De
algunos años a la fecha se desató en el mundillo literario una epidemia (y no
sé si pandemia) de antologías. Sin señales previas en el horizonte, comenzaron
a aparecer “antologías” sobre todo de poesía y de cuento, los dos géneros más
lastimados por esta horrible plaga, la de la antologización indiscriminada.
No
es posible saber por qué la palabra ganó tantos adeptos, a qué demonios se
debió que en tan poco tiempo cualquier escritor, sobre todo aprendiz, comenzara
a figurar en libros colectivos en los que sin falta aparecía y sigue apareciendo, como parte del
título o del subtítulo, la palabra “antología”. Puedo suponer que tanto a los
antologadores como a los antologados la palabra les suena a oro, a prestigio
inmediato. Se nota porque en el proceso de difusión la dicen o la escriben como
si con ella expresaran que han aterrizado en el Olimpo.
Pero
más allá de la eufonía de la palabra, más allá de que su resonancia seduzca al
oído y deje sentir que es sinónimo de caché, es necesario traer, una vez
más, esta pequeña aclaración. Cierto que hay palabras peores, como
“florilegio”, que se oye más empalagosa que un litro de granadina, pero en esta
misma horrorosa glucosidad ha ido cayendo la pobrecita palabra “antología”.
Lo
primero que es necesario aclarar es lo siguiente: aunque el diccionario
académico la define con parquedad “Colección de piezas escogidas de literatura,
música, etcétera”, lo que da a entender que pueden ser “escogidas” sin mayor
preocupación que simplemente “escogerlas” como sea y de donde sea, la idea que
durante décadas conllevó fue de “piezas escogidas”, es verdad, pero no
inéditas, sino previamente difundidas, publicadas, conocidas. Aunque la
definición del DRAE incluye a la música, es claro que la palabra quedó casi
restringida al ámbito literario, de modo que casi todo lo antológico era lo
escrito con ánimo literario. Así, durante décadas fue habitual encontrar “piezas escogidas”, o
antologías, de la Generación del 98, de cuentos policiacos argentinos, de
poemas de Enriqueta Ochoa, de narradores del norte de México, de poesía erótica
latinoamericana y etcétera, e incluso “antologías personales”, selección que el
propio autor hacía y hace de su obra ya publicada, esto a petición, claro, de algún
editor. Se partía de una idea simple: lo antologado, lo seleccionado, lo
escogido, salía de un corpus literario más amplio y ya previamente difundido,
no inédito. La idea, entonces, de armar una antología con piezas inéditas y de
principiantes es una aberración. También lo es antologar, en este mismo
contexto, a un escritor que nunca ha publicado o que ha publicado apenas dos
cagarrutas textuales en su vida, pues la antología también supone una cierta
trayectoria, un mínimo prestigio ya cuajado, y esta es la razón por la que hay
muchas antologías de poemas de Rubén Darío y ninguna de un tío lejano que lleva
escritos siete modestos poemas en toda su existencia. Y aunque ese tío llevara miles
de poemas escritos y fueran deslumbrantes, igual: si son inéditos no es posible
armar con ellos una “antología”, sino otro tipo de libro.
Hay
palabras para resolver el asunto, es decir, para publicar antologías que no lo
son: “compilación”, “muestra”, “reunión”, “asamblea”… todas sirven para evitar
la imprecisión de rotular lo inédito, y por ello desconocido, con la vapuleada
palabra “antología”.
Saúl Rosales y yo hemos hablado con frecuencia sobre la antedicha epidemia y al hacerlo fluctuamos de la risa al espanto. Por un lado es gracioso, sí, ver que cada mes son publicadas tres nuevas antologías que no son antologías, pero por otro asusta que ya no haya piedad para la literatura, que se haya convertido en una actividad en la que ser digno de hospedaje en una antología es cuestión no de calidad y prestigio ganado con tiempo y sacrificio, sino de capricho e ignorancia.