miércoles, junio 23, 2021

Árboles ayer, bosques hoy

 











Hace veinte años, en 2001, Ediciones del Ermitaño, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y la compañía Adobe publicaron El libro y las nuevas tecnologías. Los editores ante el nuevo milenio, obra colectiva en la que un numeroso contingente de profesionales de la edición espigó planteos de cara al momento que se venía encima. Desde entonces a la fecha sigue viva la discusión sobre los cambios provocados por el universo de la comunicación digital, cambios fortuitos y en algunos casos imprevisibles. En 2001 se hablaba todavía, como novedad, del correo electrónico y de la superabundancia de información en la red, pero parecía que estábamos aún lejos del smatrphone, de Whatsapp y de las redes sociales como Facebook, Twitter, Instagram y Tik Tok. Era difícil anticiparlo, pero en el lustro que va de 2005 a 2010, y más recientemente en la década que abarca de 2010 a 2020, se han dado cambios mayúsculos en la forma de comunicarnos. Y más: de marzo de 2020 a marzo de 2021 acusamos, debido a la pandemia, un cambio radical en nuestra forma de interactuar, y descubrimos casi como revelación que en los quehaceres académicos e intelectuales era posible sobrevivir, nuevas tecnologías mediante, gracias al trabajo desde casa.

No voy a teorizar sobre la revolución digital ni nada que se le parezca; no tengo competencia para hacerlo y además hay mucho material en todos lados para seguir los hilos de ese debate. Lo único que haré será bordear algunas ideas que parten de mi experiencia de escritor, de editor y principalmente de lector, un lector radicado en la periferia cultural, en el centro-norte de México, específicamente en la Comarca Lagunera, región que, como sabemos, abarca dos porciones significativas de los estados de Coahuila y Durango, México.

Como mis coetáneos nacidos en los cincuenta y sesenta, llegué a la vida adulta pocos años antes de que comenzaran a zumbar en el ambiente las palabras Windows y Macintosh. Egresé de la carrera en 1986 y comencé a trabajar como escritor y periodista en un contexto donde sólo podíamos apoyarnos en soportes de papel. Escribía en máquinas de escribir mecánicas, llevaba personalmente mis cuartillas al diario o la revista, y veía publicados mis textos, con más pena que orgullo, en los medios concretos que tenía a mi alcance. En 1993 compré mi primera computadora, una Macintosh Classic II. La usé cinco años sin conexión de internet, así que me sirvió sólo para escribir, no para hacer todo lo que hoy hacen las computadoras. En aquel momento, a mediados de los noventa, no era infrecuente que a los escritores se les preguntara qué preferían: si la máquina de escribir mecánica o la computadora. Algunos todavía, los verdaderos románticos, y no por mucho tiempo ya, seguían apegados a las Remington o a las Olivetti.

En 1998 compré otra computadora, una Alaska de caja blanca, y en ella contraté por primera vez internet y tuve mi primer correo electrónico. Durante dos décadas yo había obtenido información sólo en papeles, en libros, periódicos y revistas. Por mi trabajo sentía el imperativo de conseguir todo lo que fuera posible, acumular papel como un castor acumula madera. No había nacido en una familia con biblioteca, así que la fui armando desde cero. Cuando comencé a editar más o menos en serio, en 1990, me convertí en adicto a las revistas y a los suplementos culturales. Semana tras semana, mes tras mes, compraba las siguientes publicaciones: las revistas Plural (1971), Vuelta (1976) y Nexos (1978), y los fines de semana varios periódicos de la capital para extraer de ellos los suplementos: Unomásuno (1977) por el suplemento Sábado (1977); La Jornada (1984) por La Jornada Semanal (1984); Novedades por El Semanario; Excélsior (1917) por El Búho (1985); Reforma (1993) por El Ángel (1993) y El País (1976) por Babelia (1991). Estos espacios, más los libros que conseguía básicamente en las tres o cuatro librerías de Torreón, constituyeron mis lecturas de aquellos años. Hoy, creo que los suplementos más llamativos son Confabulario de El Universal (1916) y Laberinto de Milenio (2000), pero sospecho que sin la influencia de los suplementos de hace veinte años.

