sábado, junio 29, 2019

Viaje de estudios

















Recién el sábado 22 de junio publiqué “Nostalgia sin imágenes”, maquinazo en el que, dicho grosso modo, lamento que quienes fuimos jóvenes en los setenta no tenemos hoy a la mano un archivo fotográfico que nos permita mirar con un poco de mayor claridad, gracias a tal expediente icónico, hacia el pasado. Mis amigos de la secundaria, los que se han reunido a conversar como tribu frente a la hoguera del Whatsapp, coincidieron en general conmigo: no tenemos imágenes que ilustren aunque sea poquito lo que fuimos en la edad del acné y las primeras calenturas.
Un día después, el domingo 23, alguien subió al grupo de Whats una tanda de seis fotos amarillentas, algo borrosas pero iluminadoras sobre el único viaje de estudios que hicimos en aquella época. Pensé que no existía un solo vestigio gráfico de la aventura, pero 41 años después veo que venturosamente me equivoqué: alguien, un compañero llamado Jesús Manuel Soto, llevó una milagrosa camarita Kodak Instamatic, conservó las imágenes durante cuatro décadas y de buenas a primeras las compartió ahora en el grupo virtual. Quedé deslumbrado. En casi todas aparece él, Jesús, junto a varios de sus compañeros. Lo raro es que en dos (¡en dos!) aparezco yo en primer plano, de playera a rayas rojinegras y cuello blanco, casi como si fuera el cabecilla de una agrupación delictuosa puberta. Las dos fotos en las que quedó registrada mi presencia son de la misma locación: estamos en el puerto de Tampico, Tamaulipas, junto a un barco de Liberia, el país africano que en el siglo XIX se había convertido en la tierra prometida de los negros norteamericanos ya “libertos”. Claramente se lee “Monrovia” en la roda de la nave, es decir, el nombre de la capital liberiana nombrada así en honor al presidente gringo James Monroe. Nunca olvidé aquel barco, pues a mis 13 o 14 años me impresionó su dimensión y el hecho exótico de que viniera de un país tan remoto. Pues bien, en las fotos posamos en desorden ante la cámara; se nota que no nos importaba mucho la situación, que el desmadre era más importante que acomodarse tranquilamente para esperar el click de la Instamatic. También se nota que los disparos no eran como ahora con los celulares, uno tras otro, seguidos. En las dos tomas que retienen mi presencia de mozalbete hay un leve reacomodo de los actores: en una me abraza con camaradería Efraín Galván, alias el Tarahumara, y en la otra hace lo mismo Jesús Macías, alias el Doc. Por allí alcanzo a distinguir a varios compañeros más, como al mencionado Soto, dueño de la cámara, y a César Holguín (quien hace la seña de amor y paz en las dos fotos), Gerardo Jiménez, Mario Andrés Ortega y José Luis Orduña; ellos son todos los compañeros a los que he logrado, a pujidos, identificar.
Gracias a la ayuda de mis excondiscípulos pude también reconstruir parte del periplo, aunque a decir verdad casi todo lo retengo en la memoria pese a que se dio entre 1978 y 1979, cuando mis compañeros y yo teníamos entre 14 y 15 años. Aquí se impone una pregunta: ¿cómo fue posible que un grupo de adolescentes más bien de clase baja, hombres y mujeres, viajara desde La Laguna hasta Veracruz en aquellos años y con un solo maestro como custodia de todo el contingente? Sigo sin saberlo, nunca lo supe. El caso es que el heroico profesor Gámez organizó, no sé cómo, aquel recorrido. No olvidaré que salimos desde la secundaria Flores Magón, en el bulevar Miguel Alemán de Ciudad Lerdo, que había sido fundada en 1965. Era una buena época para la infraestructura educativa nacional, pues además de las aulas y las canchas de excelente factura, la Flores Magón tenía unos tallerazos de miedo y una herramienta que hoy parece increíble: camión para viajes largos. El vehículo, supongo, ya estaba algo traqueteado, pero todavía resultaba útil, y el profe Gámez logró, insisto que no sé cómo, orquestar una aventura que hasta la fecha me asombra: salimos, como ya dije, de Ciudad Lerdo, pasamos por Monterrey, hicimos un alto en Tampico, bajamos por el Golfo hasta la playa de Tecolutla, Veracruz —donde toqué por primera vez el mar—, luego a las pirámides del Tajín, después a las grutas de Cacahuamilpa en Tlaxcala, más delante al Distrito Federal y al final el regreso a La Laguna. ¿Cuántos días duró eso? Supongo que poco más de una semana, es decir más de ocho días en los que nuestros padres permitieron aquella peligrosa ausencia colectiva en un tiempo sin celular. En mi caso, no recuerdo haber llamado de algún teléfono público a mis padres para transmitir palabras tranquilizadoras, y tampoco recuerdo que mis compañeros de recorrido se mostraran muy preocupados por despreocupar a sus padres con llamadas. Quizá, sin que yo lo supiera, el profe Gámez telefoneaba de vez en cuando a la dirección de la secundaria para que a su vez los padres llamaran allí, no sé.
A ese viaje debo un recuerdo de alegre plenitud. Como varios compañeros, conocí el mar, vi pirámides, vi barcos mercantes, vi a los voladores de Papantla, vi la selva, vi unas grutas hermosas, vi y subí a la torre Latinoamericana, vi el palacio de Bellas Artes…
Otro de los supuestos que conjeturo es que todo el paquete costó una bicoca por alumno, y que muchos apenas si llevábamos un peso extra al margen del transporte, las comidas y los hoteles pagados desde la salida. A estas alturas de mi vida, sé que aquel viaje no es sólo un jirón difuso en mi memoria, un recuerdo afantasmado cuyo protagonista es el jovencito que fui junto a mis compañeros y junto al heroico profe Gámez, a quien por cierto apodábamos el Tobogán. Aquel viaje es algo más y hoy, gracias a unas fotos casi milagrosas, me veo allí en un presente detenido, abrazado por compañeros, feliz y, sin saberlo, tal vez memorizando aquella experiencia que en este momento me ha dado tela para escribir la breve y retroactiva crónica que aquí concluye.