miércoles, junio 09, 2021

Mar de excesos

 












Durante muchos miles de años los parientes más cercanos de los seres humanos, y tras la evolución el mismísimo homo sapiens, se alimentaron directamente de la naturaleza. Lo que ésta producía en términos de frutos y carne animal era tomado por el hombre como sustento de su vida. No fue sino hasta muchísimos siglos después cuando los ingredientes del medio natural fueron procesados, combinados y resguardados en recipientes desechables con el fin de servir como alimento. Tenemos, pues, apenas una pizca de tiempo en la historia de la humanidad en convivencia con vidrios, papeles, metales y plásticos como habitáculos de lo que comemos.

En el mercado actual, los recipientes han pasado a ser más que eso. De hecho, quizá la parte más importante de su valor no está en el servicio que prestan, sino en la capacidad que han adquirido para seducir al comprador. Gracias a su diseño y su practicidad, todos los depósitos y envoltorios son la primera cara que observan los consumidores, de ahí el esfuerzo de los mercadólogos por hallar nombres atractivos para los productos y descubrir materiales adecuados y vistosos para cada artículo. Los líquidos han encontrado el vidrio, el metal y el plástico, tres posiblidades para imprimir colorido a los exteriores y ser un resguardo sumamente efectivo contra los derrames y la caducidad corta. Y así todo: el papel para las galletas y los cigarrillos; el plástico para los embutidos, y miles y miles de productos más.

La posibilidad de contar con un recipiente de uso único abrió cancha al añadido de mensajes en la fachada de cada artículo. Encontrar información en cada uno de esos objetos se convirtió en una realidad tan evidente que con el tiempo fue marginado por la mirada del consumidor. Aunque habrá alguno que otro lector asiduo de etiquetas, lo habitual es que no reparemos en ellas y olímpicamente las pasemos de largo, pues a nadie le interesa saber en qué lugar fabrican algo, cuál es su dirección web, si tiene o no código QR, cuándo fue fundada la empresa y un largo etcétera que incluye ingredientes y fecha de caducidad.

Por esta costumbre ya bien socializada de no leer información en las carátulas de los productos —y por razones aún más pesadas de salud pública, obviamente—, surgió la iniciativa oficial de imprimir plastas hexagonales negras con advertencias para el consumidor, todas encabezadas por la palabra “exceso”: de grasas saturadas, de grasas trans, de sodio, de azúcares, de calorías, además de otras rectangulares con las leyendas “contiene cafeína, evitar en niños” y “contiene edulcorantes, no recomendable en niños”. Así, de golpe comenzaron a aparecer en el súper y en las tienditas los productos comunes ahora aderezados con el hexágono delator. La medida nos hizo ver de manera casi escandalosa la calidad de la mugre que metemos al cuerpo, aunque la cantidad de tales porquerías quedara todavía a oscuras. Sea como sea, ahora resulta imposible no leer, y leemos.

Uno de los rasgos de la comunicación es el desgaste semántico de los mensajes reiterados. Así como, debido a su ubicuidad, logramos abstraer las noticias sobre asesinatos en el mundo del narco, la mente del consumidor poco a poco, hoy, va invisibilizando los hexágonos negros, tal y como también procedieron los fumadores aunque al principio se alarmaran con las imágenes de ratas y manos de leproso en cada cajetilla. Sospecho, en suma, que no bastarán las advertencias sobre la etiqueta para mitigar los altos índices de obesidad, hipertensión y diabetes del pueblo mexicano. La lucha contra esos males debe pasar por allí, ciertamente, pero también por un énfasis en la educación de los consumidores y mayores presiones a los fabricantes para moderar los excesos que, por desgracia, se han vuelto adictivos, parte ya de la pavorosa dieta nacional.