
insinúa alguna coerción en el acto de adecentar la falda.
Esta poesía es un portento literario, una flecha que atraviesa la carne de nuestra idiosincrasia. Ramón López Velarde sólo tuvo 33 años para escribirla. Murió hace un siglo.