Como parió siete hijos, una de las frases recurrentes de mi
madre era “no mueven un maldito dedo”. La soltaba, claro, cuando veía que su
horda de huevones no colaboraba en las tareas del hogar. La figura retórica a
la que se ajusta aquella frase es la hipérbole: “Exageración fuera de toda
medida para ponderar algo”, según la definición que a quemarropa desenfunda mi
memoria. La exageración puede avanzar hacia lo mucho y hacia lo poco: “La
película duró un siglo”, “Llegaré en un segundo”. Obviamente, en sentido
literal los hijos de doña Catalina sí movían un dedo, pero obviamente, también,
eso era asaz insuficiente para salvarla de los quehaceres domésticos y evitar su
molestia.
El párrafo anterior aspira a ser una introducción al tema de
la actividad física, sea cual sea. En la columna del miércoles señalé que
durante junio, nuestro peor mes del año en términos de clima, he visto varios
partidos del Mundial de Clubes, lo que sin duda ha implicado un sedentarismo
peligroso, pues uno suele “no mover un maldito dedo” cuando se planta frente al
monitor. Mi madre se hubiera quejado al verme así, aplastadote en el sillón
durante dos choques diarios.
Por uno de esos desconcertantes caprichos de la memoria, asimismo
recordé muy vagamente un texto periodístico de Juan José Arreola. Lo busqué en
el libro donde lo leí (en 1987) y en efecto estaba allí. Fue publicado en Inventario (Grijalbo, México, 1976, 158
pp.), libro que hacia los setenta reunió varias piezas de la columna homónima
alimentada por Arreola en El Sol de
México. El texto que mi recuerdo pescó en lo más recóndito del disco duro
no tiene título, y es lo suficientemente breve como para traerlo íntegro a este
apunte (página 87):
“El deporte está en crisis. Una crisis que abarca a casi
todos los deportes en casi todos los lugares de la Tierra. Parece que en este
mundo y gracias a los medios de difusión visual de noticias y espectáculos,
todos nos estamos volviendo espectadores pasivos aunque frecuentemente
fanáticos.
Una cosa se nos olvida: el deporte puede ser un ejercicio
personal y cotidiano. ¿Por qué no nos ponemos a jugar usted y yo al tenis de
mesa? Se trata de un deporte a nuestro alcance, que requiere un espacio
reducido y un equipo venturosamente económico. Pero, venturosamente también, el
ping pong es un deporte completo que exige el rendimiento integral de la
persona, de todos sus recursos, físicos y espirituales.
El tenis de mesa es un duelo, pero también es un diálogo. Cada
pelota viene como una pregunta y reclama la respuesta instantánea. Toda nuestra
capacidad de ataque y defensa está en juego.
Al reclamar de nosotros una coordinación perfecta entre la
voluntad activa y la destreza corporal, el tenis de mesa desarrolla a un grado
máximo las posibilidades del ser en cada persona. Esto es, verifica a cada
momento nuestro ideal de perfección: la energía psíquica se libera instantáneamente
por medio de nuestros recursos físicos. Y cada golpe acertado produce
satisfacción y plenitud vital.
El diálogo pimponístico concluye siempre con un buen remate,
como la frase sintáctica en su punto final. Y nos convence a todos”.
No lo olvidé porque en aquel tiempo me resultó significativo
ver que Arreola hacía un elogio del ping pong, deporte que para entonces yo ya
practicaba con decoro amateur. El recuerdo me instala en el patio de mi casa,
que era particular, y allí, junto con algunos amigos de la cuadra, organizamos
un torneo exprés. El antecedente inmediato fue que Gerardo, el mayor de la
palomilla, consiguió no sé cómo una red, dos raquetas y varias pelotitas.
Faltaba la mesa, problema que resolvimos secuestrando un comedor de madera que
tenía en desuso la familia de otro de los cuates.
En ese torneo informal pasé de la impericia absoluta a
cierto grado de control sobre la pelotita y sus efectos, lo que me llevó a
sostener muy buenos duelos. Los años me alejaron del ping pong, pero nunca olvidé
la mecánica del movimiento necesario para jugar contra otros oponentes en
diferentes momentos de la vida: en 2015 tuve mi mayor rivalidad “pimponística”
en la Argentina, cuando jugué unas retas eternas con el escritor Fabián Vique ¡en
la sala de su casa! Él, si suspendiera por un instante su natural satírico,
podría dar fe de que no fui mal competidor.
Ahora que la edad se me vino encima sin carnaval ni comparsa, me quedan dos opciones: el sedentarismo, es decir, el deporte sólo practicado con los ojos frente al monitor, o caminar. He elegido la segunda; no es la gran cosa, pero algo es algo para que la frase de mi madre no me acose como latigazo en el recuerdo.