Entre los muchos libros de la Secretaría de Cultura disponibles
en línea está Un borracho que se cree
invisible, de Julián Herbert (Acapulco, Guerrero, 1971). No es un libro
central en su producción ni uno de los ya numerosos que le han granjeado premios
como el Gilberto Owen (2003), Juan José Arreola (2006), Jaén de Novela (2011) y
Elena Poniatowska (2012), entre otros, pero es muy representativo de la mirada,
por decirlo así, herbertiana: una mirada perspicaz, aguda, disruptiva y ágil en
la observación de la realidad como escenario de lo paradojal y lo grotesco.
En Un borracho que
se cree invisible, el autor de Canción
de tumba trabaja en una tesitura a caballo entre el relato literario y la
crónica periodística. En esta hibridez, jamás podremos saber bien a bien en
dónde están las fronteras entre ficción y realidad, cuáles son los límites
entre lo imaginado y lo realmente vivido. No importa, sin embargo, pues más allá
de precisar las borrosas líneas divisorias entre fantasía y verdad lo que atrae
en estos ¿relatos? (uso la palabra más ambigua posible) está en la ironía por
la que tamiza Herbert todo lo que piensa.
Por ejemplo, en el segundo de sus textos (sigo con la ambigüedad
a la hora de nombrarlos), titulado “Mi mamá me mina”, la formula ya
lexicalizada que termina en “mima” es subvertida con una sola letra y transforma
su sentido en lo contrario. Ahora bien, su planteamiento inicial enfatiza su
ánimo subvertor de las ideas ya cristalizadas por la tradición o la costumbre: “Todos necesitamos una madre con quien desquitarnos de
estar vivos. O, ¿por qué otra razón las amaríamos tanto? Claro: ellas velaron
por nosotros cuando estábamos enfermos, nos dieron lechita y un vocabulario,
asistieron desveladas a ese horrendo show donde salíamos disfrazados de
pollitos, se soplaron más de dos veces las divisiones de quebrados, nos
consintieron berrinches por los que aún sentimos nostalgia. Pero esas
nimiedades no bastan para querer a alguien más allá de los límites del decoro.
Si fuera así, ninguno de nosotros sabría lo que es un rompimiento o un
divorcio. No: el amor incomparable solo florece si lo riegan las aguas
elementales del rencor”.
Insisto: esta línea apartada, lejana a la línea de lo que preconcebimos como lógico u obvio, se enfatiza texto tras texto en Un borracho que se cree invisible. En ocasiones no sólo en el contenido, sino también en la forma, como sucede en “Historia y evolución de las ideas fijas”, texto en el que Herbert no nada más va a quebrantar la idea, sino que lo hace en un formato que habitualmente encontramos como fijo, rígido, serio e inamovible, el formato que podríamos llamar “requerimientos para curso”. ¿Qué pasa aquí? Que el escritor acapulqueño-saltillense apela al mencionado esquema para convertirlo en papilla mediante el método, se me ocurre denominarlo así, de las hipérboles delirantes:
“Instructor:
Julián Herbert
Duración:
120 horas repartidas en 5 sesiones de 24 horas cada una
Número de asistentes:
2,500 (mínimo)
Requerimientos técnicos:
Un campo de golf, sistema de salida de audio RTM-PowerDrift (se adjunta rider), un dispositivo Classroom Papamóvil modelo 94 a prueba de balas (para uso exclusivo del Instructor), dos pizarrones verdes, 20 cajas de gises blancos blandos (de los que no rechinan), dos mochilas de libros (pueden ser nuevos y estar plastificados: no son para leer sino para cumplir funciones propias de un osito de peluche) y 100 sobres individuales de figuras Playmobil azules y rosas (previamente abiertas: son para ser armadas por el Instructor en sus ratos de ocio) (así que mucho cuidado con las piezas chiquitas, ¿eh?). Ah, sí: y medio litro de agua Bonafont”.
¿Para qué sirve un texto como éste? Formulo esta otra pregunta retórica.
Respondo: para nada y para mostrar que los requisitos de muchos cursos de
cualquier disciplina a veces colindan con el disparate, son absurdos como los
cursos a los que convocan.
No creo que sea necesario traer más ejemplos de lo que contiene Un borracho que se cree invisible. Está dividido en tres secciones más o menos simétricas (“Vomitar encima de personas ilustres”, “Intermedio, 8 fábulas” y “Las ciudades destruyen las costumbres”); en todos ellos hay algo, un rasgo, o muchos, que transforman al texto en pedrada al foco de la vecina, en escupitajo al tipo con traje, en eructo durante la ceremonia nupcial, es decir, en transgresión, en travesura, en maldad que bien mirada tiene siempre un fondo de razón, de lógica. Y si no tuviera todo esto, tiene asimismo valores muy apreciados en un libro: sentido del humor y buena prosa.