Sin saberlo, fui uno de los últimos y asiduos consumidores de papeles de ese tipo en un siglo en el que se vivió el boom de las revistas y los suplementos culturales encartados en los diarios. Poco a poco supe que estas publicaciones se convirtieron en obsesión de los artistas, sobre todo de los escritores y los intelectuales, pues, al margen del libro, los espacios periódicos servían para desahogar asuntos y preocupaciones coyunturales, posturas políticas o producción literaria en marcha. Por mencionar sólo algunos casos representativos en el orbe hispánico, uno de los modelos fue la Revista de Occidente, fundada en Madrid hacia 1923 por Ortega y Gasset. En 1931 nació Sur, de Buenos Aires, fundada por Silvina Ocampo. En La Habana, José Lezama Lima y José Rodríguez Feo fundaron Orígenes hacia 1944, y, en México, entre los veinte y treinta nacieron varias revistas importantes como Contemporáneos, de 1928, dirigida por el poeta Bernardo Ortiz de Montellano. Hay, claro, muchas revistas más, como la peruana Amauta, de José Carlos Mariátegui, fundada en 1926, y la fiebre por tener un órgano de difusión no se diluyó durante todo el siglo XX. Esto se puede notar en la biografía sobre Paz escrita por Krauze, donde el historiador enfatiza que tener una revista fue una obsesión abrazada por el Nobel mexicano durante toda su vida (de alguna manera, pues, el fervor hemerográfico del siglo se puede medir en el arco vital de Paz: de 1914 a 1998). Aunque tarde y en el rango provinciano, La Laguna no estuvo ajena a este contexto, pues en el XX nacieron y desaparecieron las revistas Cauce, Suma, Estepa del Nazas, La Paloma Azul, los suplementos Opinión Cultural, La Tolvanera, entre otras publicaciones, cada una con una vida que frisó los diez años.

Estas publicaciones servían hacia afuera para informar y entretener al lector, y hacia adentro como dispositivos editoriales para aglutinar grupos más o menos afines en sus inquietudes estéticas y políticas. Luego de varias apariciones, el lector podía notar un aire de familia en cada publicación, cierta sintonía espiritual o ideológica, incluso asomaba en ellas alguna condición de secta con oficiantes algo sacralizados. Parecían muchas publicaciones, pero, como yo mismo lo experimenté durante casi veinte años, y aunque cada mes compraba tres revistas y cada semana me hacía de cinco o seis suplementos, no eran tantas, así que las iba leyendo poco a poco, durante la semana, de modo que vistas desde ahora me dan la impresión de que configuraban productos insumibles en una escala humana, material viable para ejercer en sus páginas una “lectura sosegada”, como la llama Álex Grijelmo.

Luego de este sucinto y algo aparatoso, aunque forzosamente incompleto, recorrido por las revistas y los suplementos, tengo hoy la impresión de que mucho ha cambiado. No digo que para mal; no digo, como el poeta, que todo tiempo pasado fue mejor, sólo consigno parte de lo que ha cambiado. El hecho de que hoy podamos acceder por la red a la revista digital de algún cuentista radicado en Huimanguillo, Tabasco, o a los contenidos de las revistas más prestigiadas en todos los países y de todos los idiomas, ha reducido a casi nada el estatus del colaborador de revistas, ha diluido la idea de grupo artístico compacto y nos ha llevado a pulverizar nuestros intereses en mil partículas editoriales. Digamos que ahora no tenemos revistas, sino enlaces a textos específicos que al multiplicarse por cantidades inhumanas, forzosamente torrenciales y fragmentarias, crean cierta anhedonia o falta de placer en el lector, de ahí que hoy padezcamos algo aproximado al síndrome del niño rico: tenemos todo, y como tenemos todo, nada nos exalta, nada nos entusiasma, nada nos sorprende.

Perdimos la visión de los árboles; hoy todo es bosque, infinito bosque, y en él tenemos que buscar la manera de volver a la sorpresa del hallazgo que nos seduce y nos obliga, como en los viejos tiempos, a leer con atención, sosegadamente.