Hace veinte años, en
2001, Ediciones del Ermitaño, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y
la compañía Adobe publicaron El libro y las nuevas tecnologías. Los editores
ante el nuevo milenio, obra colectiva en la que un numeroso contingente de
profesionales de la edición espigó planteos de cara al momento que se venía
encima. Desde entonces a la fecha sigue viva la discusión sobre los cambios
provocados por el universo de la comunicación digital, cambios fortuitos y en
algunos casos imprevisibles. En 2001 se hablaba todavía, como novedad, del
correo electrónico y de la superabundancia de información en la red, pero
parecía que estábamos aún lejos del smatrphone, de Whatsapp y de las redes
sociales como Facebook, Twitter, Instagram y Tik Tok. Era difícil anticiparlo,
pero en el lustro que va de 2005 a 2010, y más recientemente en la década que
abarca de 2010 a 2020, se han dado cambios mayúsculos en la forma de
comunicarnos. Y más: de marzo de 2020 a marzo de 2021 acusamos, debido a la
pandemia, un cambio radical en nuestra forma de interactuar, y descubrimos casi
como revelación que en los quehaceres académicos e intelectuales era posible
sobrevivir, nuevas tecnologías mediante, gracias al trabajo desde casa.
No voy a teorizar sobre
la revolución digital ni nada que se le parezca; no tengo competencia para
hacerlo y además hay mucho material en todos lados para seguir los hilos de ese
debate. Lo único que haré será bordear algunas ideas que parten de mi
experiencia de escritor, de editor y principalmente de lector, un lector
radicado en la periferia cultural, en el centro-norte de México,
específicamente en la Comarca Lagunera, región que, como sabemos, abarca dos
porciones significativas de los estados de Coahuila y Durango, México.
Como
mis coetáneos nacidos en los cincuenta y sesenta, llegué a la vida adulta pocos
años antes de que comenzaran a zumbar en el ambiente las palabras Windows y
Macintosh. Egresé de la carrera en 1986 y comencé a trabajar como escritor y
periodista en un contexto donde sólo podíamos apoyarnos en soportes de papel.
Escribía en máquinas de escribir mecánicas, llevaba personalmente mis
cuartillas al diario o la revista, y veía publicados mis textos, con más pena que
orgullo, en los medios concretos que tenía a mi alcance. En 1993 compré mi
primera computadora, una Macintosh Classic II. La usé cinco años sin conexión
de internet, así que me sirvió sólo para escribir, no para hacer todo lo que
hoy hacen las computadoras. En aquel momento, a mediados de los noventa, no era
infrecuente que a los escritores se les preguntara qué preferían: si la máquina
de escribir mecánica o la computadora. Algunos todavía, los verdaderos
románticos, y no por mucho tiempo ya, seguían apegados a las Remington o a las
Olivetti.
En 1998 compré otra
computadora, una Alaska de caja blanca, y en ella contraté por primera vez
internet y tuve mi primer correo electrónico. Durante dos décadas yo había
obtenido información sólo en papeles, en libros, periódicos y revistas. Por mi
trabajo sentía el imperativo de conseguir todo lo que fuera posible, acumular
papel como un castor acumula madera. No había nacido en una familia con
biblioteca, así que la fui armando desde cero. Cuando comencé a editar más o
menos en serio, en 1990, me convertí en adicto a las revistas y a los
suplementos culturales. Semana tras semana, mes tras mes, compraba las
siguientes publicaciones: las revistas Plural (1971), Vuelta
(1976) y Nexos (1978), y los fines de semana varios periódicos de la
capital para extraer de ellos los suplementos: Unomásuno (1977) por el
suplemento Sábado (1977); La Jornada (1984) por La Jornada
Semanal (1984); Novedades por El Semanario; Excélsior
(1917) por El Búho (1985); Reforma (1993) por El Ángel (1993)
y El País (1976) por Babelia (1991). Estos espacios, más los
libros que conseguía básicamente en las tres o cuatro librerías de Torreón,
constituyeron mis lecturas de aquellos años. Hoy, creo que los suplementos más
llamativos son Confabulario de El Universal (1916) y Laberinto
de Milenio (2000), pero sospecho que sin la influencia de los
suplementos de hace veinte años.
