Dado su contenido salaz o picantón desde el punto de
vista venéreo, de ciertos libros se dice que fueron escritos para leerse con
una sola mano. Tal vez esto era cierto en otras épocas, pues hoy es difícil que
las palabras impresas alcancen a ser un estimulante que compita con las
imágenes audiovisuales en las que el sexo se representa desde la forma más
pálida y sutil hasta la más explícita y bestial. En el futuro sabremos, por
cierto, si la disponibilidad de materiales sin tapujos, el aleph de las
prácticas corporales vinculadas con la pornografía que es hoy internet,
modificará (yo creo que sí, y creo que ya lo hizo) la manera de entender y
asumir las relaciones de pareja. Hay en la red tal superabundancia de productos
de esa índole que es imposible suponerles inocuidad. Los defensores a ultranza
de la monogamia y de la ortodoxia hombre-mujer serán los más inquietos.
Pero en fin, ya me puse medio sociológico y no es lo que
deseo, sino hablar sobre una visita reciente a Cayo Valerio Catulo, quien nació
en Verona hacia el año 87 antes de C. Como todo mundo sabe, del poeta latino sobreviven
116 poemas breves en los que destacan sus amoríos, sus travesuras íntimas, su
celebración del placer y no pocos arponazos a contemporáneos con los que tuvo
diferencias. Al releerlo encuentro que sustancialmente no hemos cambiado mucho
en más de dos mil años: por más que pase el tiempo, la fuerza de las hormonas
es un brazo de palanca definitivo de la vida humana.
Algún lector que no tenga noticia de Catulo querrá
ejemplos de su poesía. Recomiendo que en lugar de esperarlos aquí, los busque
en alguna de las demasiadas ediciones disponibles o incluso en internet.
Encontrará que todavía muchos versos no podrán ser enunciados sin incomodidad en
la sobremesa familiar del domingo, así que más vale encararlos sin comensales.
Traigo este nomás, no tan subido de tono: “Te lo ruego, dulce Ipsitila mía, /
encantos y delicias de mi vida, / invítame a tu casa por la siesta / y hazme
este otro favor, si es que me invitas: / que nadie eche el cerrojo de la puerta
/ y ten tú la bondad de no salir. / Mejor quédate en casa preparada / para
echar nueve polvos sin parar. / Aunque invítame ya, si vas a hacerlo, / que
acabo de comer y, panza arriba, / atravieso la túnica y el manto” (la edición
que uso es Catulo, Mondadori, Madrid,
1999, 68 pp., traducción de Juan Manuel Rodríguez Tobal).
Por eso les digo:
comparado con lo que el inframundo internético ofrece ahora en formato
audiovisual, esto de Cayo Valerio Catulo es casi casi Dora la Exploradora.