sábado, septiembre 09, 2023

Una invitación al aburrimiento








 

No es indispensable el socorro de Lipovetsky o Byung-Chul Han para saber que vivimos en la era del entretenimiento. La relajación mundial de los intereses intelectuales serios, llamémosles así, no es tan reciente, y sus orígenes pueden rastrearse en el auge de los medios masivos de comunicación, sobre todo de la tele que ahora, frente a las redes sociales y su arrastre de tsunami, parece peccata minuta como dinamo de la frivolidad.

Cierto que los espacios de la ligereza estaban bien delimitados: la televisión que apodamos “comercial”, los espectáculos de la farándula y del deporte, los zoológicos, los circos, los parques de diversiones, innumerables publicaciones impresas, casi todo el cine, las ferias y los carnavales hasta la fecha sobreviven con mayor o menor fuerza que en el pasado no remoto, y sólo por cambios tecnológicos o de percepción bien pensante algunos han sufrido mermas o modificaciones: la televisión que conocimos (la de Televisa, en el caso mexicano) ha perdido público tras la aparición de internet y, sobre todo, de los smartphones; los circos ya no tienen animales, y ya casi nadie compra revistas, son algunos ejemplos de tales cambios.

En aquel mundo, insisto que no tan remoto pues todavía podemos ubicarlo como vivo hace treinta años, el inmenso ofrecimiento de banalidades o feudos para la relajación tenía un pequeño contrapeso: algunos espacios, casi guetos, ínsulas en el enorme universo de la complacencia, seguían actuando como si lo importante, o más bien lo fundamental, no fuera divertirse, sino pensar, criticar, plantear ideas. Era casi normal que allí no se buscara entretener al respetable público, la risa como dogma ni la distensión de la mente. Poco les importaba a esos espacios pecar de “aburridos”. La lista de tales zonas liberadas de entretenimiento era encabezada, claro, por las universidades, los museos, los centros de investigación, cierto sector editorial, algunos cineastas, poquísimos programas de televisión y quizá las organizaciones políticas, entre otros, pero no muchos.

El paradigma de esos espacios era el de la noción antigua de la aprehensión del saber resumida en el archiconocido dicharacho “la letra con sangre entra”. Y sí, lamentablemente, desafortunadamente, indefectiblemente, ciertas ideas sólo pueden ser asidas y calar hondo con esfuerzo, sangrando en algún punto de su adquisición. Pongo un caso extremo, aunque no por citarlo quiero decir que yo haya accedido a él: es imposible asimilar sin lágrimas a Kant. Explicarlo con dibujos y sinopsis, añadirle “diversión” para que no resulte tedioso o aburrido, es, necesariamente, rebajarlo en el sentido que en México se da al verbo “rebajar” durante el trance de añadir agua a líquidos como la leche.

Hasta aquí parece que rechazo a machamartillo la diversión. No. Es incluso un derecho, y a mí, pese a ciertas teorías terriblistas sobre la manipulación de masas, me gustan el futbol y las películas de balazos, y también me mueven a risa los memes ingeniosos, entre otras muchas boberías que consumo consciente de lo que consumo. Lo que observo, como mero planteo, es el derrame del entretenimiento en todos los recipientes de la vida. Ya nada debe ser “aburrido”, nada, y todo debe tener un anclaje chido, light, peso pluma. Para no sucumbir ante la falta de feligresía, las instituciones “serias” investigan qué apetecen sus públicos y descubren lo previsible: habituados a las redes sociales, a Netflix, a la cultura del permanente ludismo de los video games, al éxito narcisista de los gyms y las industrias del cuerpo, a la idolatría de cantantes y deportistas, a las tendencias punitivistas del “fascismo societal” (el fascismo ciudadano que ni siquiera sabe que es fascismo, ver Boaventura de Sousa), al estilo Disney de seducir, al exhibicionismo del lujo y su deriva en la aporofobia (odio o fobia a los pobres, ver Adela Cortina), a los malls como cúspides del bienestar, a la dictadura de los likes y a tanta quincalla más, los públicos quieren que las clases escolares sean más dinámicas, que los museos no tengan tantas letritas, que los libros cuenten historias de zombies, que las películas no salgan de lo rápido y furioso, que las campañas electorales sólo emitan fraseología chabacana y cierren sus mítines con grupos de música guapachosa, y, en fin, que se le ampute todo rastro de “aburrimiento” a los productos culturales y sociales que antes eran el único coto reservado al pensamiento sin tanta manga ancha para la ñoñez. En síntesis, el Club Apocalípticos va perdiendo por vergonzosa goleada frente al trabuco Deportivo Integrados.

Esto no es gratuito ni inocuo. El dominio del entretenimiento omnipresente y a la carta, desde Netflix a la FIFA pasando por todo lo que pueda quedar en medio, es al mismo tiempo una fuente de ganancias, de domesticación y de vigilancia. Que todo sea hoy entretenido, breve y por ello fragmentario, ligero, ágil, sexoso, violento, chistoretero, tiene en el fondo un costado político: el control debe darse sí o sí, infaliblemente, generar riqueza y permitir que el robot humano —sea niño, adolescente, adulto o anciano— no pierda la sonrisa, una sonrisa que recuerda, dicho sea para terminar, a la del tal Calabacillas pintado por Velázquez.