Las letras y el deporte han mantenido desde siempre una
relación si no tirante, sí distante. Los escritores no han sido muy afectos a
practicar algún ejercicio físico y los deportistas no han sido, que digamos, ni
remotamente adictos siquiera a la lectura. La lejanía del escritor no ha sido
radical, pues si bien no han condescendido a la práctica de algún deporte,
muchos han colocado la experiencia de ser espectadores, algunos devotísimos.
Con esto me refiero a los escritores que hacen panza, que fuman y beben, que
comen como desalmados, que se desvelan y no muy al margen de esos hedonismos
siempre tienen un ojo puesto en el televisor o incluso gustan de moverse en
escenarios dispuestos para el deporte-espectáculo.
Conozco algunos casos de ese tipo, varios cercanos. Yo mismo
considero caber en esa especie, y aunque no me reviento y el pellejo ya no me
da para las desveladas (lo que quizá es tenido por poco literario), sigo
haciendo algo de deporte y sigo, como siempre, atento a los vaivenes televisivos
del futbol profesional y demás prácticas. Como espectador, por ejemplo, asisto
con enfermiza frecuencia a la lucha libre lagunera, y no tan de vez en cuando
voy también, cuando hay, al beisbol. Y como digo, tengo amigos que pese a su
enorme cultura suspenden todo cuando juega el Santos Laguna o la Selección, o
cuando hay Serie Mundial o Superbowl; en esos momentos la tele es su altar, y ellos
no ven conflicto en esto, menos hoy, época en la que ya se ha relajado la
imagen del escritor, antaño percibido como bicho refractario a la sociedad y su
mundanal consumo.
Recién me regalaron los Diarios
(FCE, 2015, 339 pp.), libro de Salvador Elizondo, y al botarle el celofán y
abrirlo al azar caí en la página 243 donde el 1 de febrero de 1976 consignó:
“Habló Octavio Paz a las 9:30. Yo estaba dormido. Anoche fuimos al box. Fue una
gran noche de combates. Dormí satisfecho”. Hay cierto tipo de escritores a los
que sería más o menos fácil asociar con la afición deportiva. Salvador Elizondo
no sería uno de ellos. Autor refinado, culto hasta la exquisitez, jamás me dio
la impresión de que podía moverse en espacios próximos al sudor. Siento una
especie de alegría al leer que alguien como él iba al box y lo disfrutaba, que
podía dormir “satisfecho” luego de ver varios cruces de mandobles. Tal vez en
el fondo la literatura y el deporte no estén tan distantes; tal vez, incluso,
sean lo mismo.