miércoles, junio 02, 2021

Titubeos del recomendador

 







Comienzo este apunte en clave de crónica: cierta mañana de sábado me encontraba en la librería de viejo con la expectativa de siempre, es decir, a merced del azar que pudiera obsequiarme algún libro valioso por su contenido. No soy de quedarme allí mucho tiempo, pues hace años aprendí que, ya formado un criterio bibliográfico, bastan unos minutos de husmeo en la librería para hallar los dos o tres títulos que me seleccione el destino. La fauna que frecuenta las librerías de este tipo tiene, si no una facha uniforme, sí un cierto aire de familia, algo que detecto vagamente como un común denominador. Para empezar, no son (somos) precisamente jóvenes, sino adultos de más de cuarenta o cincuenta en busca de libros que nos cuadren entre los muchos temas disponibles en el caos.

Por eso llamaron mi atención las tres jóvenes como de 15 o 16 años que entraron decididas a encontrar algo de su interés. Es raro que un trío con tales características llegue a la librería de viejo y comience el casi extinto empeño de buscar algo para leer. Seguí con mi búsqueda, pero no pude desentenderme de las palabras que cruzaban mientras veían las mesas llenas de libros. No mencionaban títulos ni autores, sólo decían “me han dicho que este es bueno”, “tengo ganas de leer este”, “este ya lo leí y no me gustó tanto”. Picado por la curiosidad, quise saber a qué libros y a qué autores se referían, o más bien a qué tipo de libros y a qué tipo de autores, y me acerqué. Vi y oí que no eran libros clásicos ni autores del, llamémosle así, “canon” contemporáneo, sino títulos y escritores de esa enorme literatura que de manera más o menos lapidaria se denomina “de aeropuerto”, novelotas generalmente traducidas del inglés en las que no gravitan los rasgos apreciados en “la buena literatura”, como el estilo o el deseo de experimentación. Si no me preguntan cuáles son sus características, lo sé; si me lo preguntan, también lo sé, pero su variedad es amplia y no puede ceñirse a una descripción breve. Digamos que esos volúmenes, vistos sólo en su exterior, suelen tener portadas de libro gringo, letras troqueladas en plata o dorado, diseño como de cómic, firmas que tal vez son seudónimos (Jeremy McDermott o Samantha Carlson, por ejemplo) y títulos como La gran cacería del dragón o Los sentimientos de Timothy.

Pensé a partir de allí que la pesquisa de las jóvenes hacía énfasis en las historias y se desentendía de los atributos que en el mundo de la crítica literaria gravitan para convertir al libro en objeto no perecedero, no “de aeropuerto”. Por supuesto, no censuro a quien lee lo que quiera leer; cada quien es dueño de su tiempo y de su gusto, así que en todos lados me aparto de la tentación profesoral, más cuando no me piden opinión. Lo malo es que a veces sí me piden alguna recomendación de lectura, y es en esta situación cuando me veo en aprietos. Para empezar, en la cabeza tengo los libros que me gustan, y de antemano sé que no necesariamente serán gratos a cualquiera. He aquí el primer obstáculo: evitar la imposición de un libro desagradable sólo porque alguna vez llegó a gustarme. Recomiendo pues con una mezcla de miedo y pudor, a sabiendas de que muy probablemente erraré.

Pasó en estas vacaciones. Mi hija más pequeña pidió ayuda y de golpe me vi en la realidad de no saber qué recomendarle que no fuera experimental, denso, de estructura compleja, pero igualmente bueno según el dictamen de los especialistas. Le di a leer Plata quemada, la novela de Piglia, y pudo terminarla. Luego le di Mundo del fin del mundo, de Luis Sepúlveda, y en este tenor seguiré, tratando de dar pequeños pasos en el grado de dificultad, a ver qué tanto avanza.

En resumen, nunca es fácil recomendar libros. En el fondo creo, incluso, que no es prudente hacerlo, que cada quien debe esforzarse por descubrirlos, pero tal vez urdo esta afirmación para no verme más en el titubeante trance de decir “bueno, quizá puedes leer esto”.