He escrito ya sobre la “Oración del 9 de febrero”, uno
de mis textos favoritos de Alfonso Reyes. Recién lo releí (van como diez veces
que paso el ojo por sus renglones) y al indagar un poco encuentro un dato extraño.
El maestro Adolfo Castañón afirma que lo “Lo publicaría diez años después de la
muerte del autor su viuda, Manuela, no se sabe si por encargo del autor o por
casualidad al revisar ella los papeles del polígrafo”. Reyes murió en el 59,
pero tengo la primera edición de Era de 1963, y otra casi idéntica publicada
también por Era sesenta años luego, en 2013, en cuya cuarta de forros
Christopher Domínguez Michael observa que Alfonso Reyes “dispuso la publicación póstuma
—llevada a cabo por Ediciones Era en 1963”.
Como tengo la edición del 63, pensaré que estamos en
el sexagésimo aniversario de la primera difusión de aquel valioso texto alfonsino. Lo escribió en Buenos
Aires hacia 1930, tenía 51 años, y declaró allí mismo que “Todo lo que salga de
mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día”; se refiere al 9 de
febrero de 1913, fecha en la que su padre comenzó el alzamiento contra el gobierno
de Madero y cayó abatido en las puertas de palacio nacional.
Hay dos párrafos que me conmueven en la “Oración…”.
Son estos:
“Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos
y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces,
en aquel instante, de conjurar los destinos. Por las heridas de su cuerpo,
parece que empezó a desangrarse para muchos años, toda la patria. Después me
fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros
de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar
con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a
comer sin sal los enfermos. Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas. Mis
hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio. Discurrí que estaba ausente mi
padre —situación ya tan familiar para mí— y, de lejos, me puse a hojearlo como
solía. Más aún: con más claridad y con más éxito que nunca. Logré traerlo junto
a mí a modo de atmósfera, de aura. Aprendí a preguntarle y a recibir sus
respuestas. A consultarle todo”.
“También supe y quise elegir el camino de mi libertad,
descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo
que pareciera, antes de consentir en esclavizarme a la baja vendetta. Lo ignoré
todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencio a los
que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego. De paso, sé
que me he cercenado voluntariamente una parte de mí mismo; sé que he perdido
para siempre los resortes de la agresión y de la ambición. Pero hice como el
que, picado de víbora, se corta el dedo de un machetazo. Los que sepan de estos
dolores me entenderán muy bien”.
Quizá exagero, pero el aniversario de la “Oración del 9 de febrero” es para mí una efemérides. Por eso la cito, por eso invito a su lectura. Podemos encontrarla en la hermosa edición de Era o en el tomo XXIV (México, 1990, 25-39 pp.) de las obras completas de AR publicadas por el Fondo.