Mucho he pensado en la bibliomanía asimilada a otras manías o
flaquezas, como si fuera, quizá porque lo es, una adicción, aunque ésta no
tiene mala prensa, es decir, que a diferencia, por ejemplo, del alcoholismo, el
tabaquismo o la ludopatía, la necesidad de libros no suele provocar daños
mayores. En efecto, se puede decir incluso que es socialmente observada como
buena, pero esto no le quita el carácter de adicción. Como las otras manías,
cuando se satisface con la compra de libros la gratificación es temporal, y por
ello, forzosamente, debe repetirse. Como las otras manías, el límite de su
ejercicio se encuentra en la disponibilidad de dinero, no en la ecuánime certeza
de que la posesión de libros debe atenerse al límite que impone la posibilidad
de leerlos, además, en efecto, del que establecen el poder adquisitivo y la
capacidad instalada de entrepaños para conservarlos.
Puedo decir, por experiencia, que ni el bajo poder
adquisitivo ni una casa de interés social son capaces de detener al buen
bibliómano, pues si el dinero es poco, se aprende a cazar ofertas o a hurgar en
las librerías de viejo e incluso a robarlos, y en cuanto al espacio, casi todos
los entrepaños pueden acoger libros en doble fila, parados unos sobre otros,
metidos en cajones e incluso he visto el caso —al que por fortuna no he
llegado— de albergar libros en la cocina
y en los baños, libros que desplazan ropa, platos, productos de limpieza...
Esta también es la razón por la que alguna vez llegué a otra
conclusión bibliomaniaca. Pasados los años caí en la cuenta de que nunca fui
habitué de ninguna biblioteca. Claro que las considero necesarias o, como
Borges, una modalidad del paraíso en la vida del lector, pero a mi juicio
tienen un defecto: sus libros no son míos. Para un enamorado de los libros como
instrumentos de lectura pero también como objetos, como posesiones valiosas en
función de su materialidad, el lugar ideal no es, entonces, una biblioteca, sino
una librería, sitio en el que los libros están a merced del que los compre.
Ahora bien, en este caso no es tan mala noticia carecer de
una billetera ilimitada. Cuando eso ocurre, cuando al bibliómano le sobran los
recursos, los antojos editoriales son, como bien lo describe Umberto Eco en su
libro La memoria vegetal, permanentes
y no pocas veces onerosos. Nosotros, gozadores del libro más o menos
convencionales, no sabemos que en alguna parte del mundo hay, en este momento,
un ejemplar raro, quizá un incunable, ofrecido al mejor postor y deseado por
una jauría dispersa de adictos que lo quieren tener en su colección y son
capaces de pagar cantidades de locura para lograr sus selectos propósitos.
No, lo mío no llega a tanto gracias a que mi cartera no da el
ancho, y esta es una buena noticia. Lo mío son las librerías convencionales, no
la cacería en las profundidades del coleccionismo de carísimas rareza, además
de que tengo prohibido invadir mi casa, que es la de ustedes, con libros en
donde no deben estar. Venturosamente, estos dos obstáculos me han contenido.