No es indispensable el socorro de Lipovetsky o Byung-Chul
Han para saber que vivimos en la era del entretenimiento. La relajación mundial
de los intereses intelectuales serios, llamémosles así, no es tan reciente, y sus
orígenes pueden rastrearse en el auge de los medios masivos de comunicación,
sobre todo de la tele que ahora, frente a las redes sociales y su arrastre de
tsunami, parece peccata minuta como
dinamo de la frivolidad.
Cierto que los espacios de la ligereza estaban bien
delimitados: la televisión que apodamos “comercial”, los espectáculos de la
farándula y del deporte, los zoológicos, los circos, los parques de
diversiones, innumerables publicaciones impresas, casi todo el cine, las ferias
y los carnavales hasta la fecha sobreviven con mayor o menor fuerza que en el
pasado no remoto, y sólo por cambios tecnológicos o de percepción bien pensante
algunos han sufrido mermas o modificaciones: la televisión que conocimos (la de
Televisa, en el caso mexicano) ha perdido público tras la aparición de internet
y, sobre todo, de los smartphones;
los circos ya no tienen animales, y ya casi nadie compra revistas, son algunos
ejemplos de tales cambios.
En aquel mundo, insisto que no tan remoto pues todavía
podemos ubicarlo como vivo hace treinta años, el inmenso ofrecimiento de
banalidades o feudos para la relajación tenía un pequeño contrapeso: algunos
espacios, casi guetos, ínsulas en el enorme universo de la complacencia,
seguían actuando como si lo importante, o más bien lo fundamental, no fuera
divertirse, sino pensar, criticar, plantear ideas. Era casi normal que allí no
se buscara entretener al respetable público, la risa como dogma ni la distensión
de la mente. Poco les importaba a esos espacios pecar de “aburridos”. La lista
de tales zonas liberadas de entretenimiento era encabezada, claro, por las
universidades, los museos, los centros de investigación, cierto sector
editorial, algunos cineastas, poquísimos programas de televisión y quizá las
organizaciones políticas, entre otros, pero no muchos.
El paradigma de esos espacios era el de la noción antigua
de la aprehensión del saber resumida en el archiconocido dicharacho “la letra
con sangre entra”. Y sí, lamentablemente, desafortunadamente,
indefectiblemente, ciertas ideas sólo pueden ser asidas y calar hondo con
esfuerzo, sangrando en algún punto de su adquisición. Pongo un caso extremo,
aunque no por citarlo quiero decir que yo haya accedido a él: es imposible
asimilar sin lágrimas a Kant. Explicarlo con dibujos y sinopsis, añadirle
“diversión” para que no resulte tedioso o aburrido, es, necesariamente,
rebajarlo en el sentido que en México se da al verbo “rebajar” durante el
trance de añadir agua a líquidos como la leche.
Hasta aquí parece que rechazo a machamartillo la
diversión. No. Es incluso un derecho, y a mí, pese a ciertas teorías terriblistas
sobre la manipulación de masas, me gustan el futbol y las películas de balazos,
y también me mueven a risa los memes ingeniosos, entre otras muchas boberías
que consumo consciente de lo que consumo. Lo que observo, como mero planteo, es
el derrame del entretenimiento en todos los recipientes de la vida. Ya nada
debe ser “aburrido”, nada, y todo debe tener un anclaje chido, light, peso pluma. Para no sucumbir ante
la falta de feligresía, las instituciones “serias” investigan qué apetecen sus
públicos y descubren lo previsible: habituados a las redes sociales, a Netflix,
a la cultura del permanente ludismo de los video
games, al éxito narcisista de los gyms
y las industrias del cuerpo, a la idolatría de cantantes y deportistas, a las
tendencias punitivistas del “fascismo societal” (el fascismo ciudadano que ni
siquiera sabe que es fascismo, ver Boaventura de Sousa), al estilo Disney de seducir,
al exhibicionismo del lujo y su deriva en la aporofobia (odio o fobia a los
pobres, ver Adela Cortina), a los malls
como cúspides del bienestar, a la dictadura de los likes y a tanta quincalla más, los públicos quieren que las clases escolares
sean más dinámicas, que los museos no tengan tantas letritas, que los libros
cuenten historias de zombies, que las películas no salgan de lo rápido y
furioso, que las campañas electorales sólo emitan fraseología chabacana y cierren
sus mítines con grupos de música guapachosa, y, en fin, que se le ampute todo
rastro de “aburrimiento” a los productos culturales y sociales que antes eran
el único coto reservado al pensamiento sin tanta manga ancha para la ñoñez. En
síntesis, el Club Apocalípticos va perdiendo por vergonzosa goleada frente al trabuco
Deportivo Integrados.
Esto no es gratuito ni inocuo. El dominio del
entretenimiento omnipresente y a la carta, desde Netflix a la FIFA pasando por
todo lo que pueda quedar en medio, es al mismo tiempo una fuente de ganancias,
de domesticación y de vigilancia. Que todo sea hoy entretenido, breve y por
ello fragmentario, ligero, ágil, sexoso, violento, chistoretero, tiene en el
fondo un costado político: el control debe darse sí o sí, infaliblemente,
generar riqueza y permitir que el robot humano —sea niño, adolescente, adulto o
anciano— no pierda la sonrisa, una sonrisa que recuerda, dicho sea para
terminar, a la del tal Calabacillas pintado por Velázquez.