De
mi amigo Orlando Van Bredam (Villa San Marcial, Entre Ríos, Argentina, 1952)
tengo, entre otros libros, una novela escrita en clave de crónica o reportaje
cuyo título es inmejorable para ceñir el tema que aborda: Mientras el mundo se achica (Editorial Fundación La Hendija,
Paraná, 2014, 99 pp.). Su protagonista es, o fue, un personaje real: el basquetbolista
argentino Jorge González, hombre que desde la adolescencia comenzó a crecer y
crecer, lo que en principio favoreció su desempeño en el basquetbol pero a la
postre terminó por convertirse en hándicap para su salud. Jugó en la selección
argentina, probó suerte, sin fortuna, en la NBA y cerró su vida deportiva en la
estrafalaria y pésima lucha libre de Estados Unidos donde alcanzó alguna
celebridad por ser el gladiador más alto de la historia: 2,29 metros. Nació en
1966 y murió joven, a los 44, en 2010.
Pero,
aunque me sirve de introducción, no es del Gigante
González sobre quien deseo escribir en estos párrafos. Sólo me agarro del
título Mientras el mundo se achica
para comentar que así me siento con frecuencia al salir de las tiendas, pues
muchos productos de consumo más o menos frecuente se han achicado hasta
convertirse en miniatura gastronómica. Sé, lo tengo muy claro, que la mayoría
son chatarra, pero eso no quita que se trate de un fraude fraguado lentamente, durante
años de gradual empequeñecimiento.
Un
especialista en asuntos de mercado y consumo me explicó que el fenómeno del
achicamiento en el tamaño del producto se debe a la inflación. Las empresas,
para no incrementar el precio de sus productos con el fin de no desalentar el
consumo, han programado la reducción al tamaño de lo que venden. Ahora bien,
esta política tiene un límite, es decir, las empresas no pueden reducir el volumen
y el peso del producto de manera infinita, pues con esa tendencia los
consumidores terminarían comprando vacía la bolsita de celofán. Es viable
suponer, entonces, que luego de la reducción de peso y tamaño se dé una
reducción en la calidad de los ingredientes. Puede ser.
La
tendencia achicadora se ejecuta con mayor facilidad en los alimentos
procesados. Reitero que yo lo he notado sobre todo en muchos o en todos los
denominados, no sin razón, chatarra. Alguien podrá aplaudir esa política, pues
debido a ella consumiremos menos basura, pero insisto que no me refiero a las nulas
propiedades nutritivas del producto sino al fraude que implica, dado que al
mismo o mayor precio se vende un bien que a leguas es más pequeño que el
conocido años ha. ¿Y por qué es más fácil hacer este chanchullo con los
alimentos procesados? Fácil: porque el consumidor no puede compararlos
directamente. Todos notamos que los Pingüinos Marinela son más chicos que los
disponibles hace diez o quince años, pero nadie conserva un paquete para atestiguarlo
de manera fehaciente. Y así con muchos otros productos: nuestra memoria nos
advierte que las pastillas Halls tenían cierto tamaño y eran perfectamente
gruesas y cuadradas, así que en poco se parecen a las que hoy podemos
conseguir: más pequeñas, de forma irregular y medio redondeada para ahorrar a
la empresa cuatro esquinas de ingrediente.
Por todo esto, digo, me gusta el título del libro mencionado hace algunos renglones, pues resume muy bien lo que nos ha pasado: como cualquier mexicano, soy un consumidor que sin querer aterrizó en Lilliput, un mundo en el que las políticas marrulleras de muchas empresas han miniaturizado lo que compramos.