Aunque sea cacofónico afirmarlo así, el ensayo nece-sita
de la cita. Sólo por no dejar, recuerdo algunos casos lejanos y cercanos que
ejemplifican la pertinencia de las citas en quienes se dedican a pensar, a
ejercer alguna de las mil maneras de la crítica. Alfonso Reyes era un arsenal,
y alguna vez Borges, que también lo era, celebró esa facilidad: a la vera de cualquier
tema, desde el más simple hasta el más complejo, el regiomontano desenvainaba
una cita oportuna, no pocas veces inmejorable. Y Borges igual, insisto. Más
cerca de lo humano, recuerdo el caso de Juan Forn, cuyas columnas periodísticas
adquirían motricidad a partir de lo citado, casi como si el embrague de sus
textos fueran las citas que él sabía cortar como japonés podando bonsáis. Gilberto
Prado Galán fue lo más cercano que leí y escuché como alfaguara de citas que
brotaban por todos los poros de su conversación y sus ensayos.
Porque en trance de citar, cita cualquiera, pero no en
todos los casos hay puntería ni oportunidad en el uso de lo citado. La cita,
pues, no sólo debe ser buena, sino quedar incrustada en el momento idóneo de la
conversación o del texto, y no aventarla al discurso como quien arroja azúcar a
los churros.
Esta es la razón por la que, curiosamente, me han gustado
y me gustan muchos libros de corte ensayístico. No porque sean un
apelmazamiento de citas excelentes tiradas como con displicencia y sólo para
mostrar los músculos de la erudición, sino para catapultar o redondear con tino
una idea propia, una reflexión personal. O sea, un libro con citas
deslumbrantes no sirve si a la vez no deja ver una cabeza bien amueblada en el
citador, un pensamiento que concierte de manera satisfactoria lo propio con lo
ajeno. Esto lo enseñó, muy bien enseñado, el señor Montaigne desde finales del
siglo XVI.
Los párrafos precedentes sirven como preámbulo (preámbulo
es el lugar por donde se camina antes: pre,
antes; ambulare, andar) a un breve
comentario sobre el libro Por la
tangente. De ensayos y ensayistas (Taurus, México, 2020, 190 pp.), de Jesús
Silva-Herzog Márquez (Ciudad de México, 1965). Contiene 44 ensayos breves y
simétricos, como de tres o cuatro páginas cada uno, en los que el politólogo
nos aproxima al mismo número, 44, de escritores de todas las nacionalidades y pelajes.
Se trata entonces de un libro asimilable al famoso grabado de Escher: con una
mirada ensayística se avanza hacia los recintos del ensayo, y en sus escaleras
y pasadizos nos encontramos con ideas que se conectan y se desconectan en muchas
las direcciones posibles del entendimiento.
Su título, Por la
tangente, alude a la noción del ensayismo clásico: a diferencia del texto
dogmático, seguro de sí mismo como roca, el ensayo es sinuoso, serpentino,
elusivo, dúctil, niega o asegura sin taxatividad, se escurre de las manos,
afirma y duda, avanza y retrocede, y siempre deja entrever que ante la certeza
categórica él, el ensayo, prefiere desplazarse por la tangente, por la insegura
periferia.
La asamblea de este libro reúne nombres como los de
Montaigne, Unamuno, Reyes, Cuesta, Auden, Zambrano (María), Szyimborska y
muchos más, y es siempre a partir de alguna de sus ideas, directa o
indirectamente citadas con pertinencia y eficacia, como el autor traza su
propia reflexión sobre ¿qué? Imposible resumirlo, sólo podría decir que es dable
encontrar en estas páginas muchas consideraciones atendibles sobre la
escritura, la muerte, el dolor, la risa, el fracaso, la imaginación, la
disciplina… la vida en suma.
Silva-Herzog Márquez es bien conocido y seguido como
columnista y panelista de televisión sobre todo por quienes abominan a López
Obrador; en Por la tangente trabaja otra
parcela: exhibe su misma buena prosa, pero meditabunda, tangencialmente, entra con
ella a pensar en asuntos muy distintos a los de la picaresca política de México.