Sin saberlo, fui uno de
los últimos y asiduos consumidores de papeles de ese tipo en un siglo en el que
se vivió el boom de las revistas y los suplementos culturales encartados
en los diarios. Poco a poco supe que estas publicaciones se convirtieron en
obsesión de los artistas, sobre todo de los escritores y los intelectuales,
pues, al margen del libro, los espacios periódicos servían para desahogar
asuntos y preocupaciones coyunturales, posturas políticas o producción
literaria en marcha. Por mencionar sólo algunos casos representativos en el
orbe hispánico, uno de los modelos fue la Revista de Occidente, fundada
en Madrid hacia 1923 por Ortega y Gasset. En 1931 nació Sur, de Buenos
Aires, fundada por Silvina Ocampo. En La Habana, José Lezama Lima y José
Rodríguez Feo fundaron Orígenes hacia 1944, y, en México, entre los
veinte y treinta nacieron varias revistas importantes como Contemporáneos,
de 1928, dirigida por el poeta Bernardo Ortiz de Montellano. Hay, claro, muchas
revistas más, como la peruana Amauta, de José Carlos Mariátegui, fundada
en 1926, y la fiebre por tener un órgano de difusión no se diluyó durante todo
el siglo XX. Esto se puede notar en la biografía sobre Paz escrita por Krauze,
donde el historiador enfatiza que tener una revista fue una obsesión abrazada
por el Nobel mexicano durante toda su vida (de alguna manera, pues, el fervor
hemerográfico del siglo se puede medir en el arco vital de Paz: de 1914 a
1998). Aunque tarde y en el rango provinciano, La Laguna no estuvo ajena a este
contexto, pues en el XX nacieron y desaparecieron las revistas Cauce, Suma,
Estepa del Nazas, La Paloma Azul, los suplementos Opinión
Cultural, La Tolvanera, entre otras publicaciones, cada una con una
vida que frisó los diez años.
Estas publicaciones
servían hacia afuera para informar y entretener al lector, y hacia adentro como
dispositivos editoriales para aglutinar grupos más o menos afines en sus
inquietudes estéticas y políticas. Luego de varias apariciones, el lector podía
notar un aire de familia en cada publicación, cierta sintonía espiritual o
ideológica, incluso asomaba en ellas alguna condición de secta con oficiantes
algo sacralizados. Parecían muchas publicaciones, pero, como yo mismo lo
experimenté durante casi veinte años, y aunque cada mes compraba tres revistas
y cada semana me hacía de cinco o seis suplementos, no eran tantas, así que las
iba leyendo poco a poco, durante la semana, de modo que vistas desde ahora me
dan la impresión de que configuraban productos insumibles en una escala humana,
material viable para ejercer en sus páginas una “lectura sosegada”, como la
llama Álex Grijelmo.
Luego de este sucinto y
algo aparatoso, aunque forzosamente incompleto, recorrido por las revistas y
los suplementos, tengo hoy la impresión de que mucho ha cambiado. No digo que
para mal; no digo, como el poeta, que todo tiempo pasado fue mejor, sólo
consigno parte de lo que ha cambiado. El hecho de que hoy podamos acceder por
la red a la revista digital de algún cuentista radicado en Huimanguillo,
Tabasco, o a los contenidos de las revistas más prestigiadas en todos los
países y de todos los idiomas, ha reducido a casi nada el estatus del
colaborador de revistas, ha diluido la idea de grupo artístico compacto y nos
ha llevado a pulverizar nuestros intereses en mil partículas editoriales.
Digamos que ahora no tenemos revistas, sino enlaces a textos específicos que al
multiplicarse por cantidades inhumanas, forzosamente torrenciales y
fragmentarias, crean cierta anhedonia o falta de placer en el lector, de
ahí que hoy padezcamos algo aproximado al síndrome del niño rico: tenemos todo,
y como tenemos todo, nada nos exalta, nada nos entusiasma, nada nos sorprende.
Perdimos la visión de los árboles; hoy todo es bosque, infinito bosque, y en él tenemos que buscar la manera de volver a la sorpresa del hallazgo que nos seduce y nos obliga, como en los viejos tiempos, a leer con atención, sosegadamente.